martes, 27 de diciembre de 2011

Al rico mazapán

El otro día quise lanzarle un guante a mi propia maña artesana. Todo es ponerse, dicen, aunque a veces no parece fácil arrojarse a determinadas obras y ejecutarlas como se espera. Ya había entrado en el territorio de la repostería, en pruebas como tartas, bizcochos, algún tiramisú, y el producto solía resultar bastante comestible, sí, aunque siempre adolecía del toque maestro. La maestría, ay, algo casi imposible de alcanzar.

Este año, para variar, quería intentar hacer algo más sagrado, un dulce de los de toda la vida que no mucha gente se atreve a elaborar en casa. Cuántas veces habré pasado por las confiterías de la Plaza de Zocodóver de Toledo, con sus exquisitas anguilas y sus espectaculares arquitecturas de auténtico mazapán, o frente a pastelerías míticas de Madrid, como La Mallorquina o Casa Mira, y observado, ¡mmm!, con dientes largos y salivación abundante, los mazapanes de sus escaparates. Seguramente, en aquellos instantes mi cerebro, favoreciendo mis pulsiones más trogloditas, inhibía cualquier cuestión práctica relativa al proceso y rito necesarios hasta llegar a adornar sus vitrinas con todas esas maravillas. Eran preciosas y tenían que estar riquísimas. Sí o sí.

Terminada la operación, no sé si el resultado de la suma de los factores es el exacto. Podría decir que tienen pinta de figuritas. Tal vez les falte algo más de azúcar, o les sobre un poco de almendra, o quizás la forma no esté muy lograda y la textura no sea la más habitual o acostumbrada. Puede. Pero están buenas, eso sí. Y dulces.

domingo, 25 de diciembre de 2011

¡Feliz Navidad!

Espero que paséis unos días muy felices y que 2012 sea mejor, ¡siempre mejor!
Besos y abrazos para todos.

P.D: Aquí os dejo una frase que viene 'a cuento':

¡Feliz, feliz Navidad, la que hace que nos acordemos de las ilusiones de nuestra infancia, le recuerda al abuelo las alegrías de su juventud, y transporta al viajero a su chimenea y a su dulce hogar!
Charles Dickens

lunes, 19 de diciembre de 2011

Cuento de Navidad

Una Navidad en las islas                                                                                                   

viernes, 9 de diciembre de 2011

Murakami blues

Un aeropuerto. Watanabe escucha Norwegian Wood de los Beatles. Una sola canción, tan sencillo y complejo a la vez, encenderá la mecha que hará detonar una bomba de recuerdos y nos adentrará en un relato cargado de anécdota e introspección. 

Tokio blues, aparte de magnífica literatura, es una colección de personajes vivos y completos. Todos ellos se cuentan a sí mismos y ayudan a los demás a explicarse dentro de esta suerte de mapa de Tokio, de los lugares donde la vida tiene lugar. La novela es una combinación de juventud, muerte, filosofía y mundanidad en un cóctel rebosante de positividad.

Es alentador el empeño de Haruki Murakami por mostrar la supervivencia de la inocencia en un mundo voraz. Logra convertir esta obra, camino de búsqueda hacia lo que uno quiere o cree que quiere, en una delicia de ingenuidad y de humor -en los encuentros con Midori alcanza ese divertidísimo contrapunto de hilaridad-. Junto a Watanabe asistiremos a un puñado de citas entre almas desnudas que hacen el amor, que disfrutan de sus pieles y se mueven en un contexto de extraña intemporalidad cuajada de referencias concretas, de música, de libros, descripciones clásicas y poéticas.

Sé que no soy nuevo encontrando un tesoro en este libro. Agradezco su recomendación a Gustavo D'Orazio, quien me brindó con él la puerta grande de entrada al mundo de Murakami, que a partir de ahora seguiré descubriendo con avidez. Y compartiéndolo, espero.

sábado, 3 de diciembre de 2011

El club de los bonsáis muertos

Duele. Sobre todo por el arbolito, pero también por el regalo que en su momento fue. El valor sentimental de las cosas es a veces inconmensurable, y no digamos ya el de los seres. A diferencia de mi pobre tejo, el ficus no era uno de los bultos que mudé de una casa a otra. El tejo finalmente no llegó a adaptarse a su nuevo hogar. Declarado en huelga de estímulos, terminó aliado con el despiadado calor estival, que le ayudó a morir dignamente.

Del ficus dicen que supera todos los apuros y, sin embargo, hoy certifico su defunción. Aunque superó varias crisis y recuperó buena parte de las hojas que dejó caer, un día acabó tirándolas todas. He esperado su resurrección regándolo como a las naturalezas caducas durante el invierno. Pero hoy, con todo el dolor de mi cepellón, no tengo más remedio que declararlo cadáver. Lo que es de la tierra pasará a la tierra. Y aquí, sobre ella, permanecerá su tiesto rectangular de barro esmaltado, apilado sobre el de su predecesor, arrinconado hasta que las raíces de otro arbolito lo habiten. Ojalá.

Allá, en el lugar al que van a parar todos los árboles muertos, los bonsáis son niños mimados y reciben los cuidados y la comprensión que sus propietarios no fuimos capaces de prestarles por estos lares. Algún día aprenderé a criar un bonsái como se debe hacer. Espero que sea entonces cuando sus congéneres del club de los difuntos vuelvan a congraciarse conmigo y con mis mejores intenciones.

sábado, 26 de noviembre de 2011

Melancolía

Lars von Trier está en este planeta para provocar, hacernos pensar, remover cosas en nuestro interior, llevarnos al límite. El planeta Melancolía y su danza de la muerte tal vez se acercan hasta aquí con la intención de terminar con lo que sobra en este mundo... ¿Puede que todo?

Obertura deslumbrante, atribuible en su estética a un Da Vinci cruzado con prerrafaelitas e imágenes de LaChapelle. Se anuncian aquí los efectos especiales que llevarán a Melancolía al extremo opuesto a Dogma, movimiento al que Von Trier estuvo ligado hace años. La música de Wagner (Tristán e Isolda), reiterada y acertada, da a la película un buen toque desasosegante.

Un primer acto donde una chica depresiva, Justine (Kirsten Dunst), hundida en la más honda languidez, celebra su boda en un entorno cargado de intereses y desencanto. En esta noche mágicamente fotografiada conocemos a una serie de personajes superpuestos, como ese planeta advenedizo que oculta una estrella frecuente cada día en el firmamento.

Y un segundo acto en el que la luz, al fin, envuelve un entorno casi sagrado. Charlotte Gainsbourg está perfecta como Claire, la hermana de Justine. La misma villa palaciega en la que se ha celebrado la boda sirve ahora como lugar de aislamiento y terapia para Justine, aunque también será para Claire un alejamiento sordo ante la conmoción que vendrá de la mano del planeta Melancolía.

Aunque el guión de la película es algo flojo, su desarrollo resulta interesante. Encontraremos belleza y poesía, no solo en el nombre del planeta, sino también en muchos de sus planos. Von Trier acabará llevándonos hacia un final perturbador y lírico como pocos, consiguiendo que la quietud del apocalipsis nos sobrecoja.

jueves, 24 de noviembre de 2011

Los mecanógrafos

Como decía, algunos se resisten a cambiar las viejas y ruidosas máquinas de escribir por dispositivos con los que uno puede escribir silenciosamente y, a la vez, corregir cuantas veces quiera sin necesidad de emplear un solo folio durante el proceso. Supongo que quienes siguen aferrados a esas máquinas están apegados a sus mecanismos de antiguo artilugio y a la estética de las páginas mecanografiadas con tipos arcaicos, cuyas letras quedan impresas con trazas variables, dependiendo de la fuerza con que se hayan pulsado las teclas y de la cantidad de tinta que contenga la cinta.

