martes, 31 de marzo de 2009

Pin

¿Era el niño o la niña? Uff, no me acuerdo bien.

¿Un pin? Yo creía que era un clavito, una chincheta, en fin, algo que poder pinchar. Siempre me hizo gracia la manera de tener agujetas de los ingleses. Para ellos son pins and needles, clavos y agujas, lo cual resulta incluso más gráfico que lo nuestro. A ellos les deben doler más.

Sí, hombre, aquellos microbios cabezones que dieron por perdidos en más de una casa, apareciendo años después tras desmontar los muebles del salón. Venían con todo: su casita, su cochecito, su escuela,... Y acababan extraviados sin remedio. Tan pequeños eran...

Hace tiempo que los pines pasaron a ser los números que introducimos en los móviles para ponerlos a funcionar. También las claves que tecleamos en un cajero cuando queremos sacar dinero. PIN (Número de Identificación Personal). Tenemos la cabeza llena de ellos: para el móvil, para la banca electrónica, para las tarjetas. Son tantos que es difícil retenerlos todos. Deberíamos sujetarlos al cráneo con alfileres, claro, como si llevásemos una sesión permanente de acupuntura que, aparte de darnos bienestar, nos ayudase a portar todos esos datos.

El caso es que... creo que era la niña. Sí, Pin debía ser ella porque Pon suena más bruto. De plástico, por supuesto, pero bien bruto.

lunes, 30 de marzo de 2009

No hay quien se aclare

¿Alteraciones? ¿Quién se entretiene hoy en buscar esas asomos de piel que aparecían hace unos días por doquier? ¿Astenia? ¿Quién habló de ella? El atontamiento pasado trae el desconcierto presente, pasando por el descoloque forzoso causado por ese maldito cambio de hora, ladrón -esta vez sí- de nuestro tiempo.

¿Calor? Ayer me sobraba y hoy me falta. Kiko Veneno diría que hoy lo echa de menos, mientras que antes lo echaba de más. Escribo con las manos heladas. No sé si tanto como los pies, o la nariz.

Los ingleses recurren mucho a estas conversaciones sobre el tiempo. Allí es tan cambiante que es comprensible que les sirva de comodín tan a menudo. ¿Nos estaremos britanizando? Y si a nosotros el clima se nos va a ir pareciendo al suyo, ¿a cuál se les va a parecer el que ahora tienen ellos?

jueves, 26 de marzo de 2009

De alteraciones

La primavera las provoca. Nuestras hormonas la esperan para revolucionarse. Los niños aguardan la llegada de sus primos para salir y desmandarse, lo mismo que nuestros adentros, puestos a bullir cuando el sol hace de las suyas por fin.

Dejamos de dormir bien de noche y no podemos evitar el adormecimiento sobre la mesa de trabajo. Nos aliviamos del peso de ropas sobrantes -nos pican si no, como erupciones alérgicas-, mostrando así alguna porción de carne cuyo aspecto habíamos olvidado bajo telas de abrigo.

Quien moquea, restriega sus ojos y traga para aliviarse la garganta sabe ya de alteraciones. Su ánimo también las sufre, rebelándose contra el malestar y la repetición. Es lo que toca, año tras año.

En otros momentos el decaimiento, la apatía y la falta de fuerzas podrían traducirse de otra forma. Estos días los llamamos astenia, otra de las alteraciones que deseamos perder de vista.

lunes, 23 de marzo de 2009

La ceremonia

Dos gaitas llenan con sus voces el aire. Alboroto de entrada y besos estallando en las mejillas de muchos reencontrados. Telas frotándose unas con otras en roces mezclados con algún chasquido de articulaciones. Crujidos de madera bajo los pies. Toses y carrasperas multiplicadas contra paredes y bóvedas. Murmullos entre los que se esconden conversaciones privadas. Banales, seguro. Un niño ahoga un grito a la oportuna señal de "ya" de su madre. Otro, en cambio, no tiene quien lo controle. Golpeteos algo lejanos, seguramente procedentes del exterior. Algún motor que también llega de fuera.

De fondo alguien lee, otros oran y dos personas se buscan las manos, desnudas de anillos aún. Las gaitas vuelven a sonar. Nos llenan el aire y el alma. No logramos oír cómo nuestro vello se eriza.

Bajo el sol esperamos a que los protagonistas salgan a cegarse también. El estallido de una traca nos ensordece y lo engulle todo.

sábado, 7 de marzo de 2009

A la expectativa

Esperamos que llegue y que las cosas acaben en su sitio, en el que deben estar, el que queremos que ocupen. Cuando se espera con ese anhelo es difícil apartar del pensamiento la idea de que algo podría fallar, o torcerse, o salir mal. Muchas veces no todo depende de uno mismo. Más de las que nos gustaría. En los asuntos de uno intervienen factores y agentes que no se pueden manejar del todo. Es eso que se nos escapa o podría escaparse lo que nos mantiene en ascuas.

Hace unos días oí a alguien decir que en los campamentos del Sáhara, donde tantos seres humanos no le ven el fin a su tragedia, el tiempo no pasa. Allí puedes quitarte el reloj y adueñarte de cada minuto. A veces -casi siempre- nos gustaría ser los amos del tiempo y poder decidir qué horas deben ser cortas y cuáles podrían durar agusto una eternidad.

En las largas esperas es ese epíteto el que define cada segundo que pasa. Aguardar, acechar, y no llegar a ver que el momento se acerca. Postergar, prorrogar, diferir, todas ellas haciendo daño, acrecentando nuestra sensación de que nada está al alcance aún.

Pero acaba llegando. Lo que se esperó con desvelo termina siendo parte de la realidad. Entonces es cuando aparecen en ella otras metas y el tiempo vuelve a pasar lentamente. Inexorablemente lento.

jueves, 5 de marzo de 2009

La niña de la foto

Esa noche se acurrucó junto a ella más que nunca. Quería fundirse con su calor.

Sobre el mueble del salón, hacía tiempo que ella había puesto una fotografía en un marco plateado. Era de cuando era pequeña, uno de esos retratos que les hacían a los niños en el colegio. En ella estaba, como dirían las tías cuando ven a sus sobrinos pequeños, para comérsela. El pelo, peinado hasta el punto que la rebeldía permitía. El gesto, entre curioso y desenfadado, lleno de la inocencia y conformidad que despiertan ternuras. En poco más de un año, la foto se había paseado por varias baldas del mismo mueble. A ella le gustaba reorganizar las cosas y, de cuando en cuando, poner a la niña a mirar desde un lugar diferente, desde alturas distintas.

Se le había hecho tarde y llegó a la cama cuando ella dormía profundamente. Se metió procurando no hacer ningún movimiento brusco que pudiese despertarla. Tiró del edredón hacia sí y, tras detener el refrote de su cuerpo con las telas y el de estas unas con otras, se detuvo a escuchar. Buscó oírla respirar en el silencio reciente. Y encontró un vaivén de aire susurrante que acariciaba la almohada y le llenaba de paz.

Él, sereno ya, a punto de quedarse dormido, se volvió hacia ella y la rozó sin querer. Desvelada a medias, se movió respirando más sonoramente, gruñendo una retahíla imposible de entender. Levantó uno de sus brazos y lo dejó caer sobre la ropa con un golpe travieso y una sonrisa invisible en la oscuridad. La niña de la foto volvía a paladear su sueño y a él le daban ganas de comérsela.