jueves, 30 de julio de 2009

El tiempo de los sueños

Estoy viendo El tiempo de la felicidad, de Manuel Iborra. Es como estar también en Ibiza, trasladando este verano hacia principios de los setenta. Es una de esas películas que me despiertan la clase de sensaciones en las que me gusta recrearme. Como esta sonrisa permanente que ahora me cuesta relajar.

Un verano en la playa puede dar para mucho. Para esta familia este es el tiempo de buscarse, cada uno a sí mismo y también a los demás. Básicamente todo aquí es amor. Como el de la madre, Verónica Forqué. El suyo es incondicional y lo recibe todo con la ternura de quien no cuestiona a sus hijos. Era actriz, pero sacrificó su carrera para dedicarse a ellos y así nació su ocupación como escritora.

Me divierte la relación fraternal de María Adánez y Silvia Abascal, quienes aquí vuelven a ser las hijas de la Forqué. Es el mismo trío de chicas de Pepa y Pepe, aquella estupenda serie planteada también por Iborra con el desenfado y el espíritu entrañable que encuentro aquí. Alegrías y tristezas en ese verano. También la zozobra de los pensamientos de futuro. Eso es lo que les ocupa, que no es poco.

Diálogos llenos de ingenuidad, humanidad. "Ser pintora me llevará hacia adentro, pero la música me llevará hacia afuera" -Silvia Abascal decide que en vez de a la pintura, prefiere dedicarse a cantar-. La Adánez sueña con hacer una audición con Nuria Espert y frivoliza planteándole a su madre lo que piensa hacer con respecto a un posible nuevo amor... "Como le quites el novio a tu hermana te la cargas", le responde la Forqué.

Pepón Nieto hace el papel del hijo mayor, el que necesita más ayuda de todos y despierta todas las simpatías. Se enamora de la más hippie de la isla, una alocada Clara Sanchís a quien la muerte de Janis Joplin le duele en el alma. Es una más de las almas libres del Mediterráneo. Como el cartero. Reparte el correo y con éste entrega también versos de Sylvia Plath, contribuyendo a un juego literario con las chicas.

El tiempo de la felicidad será uno de esos veranos en los que algunas vidas pueden dar un giro inesperado o encontrar un sentido, una nueva dirección. Como se dice en la película, en el fondo todos vivimos de sueños, aunque sepamos que lo son. Y a veces algo los hace reales.

lunes, 27 de julio de 2009

Al fresco

Hace poco más de mil años Almanzor arrasó la ciudad de León, y con ella la Colegiata de San Isidoro. Sobre sus cimientos se edificó posteriormente un nuevo templo al que se dotó de los restos del santo de turno. Había que darle relevancia. Y no sería uno, sino dos santos: desde Ávila se trasladó parte de San Vicente y de Sevilla se llevaron las reliquias de San Isidoro.

No conozco el aspecto de lo que se guarda de los santos en San Isidoro. Pero lo más llamativo de esta iglesia no está en su interior, sino bajo éste. La cripta se utilizó como Panteón de Reyes y sus bóvedas fueron cubiertas a comienzos del siglo XII por magníficos frescos. Se la ha llamado la Capilla Sixtina del arte románico aunque, haciendo patria, ¿no sería mejor llamar a los techos que pintó Miguel Ángel el San Isidoro del Cinquecento?

Es sorprendente su estado de conservación y la viveza de su colorido, casi intacto en las seis bóvedas y alguna de las paredes. Cuando hace casi veinte años -de tantas cosas hace ya veinte años- los conocí proyectados por un haz de luz sobre una pared, debí imaginar que aquello estaría restaurado, repintado incluso con un pincelito mojado de ocre, rojo, amarillo, azul y gris. Cierto era que habían sido limpiados hacía poco tiempo, pero nunca habían sido restaurados. Y siguen sin tocarse, aunque a muchos les gustaría meterles mano. Sorprende también que no sufrieran grandes daños durante la ocupación francesa. Las tropas de Napoleón utilizaron la cripta como almacén y ataban los caballos a los fustes de sus columnas, coronadas por capiteles increibles.

Cuando se accede a este "sótano" a uno le entran ganas de tumbarse sobre una de las tumbas -de ahí le supongo el nombre al verbo- para obtener el mejor punto de vista. Todas menos la de doña Urraca. No sé... pero es que con ese nombre...