Es curioso, pero ayer mi tren se transformó en una antigua redacción de periódico, de aquellas repletas de máquinas de escribir aporreadas sin descanso. Por momentos, creí que me había equivocado de vagón, o de puerta o, qué digo yo, incluso de realidad.

Mi escenario acostumbrado cambió completamente cuando entraron dos chavales. Iban presumiblemente juntos, pues se sentaron uno al lado del otro. Llegaban abducidos por sus teléfonos móviles del tipo Blackberry, la mirada fija en sus pantallitas, guiados hasta sus asientos por piernas dirigidas no sé bien por qué mágicos poderes. Escribían como posesos, cada uno a lo suyo, como si de la velocidad del ejercicio mecanográfico dependiera todo su próximo mes de conexión a internet, o semejante celeridad fuera imprescindible para mantener llena la batería de aquellos chismes.

Pero lo más llamativo era que sus teclados de última generación estaban configurados para emitir un ruido similar al de las máquinas de escribir. ¡Tac-tac-tac tac.tac.tac tac-tac...! Ellos se mantenían ajenos al escándalo que armaban, y yo, que valoro enormemente las propiedades silenciosas de la tecnología, me preguntaba en qué categoría debía situar a aquella pareja. ¿La de los nostálgicos, cosa extraña a su edad? ¿La de los amantes de lo retro que se pirran por todo lo pasado muchos años antes de haber nacido? ¿Seres con fobia al silencio -muy abundantes, por cierto, con sus móviles libres de auriculares siempre reproduciendo algo-? ¿Actores en mitad de una performance que pretende epatar, desconcertar, o algo similar? ¿Tocapelotas con ganas de sacar de quicio al que se pone por delante?

En fin. Tal vez sigamos divagando. O no.

martes, 8 de noviembre de 2011

Escribir en paz

Es una plácida maravilla disfrutar del silencio mientras se teclea en cualquiera de los aparatos que hoy sirven para escribir. Sus teclados tienen un tacto delicado y las teclas son piezas suaves cuyo recorrido corto no obliga a dejarse toda la energía en el intento de pulsarlas. Eso por no hablar de las pantallas táctiles, que solo requieren de una leve caricia dactilar. Pura magia.

Atrás quedaron las Lexicon 80, aquellas máquinas de Olivetti con las que muchos aprendimos a escribir, metálicas y macizas, pintadas de verde, azul o gris, cuyo carro golpeaba con estruendo cada vez que se accionaba la palanca para hacerlo retornar al comienzo de línea. Recuerdo las pruebas en la academia de mecanografía: cuando la profesora daba luz verde, se desataba la estampida y medio centenar de artefactos del demonio anunciaban el gran cataclismo. ¡Ah!, y aquellas tapas que debías retirar cada vez que las patillas de las letras se enredaban entre sí... ¡menudo leñazo pegaban al encajarlas de nuevo!

¡Recuerdos atronadores, sí! No tardó en llegar a casa también una Olivetti, la Lettera 42. Era portátil y se convertía en una cómoda maleta al cubrirla con su tapa con asa. Sin duda, más ligera y algo menos ruidosa que las Lexicon, aunque sólo un poco menos. Mi hermana y yo le dimos una buena paliza entre prácticas y trabajos para el colegio, instituto y universidad. No puedo olvidar a mis sufridos vecinos, quienes aguantaron estoicamente cada ataque de la guerrilla, más de uno a horas intempestivas. No me habría extrañado que alguno, harto de tanto cisco, hubiera blasfemado contra todo el alfabeto, la tinta de calamar, el pergamino y los monjes copistas de Yuso, aparte de Gutenberg y toda su sangre.

Hoy he leído que cuando se creó la primera máquina de escribir silenciosa, ésta fue todo un fracaso comercial. Parece que casi nadie quiso renunciar al cliqueteo clásico al estampar los tipos contra el rodillo convencional. Pero con el tiempo todo cambia. Aunque algunos escritores no se acostumbren a las nuevas tecnologías, o se resistan a hacerlo -a Javier Marías se lo disculpo todo-, es fantástico poder armar una buena algarabía de páginas y más páginas sin hacer apenas ruido.

martes, 1 de noviembre de 2011

Zombies ibéricos

Ayer por la tarde, cuando muchos de los espectros, almas en pena, visiones y demás espantos propios de la señalada fecha empezaban a salir de sus agujeros con la intención de vagar por las calles y celebrar la fiesta importada, tuve ante mí una fantástica versión de muerto viviente.

Oh, sí, otro año más era Halloween. Entre brujas con escoba recién comprada, vampiros de colmillos gomosos e innumerables subespecies de engendros inetiquetables, surgió de la nada un zombie bastante clásico. Bueno, miento, la verdad es que cruzó las puertas automáticas del centro comercial que ya me disponía a abandonar. Iba ataviado con mugrientas ropas rasgadas, pintado con la cantidad justa de maquillaje para que ni su madre lo reconociera y adoptando los andares propios del ser que acaba de zafarse por unas horas de su proceso de descomposición bajo tierra. Y ante eso, ¿qué hace uno? Pues pasar revista al interfecto, aprobar el logrado look y... ¡llevarse una grata sorpresa!

Sobre el hombro, como el que va armado con un fusil, el zombie portaba una pata de jamón. Era lo más parecido a un miembro del ejército de las tinieblas ibéricas, con su arma de hueso roído bien sujeta por la pezuña. Lamento no haber llevado una cámara de fotos para tener algo con que ilustrar esta entrada serrana. ¿Quién sabe?, quizás el resucitado llegue a leer esto y tenga el detalle de enviarme una imagen que, desde luego, sería impagable. Como impagable será para la madre del soldado de la orden bellotera que le devuelva los restos porcinos, seguramente bien apreciados en la preparación de un próximo cocido.

domingo, 30 de octubre de 2011

4 gramos

¿Cuánto pesa la salud? Hace años, uno de los temas más frecuentados a raíz del estreno de una película, bastante cruda por cierto, tenía que ver con el peso estimado del alma. 21 gramos, ni uno más. Ese parecía ser el peso que los seres humanos perdemos al morir y, por tanto, el de la sustancia que, vaya usté a saber de qué modo y manera, abandona nuestro cuerpo. Teorías más o menos contrastadas aparte, es posible que la diferencia entre un estado y el anterior sí llegue a notarse en una balanza.

La salud de cualquiera de nosotros tal vez pueda medirse en kilos, unos cuantos en el caso de ser ésta indestructible. La salud es algo que se tiene o no se tiene, así que, dando por hecho que no es del todo inherente a las personas ¿quién sabe?, tal vez pueda tasarse. Quizás sea posible establecer esa cantidad restándole a un cuerpo sano el peso del mismo cuerpo enfermo. O, al contrario, acaso haya que sumarle a una alicaída tara inicial la necesaria para conseguir que recobre la energía perdida.

La semana pasada estuve pachucho y tomé unas cuantas pastillas para tratar de reponerme. Puede que sean conjeturas propias del efecto de las drogas, pero llegué a plantearme que el peso de mi salud posiblemente fuera el de las sustancias que me administraba. Paracetamol, 4 gramos diarios, ya se sabe, el máximo, mejor no pasarse. Gracias a la automedicación conseguí recuperarme -no la recomiendo, pero un inicio de gripe me atrevo a tratarlo por mi cuenta- y así puedo volver a especular, hoy con más discernimiento, sobre todo este asunto.

