lunes, 19 de septiembre de 2011

El tenedor de los mayores

Ayer, junto a alguna cosa más, devolví a mi madre este tenedor que un día tomé prestado de su cajón de los cubiertos -los hijos, en vez de pedirles a los padres que nos presten, solemos tomar prestado, obviando protocolos que en casa parecen sobrar-. Es un tenedor de uso diario, supongo que de acero inoxidable, marcado levemente por la rutina, los choques en el fregadero, la fricción con otros cacharros y, más recientemente, la paliza del agua a presión dentro de un lavavajillas. A todo eso le sumaremos el desgaste de cuarenta años de servicio y millones de topetazos contra lozas y vidrios. Sus púas izquierdas se han dejado en los platos unas décimas de milímetro gracias al hábito de manos derechas.

Pertenece a una cubertería completada por otras piezas de menor tamaño que los niños solíamos usar. El de la foto, ya devuelto a su medio, forma parte del conjunto utilizado por los adultos. De pequeño, aunque nunca lo expresé, deseaba llegar algún día a comer con aquellos tenedores y cucharas más grandes y pesados, atributos de las personas hechas y derechas. Cuando ayudaba a mi madre a poner la mesa, me tentaba la idea de olvidar las separatas y unirme al círculo de los más crecidos mediante el simple acto de soltar uno de aquellos cubiertos sobre mi servilleta.

Todo en la vida requiere de un tiempo y un tempo. Ya no recuerdo el día en que alguien, tal vez yo mismo, dejó uno de esos tenedores junto a mi plato en la posición de 'listo para la ofensiva'. Quizás, escritos en alguno de esos protocolos que uno se salta estando en familia, aparecen una edad concreta, un matiz exacto en la gravedad de la voz, una estatura precisa o un número determinado de granos deformándole a uno la cara. El caso es que, ni hecho ni derecho, un día cualquiera este sujeto empezó a usar los utensilios de sus mayores. Tampoco recuerdo cómo se sintió.

domingo, 11 de septiembre de 2011

Gente

Mi ascensor se cruza en su descenso con otro que sube tirado por el cable del que pende, gemelo del mío, cargado de gente. Dos motores sueltan o recogen cable gobernados por la orden dactilar de quienes deciden bajar o ascender.

Por la calle me cruzo con gente que mira al frente, hacia los lados, a sus perros, a otros, a mí. Con otros tantos camino en paralelo. Me pregunto qué piensan, si mientras hablan por su móvil tienen en la mente algún asunto más, si mientras callan su cabeza le da vueltas a algo, si la misma canción que no quiere abandonar la mía estará dentro de la suya, clavada justo en la misma estrofa, en la misma sílaba.


En el supermercado hay rostros habituales. Pocos entre decenas que no conozco. Gente perdida porque sí, entre mercancía, objetos embalados, empaquetados, plastificados, coloridos. Recorre los pasillos imbuida de su búsqueda, dejando caer miles de estímulos en el pozo de sus pupilas. Es gente automática. De cada producto toma dos unidades, dejando el carro de lado a su derecha, a medio llenar. También es irascible. Te he dicho que me dejes comprar tranquila. No, si al final me vas a hacer hablarte mal. Anda, venga, ve a ponerte a la cola... Y caprichosa, voluble, codiciosa, sometida a una ley universal: acabará pasando por caja.

En un bar la gente habla a voz en grito, publicando sus intimidades, problemas, sandeces, mezquindades. Pero hay además gente callada. Ven la tele y leen los rótulos en la pantalla, o los labios de la presentadora, o leen su propio pensamiento mientras miran la emisión, ese lugar poderoso que les hace fácil abstraerse de las conversaciones ajenas a las que los otros se empeñan en invitarles. Gente discreta.

Más calle. Más gente.