El Pantocrátor no resulta tan severo como el de San Clemente de Tahull, aunque vienen a ser dos composiciones casi idénticas. La Anunciación a los pastores es mi escena preferida. ¡Menudo susto debieron de pegarse! Y ante la visión del calendario representado en uno de sus arcos a veces me gustaría poder hacer lo que dicta, por ejemplo en diciembre.

De pie o tumbado, da lo mismo, podría haber estado horas admirando estos frescos. Pero la visita marca sus tiempos, más breves que los del calendario románico.

domingo, 26 de julio de 2009

Traerse, dejarse León

Siempre dejamos algo de nosotros en los lugares donde hemos vivido buenos momentos. No me refiero a las cosas que se nos olvidan en los hoteles, donde lo mejor antes de marcharnos es echar un vistazo debajo de la cama, mantener las puertas de los armarios abiertas y haber evitado meter nada en los cajones, donde es matemático que nunca miremos para rescatar lo guardado. En realidad lo que nos dejamos tiene que ver con nuestros adentros, con todo lo que nos despiertan la novedad, o la belleza, o tal vez la sorpresa.

Pueden ser las miradas de quienes están allí a nuestro lado. Quienes caminan con nosotros. Compartimos sensaciones, impresiones, emociones, algún que otro sobresalto. Todos ellos se reflejan en la mirada, se transmiten con los ojos. Acabamos quedándonos con las percepciones pero no con las miradas, que permanecerán allí para siempre.

Pero hay también un intercambio. Nos llevamos algo dentro. Quizás lo que nos traemos llena el hueco de lo que allí dejamos.

De León me he traído multitud de paseos. Por el centro, a lo largo del río, en sus plazas, bajo el sol y bajo la lluvia. A cambio me dejo allí esas miradas de las que hablaba y, aunque quede poco humilde, alguna huella sobre sus losas de piedra.

Desayunos abriendo un hueco en la mesa para el Diario de León, entre la taza de café, el zumo y la tostada. Abriendo un espacio a los hechos. También la visión de peregrinos ocupados en andar el camino. Sus miradas y las mías siguen allí, fijadas en algún punto.

En los oídos el eco de voces de un concierto de música barroca en la catedral. Mezcladas las notas con la luz filtrada a través de sus vidrios coloristas. Uno quisiera traerse todo aquel sonido, pero permanece entre los muros, recreado en su brillo único. No queda más remedio que dejárselo también.

El ánimo alegrado por alguna bebida en el Húmedo. Y alguna tapa, cómo no. En los bares, otra clase de peregrinos en rutas nocturnas.

Redescubro una ruta más, la de la Seda, en el MUSAC. Allí es posible conectar ciudades de la antigua ruta y encontrar los elementos que las convierten en una sola. Me dejo una sombra proyectada sobre un gigantesco mapa físico de Asia. Marco Polo hubiera querido ver el Mundo así.

El día que vuelva quizás busque algo de lo que me dejé y trate de llevarme algo parecido a lo que me traje.

viernes, 17 de julio de 2009

Día cero

Esperaba al pie del portal,
empeñado en ver la luz.
Sólo un resquicio para prenderla
tras mi ruta en negativo.
Acariciaba las puertas del cero,
ese día en que el mundo nace,
umbral del todo positivo.
La paciencia me había pesado,
lastre de obstinados y dolientes,
fardo sin contrapeso
siempre vencido a la espera.
Tendría de mi entrega el pago,
de la ilusión el reintegro
y del aliento un refuerzo.
Estaba por llegar y lo vi venir,
mas no me preparé.
El tiempo se había disuelto
y un invisible alud de copos sutiles
limpió la medida de las cosas,
borró la senda marcada.
Cegó el atisbo ansiado.

Nada quedó.