Conclusión, 4 gramos a los que sumaré el peso de unos litros de zumo de naranja natural, unas cucharadas de miel, leche, sopitas calientes y, cómo no, el de la ropa de cama, que en otoño ya va haciendo falta.

lunes, 17 de octubre de 2011

Las galletas de Ben

Acabo de pasearme por el centro de Oxford. Google Maps, con todo el mundo plegado en su impresionante colección de planos y herramientas visuales, me ha prestado un vuelo instantáneo y los zapatos con que patear por uno de los cascos históricos más hermosos que conozco.

Hacía ya tiempo que no volvía por allí y la sensación ha sido especial. Las mismas piedras, el mismo césped, alguna línea nueva en la calzada y algunos rótulos diferentes sobre ciertas fachadas. Pero el mismo cielo. High Street, el Asmolean Museum, St Mary's Church, el Balliol College, Carfax Tower y, por su puesto, pegado a Turl Street, el Covered Market:  más de doscientos años abierto desde que alguien decidiera reunir muchos puestos callejeros en un recinto cerrado, a salvo de la suciedad y el desorden.

Cuando algo nos gusta solemos hablar de ello y recomendarlo entre amigos y conocidos. Pues bien, no es ningún secreto que en ese mercado se venden unas galletas excepcionales. Las elaboran al estilo americano y las dispensan recién hechas, todavía calientes. Si algún día tuviera que hacer promoción de algo, creo que sería de las Ben's Cookies. De hecho -saliendo del subjuntivo- ya he sido su apóstol decenas de ocasiones desde que las probé por primera vez hace once años.

A menudo, aprovechando un receso en el trabajo, mis compañeros y yo salíamos a comprarlas. Nos las comíamos despacio, oh sí, alargándolas, como cuando uno quiere que algo nunca se acabe y mientras lo está disfrutando está sufriendo lo indecible porque sabe que va a terminarse.

Oxford ya no es el único lugar del mundo en el que pueden encontrarse estas delicias. La empresa ha ido abriendo tiendas en muchos otros lugares de Inglaterra, Arabia Saudí, Dubai e, incluso, Corea del Sur. En fin, debo de parecer tonto al sentirme parcialmente dueño de un goce gastronómico que ya casi se ha globalizado.

Ahora, mientras he caminado por el viejo Oxon me ha saltado a la mente multitud de imágenes y el estómago se me ha llenado de esa especie de rara inquietud que acaba agarrada a la garganta como las grandes emociones, mezclada inevitablemente con el olor de las galletas de Ben.

lunes, 10 de octubre de 2011

El árbol del tedio

Acudo a ver El árbol de la vida sin saber nada sobre ella. Suelo informarme sobre lo que voy a ver, pero en esta ocasión la belleza de su tráiler me anima a comprar una entrada sin buscar referencias. Somos pocos, será porque es la primera sesión de la tarde, temprano aún. La película comienza y, a duras penas, voy ajustando mis códigos de espectador medio a un nivel de discernimiento mucho más exigente. Apenas digerido mi almuerzo, y a falta del café que las prisas me han negado, el esfuerzo que debo hacer para no dormirme empieza a ser titánico.

La lista de cuestiones que me asalta entre cada bostezo y un nuevo movimiento de reacomodo en la butaca parece no tener fin. La naturaleza y su maravilloso espectáculo. La vida. El universo y la evolución de las especies. El bullir continuo, la renovación de cada partícula, la materia en todas sus dimensiones. La relación del Hombre con los elementos y su interacción con lo intangible. El dolor de la pérdida y la relación de dios con ese dolor y esa pérdida. Partiendo de la existencia de dios, no discutida aquí, ¿debo pedirle cuentas sobre lo que ocurre en el mundo? ¿Debe sufrir el inocente? ¿Busco lo eterno en vez de las recompensas efímeras de la vida? ¿Cómo educo a mis hijos?...  Alargaría esta retahíla hasta el aburrimiento.

Un apabullante discurso visual y sonoro se despliega ante mis ojos. Me esfuerzo por traducirlo en clave poética y filosófica. Hacia la mitad del metraje llego a la conclusión de que solo sobreviviré a la hora y pico restante si me pongo algo pedante y trascendental. Y lo consigo, más o menos, aunque en mi cabeza se van entrecruzando algunos hallazgos al respecto con ciertas conclusiones demoledoramente prácticas: Todavía estoy a tiempo de salir a la sala contigua a ver "Larry Crowne"; me da igual que ya esté empezada. Pero decido dar tiempo a que la semilla depositada en mi interior por el arduo planteamiento de la obra germine. O al menos lo intente.

Dentro de su guión discontinuo y de su impresionismo-deconstructivismo, me admira cómo el director aborda la rebeldía de un hijo frente a su padre autoritario. Esta resulta ser la parte más interesante de la película:  la educación basada en la obediencia y en lecciones de vida resumidas en mandatos -haz, no hagas, di, no digas- y el individuo que se rebela cuando consigue ver más allá de lo impuesto. Pero, a pesar de este rayo de luz, sigo tratando de construir el argumento por mi cuenta. ¿Cómo ha muerto un personaje al inicio de la película? ¿A cuál de los hijos del personaje de Brad Pitt encarna Sean Penn en el presente? ¿Por qué Jessica Chastain, la prodigiosa actriz que encarna a la esposa de Pitt, no tiene más texto aparte de sus preguntas existenciales en off?

Yo qué sé... No sé si todo esto es poesía, filosofía, un documento de vanguardia, cine de culto para cultos, un arriesgado y crítico panfleto teológico, cinearte, videocreación musical, una obra maestra o una pretenciosa tomadura de pelo.

Por cierto, valoro tremendamente la osadía de Terrence Malick al introducir un elemento de distorsión en una película que hunde algunas de sus raíces en la Biblia: muchos lo flipamos durante la proyección  -acojonante, esto es acojonante, repite con susurros una chica sentada detrás de mí-  cuando aparecen dinosaurios en un par de secuencias. En fin, por mis narices, la sala ya vacía, me quedo hasta ver pasar la última línea de los créditos finales, no vaya a echarse a perder la semilla sembrada en mí. Y que lo que tenga que florecer, florezca.

miércoles, 5 de octubre de 2011

Salomé

Acabo de ver una grabación de Salomé, la ópera de Richard Strauss basada en la obra de Oscar Wilde, en la producción de David McVicar bajo la dirección de Philippe Jordan para la Royal Opera House. A mi entender, magnética.

No conocía a Nadja Michael, la soprano alemana que da vida a esta mujer consumida por el deseo carnal que acaba totalmente enloquecida. Aquí te deja sin aliento. Posee una presencia tremenda, le sobra expresión dramática y aguanta el tipo en una pieza tan exigente. Recomiendo ver la Danza de los Siete Velos de este mismo montaje y, por supuesto, la parte final, de la que añado aquí los vídeos. Tiene una voz estupenda que se mantiene a tono frente a la fantástica labor de la orquesta. He leído que parece tener dificultades para llegar a las notas altas con limpieza y que acusa un vibrato que hace difícil su escucha. A mí no me lo parece. Es más, quizás eso añada una verosimilitud forzada en otros casos, con otras cantantes en este mismo papel.



Al mismísimo Strauss, que dirigió personalmente su obra en diversos lugares del mundo, esta interpretación le habría parecido excepcional.



¿Qué más puede decirse?

domingo, 2 de octubre de 2011

Blogs paralelos

Ayer escribí material para otro blog. Muchos días escribo solo para ese blog. Le dedico unos pocos minutos y ahí lo dejo. Durmiendo. Tal vez nunca llegue a sacar de la oscuridad esos párrafos ni los deje siquiera escapar de entre las cosas descartadas, desechadas, abandonadas.