Llego a casa. Sentado junto a la mesa de la cocina centro la vista sobre el brillo de la luz solar en la pared de cerámica. Más allá de los tabiques, de las ventanas, de las escaleras, de los patios, muchos otros miran, escuchan, imaginan, prejuzgan, se ceban en malas ideas mientras aniquilan las buenas, rompen el silencio a golpes, con llantos, gemidos, suspiros, palabras de cariño, de amor, de conciliación, juegan con otros, a ser otros, comen sin hambre, por gula y placer, pierden el tiempo, quieren recuperarlo sin éxito, esperan, desesperan, faltan a sus promesas, generan conflictos, mienten con descaro, palpan a oscuras, beben sin tino, aspiran a ser queridos, se cortan al afeitarse, descuelgan el teléfono para comprobar que hay tono, un canal abierto, lo cuelgan sin más, follan sin hallar placer y se enfrentan a un pavoroso vacío, clavan las uñas en un cojín, arrancan una nota a su guitarra con la yema de los dedos, la escuchan embelesados y la dejan suspendida en el aire, alargada en el tiempo, diluida en una onda propagada hasta que el espacio y la física marcan su límite.

lunes, 5 de septiembre de 2011

Noches parisinas

Llevaba tiempo sin reencontrarme con el Woody Allen que me interesa y me atrapa. Pero todo llega y, después de dos películas fallidas, Allen vuelve a despertar a su genio con esta delicia llamada Midnight in Paris. Tan deliciosa es esta ciudad como las sorpresas que guarda para quienes buscan algo en ella.

Unos primeros compases nos introducen en la ciudad de la luz, lentamente, hasta llegar al anochecer. Entonces empieza el cuento y están por plantearse grandes cuestiones. Como en el resto de la filmografía del director, tenemos aquí un nuevo retrato del ser humano, de sus fobias y filias, sus manías, inquietudes, insatisfacciones. En París hay muchas formas de escapar de la realidad, ésa que a veces nos hace pensar que otros tiempos fueron mejores.

Los actores se adaptan bien a los clichés de Allen, con un sorprendente Owen Wilson en el papel que habría encarnado el propio director de haber sido más joven. También están magníficos Marion Cotillard, otra soñadora inconformista, o Michael Sheen, que borda a un pedante insoportable. En el guión encontramos crítica política, social y arte, mucho arte, de la mano de algunos personajes que añaden valor al París actual y también a la historia de la cultura.

Lo fundamental es contar historias, algo que Allen consigue sin recursos técnicos superfluos. Solo sencillez, calidad y una luz siempre en su sitio. Así es como se crea la magia en un paseo hechizante por las calles que logra retratar brillantemente. Y todo ello enfocado hacia una evasión que podría llevarnos a lugares inesperados.

jueves, 1 de septiembre de 2011

Un trago tostado

No, si ya me lo dice mi madre, que cuando se tiene algo en el fuego uno no puede despistarse ni un momento...

Mientras el café se hace, aprovecho para localizar unas fotos que me había prometido enviar a alguien -distintas, me temo, de otras que había quedado en mandarle- y, en lo que las descargo de la tarjeta SD al ordenador y escucho algo de Zoé, un grupo mexicano que desconocía hasta ahora, no me doy cuenta de que los minutos bullen. Y de qué manera.

Nunca se me escapa el ruido burbujeante de esa cafetera italiana de acero, siempre adelantado al olor del café espresso que sube por su chimenea interior hasta llenar su recipiente; pero hoy ese chivato final ha sido éste en vez de aquél. Me llega al olfato el fuerte matiz ennegrecido propio del café que sigue hirviendo cuando ya está listo. Vuelvo al pie del fogón eléctrico, me adentro en la nube de vapor curtido que sale despedida de un hervor inquieto, retiro la cafetera del calor y dejo que todo se disipe.

En la taza el café huele a retostado, unos puntos más allá del tueste previo a la molienda -esto me suena... cuando la tarde languidece renacen las sombras... vaya, lo siento-. Hay en este aroma algo ampuloso que no sabría cómo explicar. Detenerse a hacerlo no tiene mucho sentido, supongo. En fin, no hay nada que un poco de leche y algo de azúcar no puedan solucionar.