Había perdido la ocasión.
Llovió con telón de plomo:
pesadas gotas, punzones del suelo.
Munición en ráfaga salvaje
espoleando pueblos en mí,
dejando recias pilas de casquillos.
Pólvora mojada entre papeles calados.
Los busqué en el agua
sin texto sumergidos
para izarlos, enjugarlos.
Recorté sin medios.
Dedos sin uñas: las perdí en la lucha.
De papel mariposas,
las de mi ánimo sin vuelo.
El valor de lo amargo tiende a infinito,
se me tragó la noche.

lunes, 13 de julio de 2009

Día uno

Abanicando mariposas de papel,
así nos mezclamos en el día uno.
Cada cual las suyas,
en el aire las de los dos.
Yo alentaba las de mi ánimo
caído tras el diluvio del día cero,
sentado al raso sin cielo,
anclado al barro agrietado.
Tú aventabas alas rotas,
reunías pedazos de viento,
minúsculas corrientes,
las de tus jirones.
Nuestros vuelos no se tocaron.
Suspendidos. No pudieron.
Aleteos en trino,
juegos en el vacío.
Planear acaso fuera de ayuda.
Detener el soplido,
abandonarse al sereno.
Dejados de nosotros.
Al sabernos en el aire
atrapamos cada pizca.
Pavesas de un fuego extinto
por la brisa mecidas.
Con las tuyas en mi mano
vi las mías contigo.
Eran para ti en mi quietud.
Me las diste en tu sosiego.

miércoles, 8 de julio de 2009

Salir corriendo

¡Vaya! Rojiblanco y no es del Atleti. ¡Ya está: pamplonica! ¡Si hasta lleva el periódico! Pero el encierro pasó hace unas horas... a unos cuantos cientos de kilómetros de aquí. No puedo evitar que algo no me cuadre.

Por todas partes existen casas regionales, sucursales patria chica de quienes viven lejos de su añorado lugar de nacimiento. Ignoro si en mi ciudad existe una casa de Navarra. Tal vez ese tío de blanco impoluto marcado de rojo haya salido de un lugar así. O quizás no.

Hay cosas que me inquietan. También en otros momentos del año. Cuando veo por estos lares a algunas mujeres ataviadas de rocieras acompañadas de hombres vestidos de corto, mi mente salta directamente hacia el sur. Pero yo sigo aquí, pisando la Meseta.

Y llevando el asunto mucho más lejos, las calabazas huecas de Halloween me desubican lo suficiente como para emborronar por momentos lo más valioso del día de Todos los Santos. No acabo de verme diciendo Trick or treat ante la lápida sobre la que acabo de dejar unas flores.

Vuelvo al presente y lo de hoy me hace pensar que a alguien vestido de sanferminero no le queda otro remedio que echarse a correr. La actitud necesariamente va con la ropa. Quizás estos días, si uno se propone salir por patas -da igual de lo que se quiera huir-, deba vestirse de blanco y ponerse fajín y pañoleta blancos. Muchos toros sin pinta de toro también cornean.

A veces hay que alejarse de ciertas cosas a todo meter.

martes, 7 de julio de 2009

Tirar el cigarro II

Todavía no he visto a nadie deshacerse de dos cigarrillos a la vez. Supongo que nadie los fuma de dos en dos. Pero sí los he visto rodar al unísono, en pirueta casi coreografiada por Pina Bausch. Quizás haya quienes conecten entre sí a la hora de ver la necesidad de soltar sus respectivos y los hagan volar y rodar después, todo ello al mismo tiempo.

Hay quien espera el autobús mientras tira del aire a través de una chimenea envuelta de papel. Inhalaciones a contrarreloj cuando vislumbra su llegada. Una silueta motorizada se hace grande a medida que avanza. Los dedos se ocupan en la búsqueda de un billete, unas monedas o un bono de transporte. Se libran de la pequeña hoguera, soltándola viva todavía. Reavivada en su descenso, choca dejándose unas cuantas chispas en el suelo. Morirá junto a otras tantas abandonadas en la urgencia.

Los cigarrillos nos observan. De noche, cuando el fuego consume el aire y también la oscuridad, es fácil descubrir sus miradas. Algo las enciende desde dentro. Las enrojece de aliento. Después las abandona y se ahogan con ascuas en las pupilas. En su vida de ansiedad e incendio acabarán mirando hacia abajo. Volarán en barrena arrastrando una cola de humo.

Alguna vez me ha parecido ver en el aire el dibujo de un lazo encendido, la incandescencia trazando las letras de un adiós. Quizás algo más sencillo aún, la palabra "fin" por ejemplo.