jueves, 25 de marzo de 2010

Calado

El olor de la flor del almendro se precipitaba ayer contra la tierra. La lluvia diluía todas las partículas en suspensión. También las más arraigadas al suelo.

Por la noche jarreaba. Misión imposible abrir mi paraguas plegable, tan enclenque como para renunciar a su uso con la primera ráfaga de viento.

No me gusta mojarme. Vestido no. La ropa es molesta pegada a la piel y la humedad se vuelve maloliente. Mi cazadora impermeable evitó que me calase de cintura para arriba. En sentido descendente el agua lo mojó todo y más.

Vaqueros mojados y zapatos, que no botas, de agua. Al llegar a casa no me apetecía beber nada, después de tantos tragos forzosos. Al quitarme la ropa no quise reparar en las escamas, tampoco en las branquias.

Había sido mi segundo jarro de agua fría del día.

lunes, 22 de marzo de 2010

Olor a miel

No es sencillo retener los aromas. Es fácil, sin embargo, evocarlos.

Hoy, como si fuera ayer mismo, regresa a mi cabeza  -por desgracia no a mi nariz-  el olor a miel que flotaba en el aire de uno de los campos de almendros de la Quinta de los Molinos de Madrid. Digo 'como si fuera ayer'.

Fue ayer. Apenas había insectos en el parque. Ni las molestas moscas contra las que uno manotea con tal de apartárselas, ni las hileras de hormigas que evita pisar mientras camina, ni tan siquiera las abejas, que a estas alturas ya deberían estar trabajando sin descanso, recolectando y polinizando. Las flores de los almendros lucían abiertas, claro sobre oscuro, aguardando su asistencia.

Tampoco había ayer insectos en otro parque. El Capricho, ese jardín mandado construir por la duquesa de Osuna a finales del XVIII para su recreo, se exponía libre también de bichos. Ella y el duque levantaron en él un curioso pabellón de una planta donde les gustaba tomar el chocolate mientras observaban tras un cristal el incesante trajín de las abejas dentro de sus panales.

El abejero de esta finca-antojo de la duquesa está hoy restaurado, se despliega remozado y luminoso, pero carece de colmenas. Las abejas no acuden a sus aberturas, ni circulan sin parar en su interior, ni alzan incansables sus paredes de cera ni elaboran su miel.

A pesar de ello, la mente vuelve a las andadas y reanima otras imágenes. Un rumor intenso rodea la construcción y una nube difusa se comprime y expande oscureciéndole la fachada. Las abejas salen y entran sin respiro al colmenar. Llegan cargadas del pesado polen de la flor del almendro. Su factoría melera está al límite de su capacidad. Despide esa misma fragancia que retengo y reservo.

jueves, 18 de marzo de 2010

Día del Padre

Ignoro cuál es el procedimiento actual. Los de mi generación hemos hecho auténticas virguerías manuales para entregárselas a papá con todo el cariño  -además de todo el ánimo de engancharle al tabaco-. Ceniceros de barro gracias a cuyas marcas la Policía Científica lo habría tenido chupado para descubrir la identidad de sus autores. Otros ceniceros de vidrio que, una vez forrados con papel encolado, acabábamos pintando con logrados motivos y barnizando después  -cualquiera se atrevía a depositar una colilla encendida en tan inflamable cuerpo-. Más ceniceros, esta vez hechos con palos de polo  -esos palos de madera se vendían mucho más para hacer esta clase de artesanías que para fabricar helados caseros-. Y todos esos ceniceros, en mi caso, para un padre no fumador.

Ahora no recuerdo qué otra clase de objetos sirvieron de obsequio. La casa del pueblo es el lugar al que todos ellos han ido a parar con los años. Nadie se desharía de tanto amor, a pesar de estar encerrado en semejante fealdad.

A medida que crecimos esas actividades escolares desaparecieron de los programas. Empezamos a ser autónomos a la hora de decidir qué regalar en días tan señalados y comenzamos a comprar, en vez de crear o ingeniar algo con nuestras propias manos. El  "detallito"  pasaba a depender de lo que habíamos conseguido ahorrar de nuestra asignación semanal. Entrábamos por fin al terreno más pecuniario y económico.

Pasa el tiempo y, dependiendo de en qué nivel se encuentra mi grado variable de rebeldía hacia todo lo comercial, unas veces acabo pasando por caja y otras decido que una muestra de cariño es tanto o más valiosa. Lo material puede dejarse en muchos casos para otro momento y atender con mayor acierto a cualquier necesidad o deseo puntual.