En este blog visible que a ratos sí publico hay al menos dos blogs más. Uno es ese que permanecerá como borrador, un simple apunte oculto, suerte de reservado de puerta recóndita en algún pasillo de este local abierto. Guarda frases que no entrarán, posts que no llegarán a la bandeja de salida y que tendrían otra vida con solo hacer clic sobre el botón virtual de publicación. Pero supongo que está bien arrepentirse un poco, guardarse algo y dejarse un pequeño gajo en el limbo privado del que puede que jamás rescatemos nada.

Y otro blog es el que voy redactando entre líneas dentro de estas mismas afueras. Sus entradas no se corresponden necesariamente con estas que titulo de forma caprichosa, separándolas de las demás mediante fechas. En él hablo de un modo más íntimo, pongo sobre las palabras acentos personales, le doy a cada frase el aire necesario y le presto mis pulmones.

Quienes pasan por aquí pueden empezar leyendo lo primero que encuentren y, lo mismo da, seguir en la dirección que se les antoje. También están invitados a pasearse por el blog de lo sugerido, el de los espacios en blanco, el de las cosas que se soplan. Mientras tecleo imagino ese interlineado y sigo sin ser capaz de concretar lo que dejo escapar entre caracteres.

Y en lo que me reservo, a las puertas del blog de lo relegado, tapado pero tangible, acabo pensando que quizás mañana vuelva a escribir algo que nunca sacaré a la luz.

lunes, 19 de septiembre de 2011

El tenedor de los mayores

Ayer, junto a alguna cosa más, devolví a mi madre este tenedor que un día tomé prestado de su cajón de los cubiertos -los hijos, en vez de pedirles a los padres que nos presten, solemos tomar prestado, obviando protocolos que en casa parecen sobrar-. Es un tenedor de uso diario, supongo que de acero inoxidable, marcado levemente por la rutina, los choques en el fregadero, la fricción con otros cacharros y, más recientemente, la paliza del agua a presión dentro de un lavavajillas. A todo eso le sumaremos el desgaste de cuarenta años de servicio y millones de topetazos contra lozas y vidrios. Sus púas izquierdas se han dejado en los platos unas décimas de milímetro gracias al hábito de manos derechas.

Pertenece a una cubertería completada por otras piezas de menor tamaño que los niños solíamos usar. El de la foto, ya devuelto a su medio, forma parte del conjunto utilizado por los adultos. De pequeño, aunque nunca lo expresé, deseaba llegar algún día a comer con aquellos tenedores y cucharas más grandes y pesados, atributos de las personas hechas y derechas. Cuando ayudaba a mi madre a poner la mesa, me tentaba la idea de olvidar las separatas y unirme al círculo de los más crecidos mediante el simple acto de soltar uno de aquellos cubiertos sobre mi servilleta.

Todo en la vida requiere de un tiempo y un tempo. Ya no recuerdo el día en que alguien, tal vez yo mismo, dejó uno de esos tenedores junto a mi plato en la posición de 'listo para la ofensiva'. Quizás, escritos en alguno de esos protocolos que uno se salta estando en familia, aparecen una edad concreta, un matiz exacto en la gravedad de la voz, una estatura precisa o un número determinado de granos deformándole a uno la cara. El caso es que, ni hecho ni derecho, un día cualquiera este sujeto empezó a usar los utensilios de sus mayores. Tampoco recuerdo cómo se sintió.

domingo, 11 de septiembre de 2011

Gente

Mi ascensor se cruza en su descenso con otro que sube tirado por el cable del que pende, gemelo del mío, cargado de gente. Dos motores sueltan o recogen cable gobernados por la orden dactilar de quienes deciden bajar o ascender.

Por la calle me cruzo con gente que mira al frente, hacia los lados, a sus perros, a otros, a mí. Con otros tantos camino en paralelo. Me pregunto qué piensan, si mientras hablan por su móvil tienen en la mente algún asunto más, si mientras callan su cabeza le da vueltas a algo, si la misma canción que no quiere abandonar la mía estará dentro de la suya, clavada justo en la misma estrofa, en la misma sílaba.


En el supermercado hay rostros habituales. Pocos entre decenas que no conozco. Gente perdida porque sí, entre mercancía, objetos embalados, empaquetados, plastificados, coloridos. Recorre los pasillos imbuida de su búsqueda, dejando caer miles de estímulos en el pozo de sus pupilas. Es gente automática. De cada producto toma dos unidades, dejando el carro de lado a su derecha, a medio llenar. También es irascible. Te he dicho que me dejes comprar tranquila. No, si al final me vas a hacer hablarte mal. Anda, venga, ve a ponerte a la cola... Y caprichosa, voluble, codiciosa, sometida a una ley universal: acabará pasando por caja.

En un bar la gente habla a voz en grito, publicando sus intimidades, problemas, sandeces, mezquindades. Pero hay además gente callada. Ven la tele y leen los rótulos en la pantalla, o los labios de la presentadora, o leen su propio pensamiento mientras miran la emisión, ese lugar poderoso que les hace fácil abstraerse de las conversaciones ajenas a las que los otros se empeñan en invitarles. Gente discreta.

Más calle. Más gente.

Llego a casa. Sentado junto a la mesa de la cocina centro la vista sobre el brillo de la luz solar en la pared de cerámica. Más allá de los tabiques, de las ventanas, de las escaleras, de los patios, muchos otros miran, escuchan, imaginan, prejuzgan, se ceban en malas ideas mientras aniquilan las buenas, rompen el silencio a golpes, con llantos, gemidos, suspiros, palabras de cariño, de amor, de conciliación, juegan con otros, a ser otros, comen sin hambre, por gula y placer, pierden el tiempo, quieren recuperarlo sin éxito, esperan, desesperan, faltan a sus promesas, generan conflictos, mienten con descaro, palpan a oscuras, beben sin tino, aspiran a ser queridos, se cortan al afeitarse, descuelgan el teléfono para comprobar que hay tono, un canal abierto, lo cuelgan sin más, follan sin hallar placer y se enfrentan a un pavoroso vacío, clavan las uñas en un cojín, arrancan una nota a su guitarra con la yema de los dedos, la escuchan embelesados y la dejan suspendida en el aire, alargada en el tiempo, diluida en una onda propagada hasta que el espacio y la física marcan su límite.

lunes, 5 de septiembre de 2011

Noches parisinas

Llevaba tiempo sin reencontrarme con el Woody Allen que me interesa y me atrapa. Pero todo llega y, después de dos películas fallidas, Allen vuelve a despertar a su genio con esta delicia llamada Midnight in Paris. Tan deliciosa es esta ciudad como las sorpresas que guarda para quienes buscan algo en ella.

Unos primeros compases nos introducen en la ciudad de la luz, lentamente, hasta llegar al anochecer. Entonces empieza el cuento y están por plantearse grandes cuestiones. Como en el resto de la filmografía del director, tenemos aquí un nuevo retrato del ser humano, de sus fobias y filias, sus manías, inquietudes, insatisfacciones. En París hay muchas formas de escapar de la realidad, ésa que a veces nos hace pensar que otros tiempos fueron mejores.

Los actores se adaptan bien a los clichés de Allen, con un sorprendente Owen Wilson en el papel que habría encarnado el propio director de haber sido más joven. También están magníficos Marion Cotillard, otra soñadora inconformista, o Michael Sheen, que borda a un pedante insoportable. En el guión encontramos crítica política, social y arte, mucho arte, de la mano de algunos personajes que añaden valor al París actual y también a la historia de la cultura.

Lo fundamental es contar historias, algo que Allen consigue sin recursos técnicos superfluos. Solo sencillez, calidad y una luz siempre en su sitio. Así es como se crea la magia en un paseo hechizante por las calles que logra retratar brillantemente. Y todo ello enfocado hacia una evasión que podría llevarnos a lugares inesperados.

jueves, 1 de septiembre de 2011

Un trago tostado

No, si ya me lo dice mi madre, que cuando se tiene algo en el fuego uno no puede despistarse ni un momento...