Ocurre que algunos años uno no puede ver a su padre el mismo 19 de marzo. Las causas pueden ser varias: uno trabaja, o está de viaje, o ha ido a las Fallas... Durante una temporada que pasé en Inglaterra los números de los Días de la Madre y del Padre danzaban en el calendario como en una pista de bailes de salón. El del Padre se celebra allí el tercer domingo de junio. Resultaba extraño, después de haber llamado para felicitar a papá en marzo, verse en pleno junio rodeado de toda la parafernalia comercial dispuesta para tal efecto. La tarjeta alusiva, como es de suponer, acababa llegándole en fechas inglesas, cuando los calores empezaban a apretar en la península  -y no tanto en aquella isla, aunque los Britons llevasen ya dos meses luciendo sandalias y tirantes-.

Este año podré comer con papá. Comeremos la comida de mamá. En la sobremesa será libre de entregarse al tabaco si le apetece  -a estas alturas ya me extraña-  y recordaremos su colección de ceniceros de dudoso adorno.

viernes, 12 de marzo de 2010

Pellizcos de lo real

Hoy Miguel Delibes ha dejado de estar. Seguirá siendo, pues sus obras lo contienen, son lo que era.

Los mismos términos, otro tiempo. Todos acabaremos formando parte del pasado. Acabaremos siendo lo pasado.

Esta mañana me pellizcaba una sensación de remite desconocido. Un desasosiego algo familiar. Hace poco el cuerpo me decía lo mismo. Cuando la abuela murió esa idéntica extrañeza no acababa de identificarse. Ella era otra persona, más querida y cercana, pero la percepción era similar a la de hoy.

Aquella mañana había estado hablando con ella y, al rato, de ella. 'Es, está'.

Unas horas después la linea del tiempo la había rebasado. No sólo ya no era posible hablar con ella, sino que únicamente podíamos hablar de ella, sobre ella.

'Era, Estaba'.

Hoy advierto que las palabras nos reúnen con la realidad. Detenerse a pensar en lo que se ha dicho y cómo se ha dicho convoca los hechos, les aplica un barniz de claridad que atrae al escalofrío. Dejamos al presente por el soplo del pasado en el lapso frágil y áspero en que lo real se apropia del tiempo. No podemos evitar que la confusión nos llene, hasta concluir que la verdad ha roto la raya del tiempo.

martes, 9 de marzo de 2010

El apagón

Mañana se producirá el apagón analógico por estos lares. Para muchos teleadictos, dependientes no sólo de lo que ven sino también de sus entresijos técnicos, ese será uno de los acontecimientos más esperados de la Historia. Por fin sus ojos ya sólo verán ceros y unos en las pantallas que fagocitan el tiempo de su descanso, de su libertad.

La televisión, por suerte, tiene todo lo bueno que hemos hecho de esta sociedad. O casi todo. Pero también contiene todo lo malo. Es más, no sólo lo encierra en esa pantalla cuyo fondo es cada vez menos profundo, sino que se lo sacude con fuerza monstruosa y lo proyecta hasta el rincón donde nos guardamos de lo nocivo. Para nuestra desgracia.

Muchas veces, viendo determinadas emisiones de esas que a uno le remueven por dentro todo lo bueno y todo lo malo, he pensado que el apagón debería ser total. Absoluto. El Apagón Perfecto. De esa manera asistiríamos a la desaparición de lo que idiotiza, engatusa, catequiza, entorpece.

Por otra parte, presenciaríamos el triste fin de otros espacios que invitan a pensar, abren ventanas a la cultura, despiertan en nosotros una actitud crítica, o entretienen. Siempre con un respeto esmerado hacia nuestro tiempo, nuestra libertad.

Independientemente de lo que a uno le parezca lo que se encuentra cada vez que pulsa el botón  -de la caja, o del mando-, la señal que recibiremos será, ya sin remedio, sólo digital. Habremos vivido una transición, una especie de mudanza hacia otros usos.

Lo del apagón, sin embargo, seguirá siendo una opción personal.

martes, 2 de marzo de 2010

Consecuencias de la rebeldía

Otra lectura de las que no es posible despegarse. Tres mujeres que confluyen en la actualidad agarradas al hilo de su pasado.

Accedo poco a poco al de Esme, la mayor, perdida en la oscuridad, condenada de por vida a la reclusión. Fue libre en la India e intentó mantener su voluntad en Escocia. No lo consiguió. Y todo por no ajustarse al orden de los convencionalismos en los años treinta.

Entro en la memoria fragmentada de Kitty, su hermana, quien sí se acomodaba a la perfección a los cánones y no pudo, o no quiso, intervenir en el terrible sino de su hermana Esme.

Su nieta Iris se sumerge en el ayer e invoca todos los fantasmas, los suyos y los de ellas. Visita desde el presente a la familia del pasado y descubre la tragedia de la que ella misma es fruto.

El crescendo se vive con extenuación y se llega rendido, en el sentido más placentero, al desenlace de esta historia de crueldad traída, prolongada, hasta hoy. La felicidad de la infancia puede truncarse y el miedo le es proporcional.

La extraña desaparición de Esme Lennox, de Maggie O'Farrell, editado por Salamandra hace unos pocos meses.