Mientras el café se hace, aprovecho para localizar unas fotos que me había prometido enviar a alguien -distintas, me temo, de otras que había quedado en mandarle- y, en lo que las descargo de la tarjeta SD al ordenador y escucho algo de Zoé, un grupo mexicano que desconocía hasta ahora, no me doy cuenta de que los minutos bullen. Y de qué manera.

Nunca se me escapa el ruido burbujeante de esa cafetera italiana de acero, siempre adelantado al olor del café espresso que sube por su chimenea interior hasta llenar su recipiente; pero hoy ese chivato final ha sido éste en vez de aquél. Me llega al olfato el fuerte matiz ennegrecido propio del café que sigue hirviendo cuando ya está listo. Vuelvo al pie del fogón eléctrico, me adentro en la nube de vapor curtido que sale despedida de un hervor inquieto, retiro la cafetera del calor y dejo que todo se disipe.

En la taza el café huele a retostado, unos puntos más allá del tueste previo a la molienda -esto me suena... cuando la tarde languidece renacen las sombras... vaya, lo siento-. Hay en este aroma algo ampuloso que no sabría cómo explicar. Detenerse a hacerlo no tiene mucho sentido, supongo. En fin, no hay nada que un poco de leche y algo de azúcar no puedan solucionar.

miércoles, 31 de agosto de 2011

Remozarse, sí

Hemos pasado por chapa y pintura. No es que este vehículo se haya dado un piñazo con su piloto al volante, todo acelerado, y haya necesitado entrar en bancada, o al taller, a reparar sus daños el uno y a lamerse las heridas el otro. No, no ha sido para tanto.

Solo ha sido un rato de 'cacharreo' entre menús y gadgets y, por lo que parece, un dedo irreprimible haciendo clics por aquí y por allá, cambiando colores, añadiendo molduras, guardabarros, llantas de aluminio, luces de xenon...

El tuning tiene su aquel y, como dicen sus adictos, mejor no empezar.

jueves, 25 de agosto de 2011

Dos lunas

La fijación ancestral de algunos por Marte sigue viva. Aparte de lo muy manido, como llamar a los extraterrestres marcianos, o la clásica amenaza de darle una patada a cualquiera y mandarlo a ese planeta, hay otras miradas puestas sobre el planeta rojo.

Una manía cada verano consiste en propagar cierta leyenda urbana, o marciana, o selenita, o todo a la vez. A finales de agosto, unos cuantos se empeñan en vivir como en una película de ciencia ficción la aproximación de Marte a la Tierra. Y, según dicen, este año, como los anteriores, el día 27 podremos ver Marte tan grande como la Luna. ¡Sí, será como si hubiera dos lunas! Tan sencillo como alzar la mirada al cielo y ver dos lunas, o similar.

Por el bien de nuestro tiempo y la salud de nuestras cervicales será mejor no hacer mucho caso, pues Marte será, como siempre, un pequeño punto de luz. Y, como siempre, será menos visible que Venus. De todas maneras, no estaría nada mal creérselo:  puestos a fliparlo, y sin tener que echar mano de Photoshop, sería una pasada tener dos satélites pendiendo de un hilo. Noches de lunas llenas, de Marte lleno, dos focos industriales sobre nuestras cabezas. Y menudos efectos colaterales:  pelo y uñas creciendo descontrolados, mareas espectaculares, lentes de telescopios tocando literalmente cráteres y mares, la Luna con su órbita alterada por la atracción de Marte... ¡Vaya pasada! ¡Juntémoslos con Júpiter y tengamos tres lunas!

Ahora que varios países se disputan las prospecciones en el planeta rojo, digo yo que podrían aprovechar para enviar sus taladros en simples aviones, de los que usamos todos, y sin facturar, como equipaje de mano. Se ahorrarían así todas las pruebas de perforación en la Antártida y podrían comenzar ya sus explotaciones mineras, trayendo el mineral a la Tierra con cintas transportadoras. Así de sencillo.

En fin:  suerte para todos esa noche, y que a nadie le pille un nublado.

sábado, 20 de agosto de 2011

La cabezada del Papa

Lo aclaman cientos de miles. La calle es crisol de culturas, paleta de colores entremezclados. ¡Oh, alegría, júbilo incontenible! Los mira sobrecogido. No termina de acostumbrarse a tanto revuelo. En el fondo, no quiere nada de todo eso y reniega del boato y de los excesos.

El dóberman de Dios ladra cuando contempla las hambrunas africanas. Se revuelve de rabia. No soporta tanto dolor, así que vende lo que posee para comprar pan. Hace bocadillos con sus propias manos, ajadas por el duro trabajo. Y pone dentro su corazón. Sigue mirando a su alrededor. ¿Para qué tantos guardaespaldas?, se pregunta. ¡No, no es necesario! ¡Marcháos, nadie atentará contra este humilde siervo de Dios!

Vuelve a pensar en los pobres africanos. Me temo que no es solo comida, pues cuando el hambre deje de matar, el SIDA seguirá haciendo esa tarea... Desde luego, los condones les vendrían bien. Eso es:  protección ante todo y autonomía para resolver si quieren tener hijos. Hay situaciones reversibles, claro, y las decisiones que son fruto de la reflexión suelen ser las acertadas. Pensar, estudiar... la formación será sin duda su herramienta más valiosa. Una buena educación criará hombres tolerantes y mujeres dueñas de sí mismas, de sus cuerpos, que decidirán al margen de otras voluntades.

El papamóvil sigue su marcha. Le gustaría bajarse. Hombres... mujeres... ellos con ellas... ellas con ellas... ellos con ellos... Son libres, afirma, dioses de sí mismos. Casados o no, unidos ante la Iglesia o no, su carne es suya, su sexo es suyo, no ven la culpa donde no la hay.

Le llevan de vuelta a Nunciatura, un lugar mucho más lujoso de lo que le habría gustado para pasar estas noches. Se despierta un momento. Necesitaba esta cabezadita, se dice, y piensa en el rato que ha pasado durmiendo. Una sensación extraña va invadiéndole... y nuevamente el sueño. Entonces su mente vuelve a llenarse de escenas. En una de ellas, tras salir por una ventana con sigilo, burla a la guardia , salta los muros del jardín y se escapa durante la noche para emprender la huida.

jueves, 18 de agosto de 2011

Hay que renovarse...

Paso la mañana en uno de esos centros comerciales en los que un amplio pasillo articula el cielo de los adictos a las compras. Ropa, zapatos, juguetes, lencería, perfumes, libros, muebles, coches... Este verano he ignorado la necesidad de renovar parte del contenido de mis cajones hasta que alguien me ha amenazado con tirar a la basura unas pocas de esas prendas a las que uno sigue dando el valor que, desgraciadamente, han perdido ya. En fin, no me ha quedado más remedio.

Primer acierto:  el aire acondicionado. El paraíso es un lugar donde nadie pasa calor. Camino por el bulevar. Tiendas a derecha e izquierda. A veces he encontrado en ellas lo que quería, así que hoy tiento a la suerte, a ver si la cosa se repite. Busco algunos de los precios que la campaña de rebajas ha pregonado desde hace mes y medio. Llego un poco tarde:  los carteles de "Nueva Temporada" llenan ya casi todas las baldas, acompañados de etiquetas con cifras también algo llenas. Pero no hay vuelta atrás. He decidido que, dada mi pereza crónica cuando se trata de salir a comprar ropa, hoy sea el día en el que me pertrecho con lo que, de tratarse de otro día, nunca compraría. Poco a poco voy cogiendo inercia. La cosa empieza a darse bien. Miro, escojo y decido rápido.


Tras varias adquisiciones en sitios distintos, advierto que los dependientes comienzan a prestarme algo de atención. Cuando entro me saludan y, sin haberles pedido nada aún, se muestran solícitos, amables, dispuestos a ayudar. Comprendo que su misión es vender y que una bolsa colgando de cada mano es, quizás, el presagio de una cartera rebosante, dispuesta a vaciarse sin remilgos  -en fin, solo yo conozco el contenido de mi bolsillo-.  A medida que se confirma el "efecto bolsas", voy comprendiendo más y mejor a Julia Roberts en Pretty Woman. Apenas algunas diferencias tontas:  esto no es Rodeo Drive, no me acompañan ni Richard Gere ni su Visa, nadie se ha lanzado a hacerme la pelota bajo petición del susodicho, y la música no es de Roy Orbison, sino una especie de tecno actual o similar.

Vuelvo a casa con el alivio de haber cumplido una misión tediosa sin haber sufrido. Dejo las bolsas en el salón, junto al sofá. Pienso en mis prendas gastadas, las que están a punto de pasar a mejor vida. Alguien ha fichado ya unas pocas candidatas. Desfilan en mi mente las imágenes de los felices momentos vividos con ellas. No merecen acabar mal. Ya veremos qué se me ocurre,... se nos ocurre.

miércoles, 10 de agosto de 2011

El gran Sampedro

Canal + ha emitido una entrevista de Iñaki Gabilondo a José Luis Sampedro. Son apenas 40 minutos de charla con alguien a quien se podría escuchar durante horas, un anciano de 94 años, rebelde, que vive amorosamente, queriendo y siendo querido.

Este economista y escritor, ahora muy presente gracias a su prólogo español para el libro ¡Indignaos! de Stéphane Hessel, sigue empeñado en agitarnos la conciencia y despertarla. Preguntado por esta crisis, la califica como barbarie, "pues barbarie es la destrucción de los valores básicos del ser humano". Del mundo actual, donde todo es mercancía y solo queda el valor del dinero, no le gusta casi nada. En él hay seres humanos, pero no hay humanidad. Por eso se queda con la naturaleza, que sigue su curso a pesar de todo lo demás. Le gusta apearse de este mundo que llaman sostenible, ver pasar el río desde la orilla, alimentado de viejos saberes y afectos. Prefiere situarse en la frontera, el mejor lugar para observar, conservar su verdad y gozar de la verdad ajena.

De la profesión de enseñante de Estructura Económica en la universidad se queda con el cariño de sus alumnos, a los que siempre ha provocado a pensar por sí mismos. Echa de menos los baños de frescura que le era posible darse, sobre todo en las universidades extranjeras  -Estados Unidos, Inglaterra-,  donde estaba permitido reunirse con pequeños grupos de estudiantes. Ahora no deja de animar a los jóvenes a ser críticos, aunque la universidad de Bolonia que están creando para todos quiera adoctrinarles para pensar en la misma dirección. Mientras las cosas vayan mal cree que deberemos capear el temporal y, mientras, educarnos para tratar de saber lo que no queremos y decir 'no' cada vez que algo no nos guste. Esa es la única forma de vivir de acuerdo con nosotros mismos, haciéndonos sobre la marcha.

Reconoce que lo único que en este mundo sigue hacia adelante es la ciencia. De hecho, vamos hacia una nueva versión de aquel despotismo ilustrado del siglo XVIII:  el despotismo tecnificado, que es básicamente lo mismo, todo para el pueblo pero sin el pueblo, aunque dentro de una sociedad de consumidores al servicio de lo que se produce. Como economista que nunca ha creído en esta estructura económica, está en contra de la privatización y a favor del poder público.

Gabilondo le pregunta sobre Octubre, octubre, su novela más compleja. Con ella Sampedro quiere decirnos que solo nos salva el amor, como ansia de vivir. Da por sentado que uno es vida, germen de vida, y que hay que vivir esta vida  -la única de la que sabemos algo-  en libertad.

viernes, 5 de agosto de 2011

Limpieza de indignados

Ya tenía ganas de postear algo sobre los INDIGNADOS. También me aplico el adjetivo, aunque no milite a favor de la causa tan combativamente como los que salen a la calle a diario. Me sumo a ellos no solo en la inflamación, en la impaciencia y en la protesta festiva, sino también en la denuncia de las prácticas del sistema financiero, el saqueo consentido por nuestros gobiernos y su mirada culpable hacia otro lado, el recorte imparable de derechos sociales y logros de los trabajadores, la legitimación del poder del capital... hay tanto que denunciar...


Desde el momento en que el Movimiento 15-M toma posiciones en la calle, su 'acantonamiento' es declarado ilegal por el gobierno. Nadie se atreve entonces a levantar la acampada, por miedo a perder los réditos electorales que la tibieza frente a los 'revoltosos' puede reportar. Todo son medias tintas y adopción interesada de lo que puede añadir bondad a la careta astuta del dirigente.

Estos días parece que a los políticos elegidos en nuestra supuesta democracia les ha dado por la limpieza. Aprovechando el agosto vacacional y la tradicional despoblación de Madrid, algunos quieren despejar ciertos espacios de la ciudad, aún más si cabe. Y como si acabara de pasar la cabalgata de Reyes, ¡a limpiar se ha dicho! Hasta han arramblado con el puesto de información que los acampados habían pactado con ellos dejar en la plaza a cambio de retirar el asentamiento. Evidentemente, tienen sus motivos para ponerse a barrer.

Salvando las distancias, que son grandes, podríamos comparar el desalojo de Sol y alrededores con el de la película más vista de la historia de Brasil, Tropa de élite. En ella se recrea una actuación llevada a cabo en Río de Janeiro por el Batallón de Operaciones Policiales Especiales en 1997. Meses antes de la visita del Papa Juan Pablo II, este grupo fue enviado a la favela junto a la que éste iba a hospedarse con el fin de sanear el área y hacer desaparecer a traficantes y delincuentes. Hubo en la brutal intervención muchos muertos y detenidos. Todo para que el Papa pudiera dormir tranquilo.

Casualmente, dentro de dos semanas tendremos al papa Benedicto XVI en Madrid. Nuestra policía tiene orden de eliminar los 'elementos de distorsión', para que nada le pueda 'chirriar' al Sumo Pontífice y la imagen dada durante su visita sea todo lo 'entregada' que se pretende. Por suerte, los métodos de limpieza aquí no tienen nada que ver con los empleados por el BOPE brasileño, pero es sorprendente que un estado aconfesional como España acoja la visita de un jefe religioso con tan extremada pompa y escrúpulo  -y desembolso económico, impensable de haberse tratado de otro asunto-.

Menos mal que hoy, en respuesta a la 'operación depuradora', un supuestamente vacío Madrid vuelve a ser un hervidero de gente y de ideas, sin tantos miramientos a la hora de expresarse, de reclamar lo que le pertenece, de hacer suya la calle otra vez. ¡Ah!, por supuesto que también en esta película, a pesar del ruido, el obispo de Roma podrá conciliar el sueño.

jueves, 28 de julio de 2011

Uno bueno

Nadie como él.
Bueno, sensible, generoso.
Un santo, vamos,
o mejor, un ángel.
(La diferencia
entre uno y el otro,
las alas.
Poco más).

Oxígeno, libertad,
valor para cada acción,
ayuda siempre.
Y calor.

Los demás,
egoístas, desconsiderados.
Era un tipo raro entre ellos.
No le importaba,
aunque pensaba:
Habrá lugares
donde encontrar
amigos de verdad.

Una mañana,
después de una ducha,
desnudo, se miró al espejo.
Detrás, junto al costado,
vió algo extraño.

Dos bultos bajo la piel
apuntando algún cambio.
Crecieron de pronto,
abrieron su carne,
se desplegaron.
Movieron el aire
dos grandes alas blancas.

Pensó:
Sol, cielo despejado
y mi sonrisa.
Se dijo:
Desde arriba
podré ver otro mundo.
Otra gente.

Entonces echó a volar.

sábado, 23 de julio de 2011

Todo termina

Hace pocas semanas, en un autobús, me vi rodeado de adolescentes emocionados/as. Abrazaban  -mejor, atesoraban-  carpetas, fotos, posters firmados con rotulador negro. Me pregunté qué ídolo juvenil los habría garabateado.

Uno de los fenómenos que hoy mueven masas de fanes  -qué raro este plural-  es la última peli de Harry Potter. Para el que quiera atar cabos sueltos sin haber leído todos los libros, como yo, no queda otro remedio que verla. El caso es que esto no supone ningún esfuerzo. Al contrario.

Todo acaba, sí, y la guinda está bien puesta sobre el pastel. Quienes justo al comienzo esperen una descarga de fuegos artificiales, tal vez se vean algo defraudados. Aunque poco después, ya concluido el trámite de explicar ciertos porqués, llega por fin el verdadero espectáculo:  pirotecnia y magníficos efectos al servicio de la magia más poderosa de toda la serie. La épica guerrera, cercana a la de El señor de los anillos, está bien ajustada, aunque quizás no se equivoquen los que piensan que otro director habría hecho mejores maravillas.

Harry, después de tantos incidentes, acabará conociendo los motivos de su propia supervivencia. Sabrá por fin qué hacer frente a Voldemort, invariablemente decidido a eliminarlo. 'El que no debe ser nombrado' alcanza por fin el trono entre los grandes villanos de la historia del cine, mérito exclusivo de la autora y, por supuesto, de Ralph Fiennes. Él es uno de tantos y tantos actores británicos que aparecen en la saga. Se podría decir que casi todos los mejores han pasado por las ocho películas con solvencia sobrada. Esa madurez, me temo, se echa en falta en las interpretaciones de los más jóvenes, aunque, claro, hace diez años nadie podía prever cómo evolucionarían el físico y la técnica de aquellos niños. Echo de menos más desgarro, emotividad, expresividad en ciertos momentos. Y, por supuesto, más pasión en el esperadísimo beso entre Ron y Hermione, o el de Ginny y Harry, lástima de beso, tímido y desganado.

Asistimos al cierre de las subtramas que habíamos dejado abandonadas años atrás, apuntando la genialidad y el ingente trabajo de planificación de J. K. Rowling. Conoceremos la verdad de Severus Snape, estrechamente ligada al destino de Potter. La muerte, presidiendo siempre, nos brindará unas cuantas desapariciones  -muchas de ellas resueltas con brevedad, tibiamente, sin la relevancia que se les otorga en otras películas-. Y, a pesar de la muerte, veremos que hay valores que perviven incluso más allá.

En fin, entretenidísimo final de H.P. Por cierto, al día siguiente de haber coincidido con los chavales del  'mundo fan', vi en televisión a los actores que encarnan a los hermanos Weasley. Ron y los gemelos Fred y George enviaban un saludo a los españoles desde una terraza de Madrid. A sus espaldas reconocí el lugar donde me había subido al autobús.

martes, 19 de julio de 2011

El cubo rojo

Lo miro. Ocupa su rincón. Un cono truncado de plástico rojo abierto, con un asa descansando junto a la soga que lo abraza, dibujada en su superficie. Está vacío y seco. No es lo normal.

El diálogo más escueto y repetido en casa a lo largo de los últimos dos años:

-¿Sale caliente? -uno, desde la puerta del cuarto de baño.
-No -el otro, junto a la bañera, sosteniendo el cubo rojo bajo el grifo abierto.

Mañanas, tardes, noches. Siempre lo mismo. El cubo cumplía su función ecológica y económica, resumida en la máxima de no malgastar el agua. Litros y más litros, metros cúbicos a la espera de cada primera gota templada. Dicho recipiente habría necesitado varios socios para contener tanto líquido con el fin de destinarlo a otros menesteres, salvaguardando así el planeta y nuestro bolsillo.

Era un problema no resuelto a pesar de tantas y tantas quejas. Queríamos disponer de agua caliente en las mismas condiciones que el resto de los vecinos. Pero llegaba tarde y tibia. Muchos meses fregando y duchándonos con agua tibia, solo tibia. A veces, tras haber llenado el cubo rojo y tirado decenas de litros, el agua empezaba a caldearse. Era el momento justo para meterse en la bañera y proceder. Champú, gel, alegres cánticos, hasta que, ¡aaah!, el agua caliente se despedía a la francesa y aparecía en su lugar el filo cortante de la fría.

Daban ganas de hacerse el lavado del gato. Miraba las facturas y, a juzgar por las cifras, me preguntaba quién se escaldaba con mi agua caliente, porque a mí, lo que era a mí, no me llegaba una pu... ñetera gota. A veces, haciendo honor a los usos de nuestros abuelos, pensaba en calentar el agua en la placa, como quien se prepara una sopita. Pero acababa abriendo el grifo de mi paciencia, aguardando largos ratos al milagro de los panes  -recién horneados, crujientes-  y los peces  -al vapor, si puede ser, gracias-.

Y el prodigio, ¡oh quimera!, llegó al fin. ¡Tenemos agua caliente! Hace días que nos pellizcamos preguntándonos si es ficción o realidad. Nos parecemos a los himba recién llegados a la ciudad, asombrados por la magia de la civilización. Acostumbrados al agua templada, solo templada, ahora gritamos al abrasarnos con ese caudal que hierve en un santiamén. Son alaridos de felicidad:  nunca habríamos imaginado que una quemadura de primer grado produjera tanta dicha.

Sin embargo, ahora miro el cubo rojo y no puedo evitar sentir algo. Extrañeza, quizás, por verlo arrinconado del todo. Vacío y seco. Ha sido un buen compañero de fatigas, hoy libre de su empleo.

jueves, 14 de julio de 2011

Irse

Buscar la novedad, lo que nos enamore de nuevo, la ilusión perdida, o nunca encontrada. Moverse con una intención  -no tenerla clara es lícito, por el camino a veces surge un objetivo-,  poner distancia y oxígeno.

La clave, no cabe duda, está en ir. Aunque ir suponga marcharse, dejar el lugar en el que uno tiene sus cosas, sus secretos, sus espacios conocidos, los hechos de su pasado.

Jean Echenoz emplea dos palabras para titular, para empezar y también para acabar su novela:  Me voy.  En ella Ferrer, francés posmoderno, se marcha al Gran Norte dejándolo todo, en busca de unos restos étnicos ocultos en un barco hundido. Él huye de lo cotidiano, buscándose, y llegando finalmente casi al mismo punto de partida. Emprender el viaje es lo más valiente que ha hecho y la conclusión algo circunstancial. Al menos lo ha intentado.

José Mota, sociólogo mordaz, buen actor, siempre divertido, nos regaló hace años una de las frases más repetidas en toda clase de círculos:  Si hay que ir se va, pero ir pa ná... es tontería.  Aunque no tengamos idea del para qué, necesariamente tiene que haberlo. Tal vez poniéndonos en marcha empecemos a dibujarlo.

La disyuntiva de Obama en Afganistán:  malo irse, peor quedarse. En fin, qué sé yo, políticas de altos vuelos, crímenes de bajos fondos,... en este caso no hay necesidades atendidas  -no las del pueblo afgano que desea vivir en paz-,  ni corazonadas, ni nada ajeno a la codicia. Muy pocos de los que han ido saben lo que hacen allí.

Bebe, en una de sus mejores canciones, hurgándose muy dentro como siempre, reflexiona sobre la huida más práctica y sanadora:  Me fui pa echarte de menos. Me fui pa volver de nuevo. Me fui pa estar sola...  Una necesidad, creo. Irse para alejarse de lo que duele y redescubrir todo lo bueno que hay en lo que teníamos.

En definitiva:  moverse, sacudirse, revolverse, avanzar. Adelante. Siempre hacia delante.



jueves, 7 de julio de 2011

Una vaca del cielo

Las historias más inverosímiles tienen su espacio. No solo sobre un estante;  también dentro de una existencia gris mate. Un tipo huraño, solitario, metódico hasta la obsesión. Una guerra, tal vez fuente de su propia naturaleza. Una ferretería donde la supervivencia se acerca un poco a la vida. Por suerte, una afición:  a este hombre le gusta coleccionar recortes de periódicos que contienen noticias curiosas, absurdas en su mayoría. Busca y captura ironías, paradojas, desatinos.

Un chino, de China, se cuela en su peculiar orden, catapultado hasta Argentina por la caída de una vaca, nada menos que del cielo. Pero su tragedia no será solo esta. Además desconoce la lengua de su lugar de destino, carece de dinero y, para colmo, no encuentra a un pariente al que está buscando. Es un hombre solo que se cruza con otro hombre solo.

Sebastián Borensztein dirige esta comedia con tono y ritmo admirables, soltando a tiempo cada miga de información que trama y espectador van requiriendo. Se sirve de un surrealismo fresco que entrevera en el costumbrismo atemporal propio de las fábulas, potenciado por una cuidadísima dirección de arte y por la música de Lucio Godoy. Gracias a estos tintes podremos creer en las casualidades, por muy aleatorias que resulten ser.

Ricardo Darín, excelente dando piel a Roberto, es la clave del humor en esta película. Gruñón con buen fondo, verá alterado su equilibrio cotidiano y no podrá remediar tener que volcarse en la ayuda al desamparado. La reacción ante lo inesperado será para él forzosa. Y balsámica.

Estamos habituados a los finales de Hollywood. Es más, solemos desear que haya cierres por el estilo. Tal vez uno de ellos aparezca en Un cuento chino, tras haber seguido un hilo lleno de nudos de aislamiento y desesperanza.

Es esta una historia acerca de la rotura de las cadenas que nos atan al pasado. Es este un reencuentro con la vida para quienes se han desentendido de ella. Cuento o fábula, qué más da.

miércoles, 29 de junio de 2011

Tiovivo de verano

En casa la barra de mercurio parece hierro candente. Araña con su filo esos números de los que preferiría mantenerla lejos. Calor, calor, calor. Pero es lo que debe ser, que para esto hemos cambiado la ropa de invierno por otra más ligera. Me pongo dos de esas prendas  -algodón ligero y lino-  y me marcho al trabajo. En el portal se está fresquito. Miro a través del vidrio de la puerta  -barrotes negros, tiradores dorados-. Al otro lado me ciega una luz blanca propia de las apariciones marianas. Me quedaría un buen rato al pie de los buzones, revisando el correo. Cachis, solo folletos comerciales y propagandas que tiro ipso facto a la papelera.

De camino a la estación busco la sombra como el perro en febrero. A mi lado pasa una furgoneta haciendo un ruido de larga pegatina arrancada pesadamente. No me haría ninguna gracia ver mis suelas adheridas al asfalto como sus ruedas, deshiladas cual chicle requetemascado.

Sudo. Accedo al andén por un subterráneo. De la fresca sombra salgo de nuevo al fuego. 5 minutos para mi tren. Me pongo los cascos. La radio anuncia otra subida de las temperaturas. La canícula me nubla la visión. Mi tren llega borroso, frena difuso, se detiene turbio y abre sus puertas imprecisas. Han configurado el climatizador en el preset Aldea Siberiana. Me desoriento mientras mi cabeza asimila la anunciada subida del calor y mi cuerpo experimenta, digamos, cierta gelidez.

No sin esfuerzo, me aclimato. El recorrido termina. Prepárate, amigo, la bofetada será despiadada. ¡Zas! Camino a duras penas, cuesta respirar. Cruzo una calle. Más neumáticos pegados a la calzada, olor a alquitrán y a goma chamuscada. Mi autobús espera. Subo. Otra lanza de frío. Pico mi billete, me encojo. En menos de 10 minutos de trayecto y tiritona me acuerdo con nostalgia de mi gorro, mis guantes, mi bufanda y mis botas de borrego. Paramos. El par de puertas se pliega. Esta vez agradezco el manotazo de fuego, pero solo hasta tener el sol encima otra vez. Panel con reloj-termómetro. No sé si mirarlo, ya se sabe, por lo del calor psicológico. Venga, hombre, que es verano, ya tocaba, ¿no?

14:55 / 42ºC

Me hago bajito por momentos. Últimos metros, por fin, abro la puerta del edificio. Ay, otra vez enero, ya no sé cómo tomármelo. Hall. Saludos. Ascensor:  los focos radian una primavera encerrada en una caja. Primera. Segunda. Tercera planta. Ya estoy. Bienvenidos a la Antártida.

sábado, 25 de junio de 2011

Sunset Park

En lo último de Paul Auster reconozco su estilo, sus temas, sus personajes, su forma de mirar sobre Nueva York. Es esta la realidad actual de los Estados Unidos en plena crisis, cebada en las carnes de Miles Heller y otros personajes con quienes convivirá. Todos ellos atraviesan por episodios que no dejan de ser distintas caras de ese mismo problema y, a la vez, piezas que completan para el lector el rompecabezas de la historia del protagonista.

Auster no puede ocultar el dolor que le produce esta situación crítica, la de los deshaucios de los caídos en tan desalentadora batalla y los parados que se rascan los bolsillos sin dar con un mísero tintineo. Damos en la novela con jóvenes desamparados  -el mismo Heller, su novia menor de edad, y sus compañeros de casa okupada, que estudian y no tienen grandes ambiciones-,  pero también conocemos a otras personas, como Morris Heller, el padre editor, o a la madre, reconocida actriz, o a otros de quienes Miles se ha alejado durante años. Éstos últimos, lejos de sufrir problemas económicos, sobrellevan las secuelas que ha ido dejando la actitud del joven Miles, herrante, abandonando y siendo abandonado, roído por su sentimiento de culpa, el que lo atormenta y no le deja vivir en paz.

En Sunset Park su autor trata sobre el azar y la intervención sobre él y sobre el destino. Muestra, además, su compromiso firme con la realidad y con el cambio. Confía en aplicar la creatividad ante las dificultades, asumiendo en todo momento lo que a cada cual toque asumir. Y cómo no, también en recuperar el pasado. Relaciona lo ocurrido décadas atrás en su país con la narración, encontrando puntos en común entre ello y el presente de sus personajes. Aparecen Liu Xiaobo y su lucha personal en la censora China, así como Obama y las guerras en las que el imperio decadente sigue metido y sus efectos colaterales en territorio propio. La lucha en estas grandes guerras y el destino incierto de quienes vuelven de ellas sin recompensa se relaciona con historias similares contadas por el cine. Por ejemplo, en Los mejores años de nuestra vida, el clásico de William Wyler, diseccionado desde la mesa de trabajo de la compañera okupa de Heller, que prepara su tesis doctoral.


La novela cuenta con una técnica muy lograda, ágil, que dirige el interés del lector hasta el final. Quizás al llegar al él Auster se deja sin completar algunas historias laterales de gran entidad. Me quedo con ganas de más. Aun así, no evito reconocer sus grandes méritos y los buenos ratos pasados entre sus páginas.