viernes, 26 de febrero de 2010

Más o menos corto

Todos los años en los que el mes de febrero no se sale  "de medidas"  a uno se le hace corto. Se nos queda corto, como un pantalón que misteriosamente ha encogido y nos preguntamos si lo habremos lavado mal, o si nos habremos ajustado la cinturilla más alta de lo habitual o, incluso, si habremos pegado un estirón de última  -para algunos desesperada y feliz-  hora.

Cuando se tiene un mes de febrero más  "reposado"  de lo normal, éste, por el simple hecho de llamarse febrero, nunca promete dar mucho de sí. Reconozcamos que el descanso con fecha límite 28 no sienta de la misma forma que el que expira un día 31.

Cada cuatro años la tabla de los números primos deja caer una cifra por estas fechas: el 29. Aparentemente, el número en cuestión no debería suponer una gran ventaja con respecto al otro, el 28, pero en un mes de los  "apacibles"  la cosa cambia. Para mal... y para bien.

Este mes yo he sido divisible por mí mismo y por 1, como caído también de esa lista celestial de la que también procede el 31. Afortunadamente, el único primo en este calendario sólo he sido yo mismo. Por lo tanto, quedando descartado un vil 29 e, incluso, un pérfido 31, ya me quedan escasos días para volver a la batalla.

Por otra parte, ¡pena de un brillante 29, o de un soberbio 31!  Las treguas, aunque sean forzosas, buscan siempre dilatarse, expandirse, estirarse. Como el listado de esos números que, de natural, aún con sólo dos divisores distintos, tienden a infinito.

lunes, 22 de febrero de 2010

Sampedro en Alejandría

Disfruto estos días con la lectura de La vieja sirena, de José Luis Sampedro, que ha sido reeditada recientemente por Destino. Es larga y me la tomo con calma, la misma con que se aguarda entre sus páginas la crecida anual del Nilo.

Al poco de comenzarla, sin saber qué podía encontrar en ella, me veo sumergido en el Egipto más clásico y decadente a la vez: el del desconcierto religioso, el de la multitud de dioses que buscan su sitio en los altares públicos y privados. El mismo de la reciente Ágora de Amenábar. Comprendo ahora que la reedición no es casual y me alegra que estas conexiones se produzcan de cuando en cuando.

La novela es una delicia escrita con exquisitez. Una historia de grandeza e intimidad que nos sienta a una mesa revuelta de fanatismos, registros de fantasía y superstición, e imperios pujantes o en ocaso irreversible. En ella Sampedro nos presenta al filósofo Krito, en sí mismo una mezcolanza que imita la tremenda complejidad del mundo. Y nos invita a seguir los avances de Ahram el Navegante, encarnación del poder que se urde y se trama, carne también de la ternura y la sensibilidad.

Quedo lentamente enredado entre los cabellos de Glauka, aunque se los hayan cortado sin casi haber podido olerlos. Su color el que va de la miel al fuego. Cortados como sus otros nombres, Irenia, Kilia y Falkis. Sensual, recóndita. Su vida gira ahora en torno a la de un niño, Malkis, al que cuida y educa. Lo demás irá llegando a medida que otros personajes vayan relacionándose con ella, respondiendo a su sensualidad y a su intuición.

miércoles, 17 de febrero de 2010

Sigo jugando

Lo de pegar cromos empieza a ser aburrido. Por eso decido ponerme a otra cosa. Extiendo en el suelo un retal rectangular de tela verde a la que mi madre le ha hecho unos dobladillos en los bordes para que no se deshilache. No recuerdo cómo ni por qué se me ocurrió que podía llevarme al pueblo semejante "invento". Desde luego, algo hay que hacer para entretenerse cuando se está solo, pero... ¿precisamente esto?

Me pongo a trazar sobre el trapo las líneas de un campo de fútbol. Utilizo un pedazo de cera blanca y, con la ayuda de una regla improvisada gracias a un listón de madera, voy dibujando esas rayas a una escala más inventada que aproximada. Me pregunto qué voy a hacer cuando termine mi obra sobre este lienzo verde, y si lo doblaré y lo guardaré en la maleta para que viaje conmigo de vuelta a casa, donde acabará marginado dentro de un cajón.

Mi idea era crear este campo reducido para jugar al fútbol en miniatura. Tengo a mi derecha una bolsa llena de chapas recolectadas la tarde anterior junto al bar. Bueno, más que un bar es un local que en tiempos fue la escuela del pueblo y que, durante el verano, alguien con mejor voluntad que visión comercial habilita como espacio donde poder tomar algo y comprar helados y chucherías.

Cuento con suficientes chapas. También tengo una de esas láminas que le venden a uno en las tiendas de frutos secos, llenas de pegatinas con las caras de los jugadores de la Selección Española de Fútbol. No sé si voy a acabar jugando al susodicho con toda esta parafernalia, pero ya me lo estoy pasando bien preparando el terreno en este césped de tela y pegando fotos dentro de las chapas de los botellines de cervezas y refrescos. A ver de donde saco yo ahora una bolita.

sábado, 13 de febrero de 2010

Más juegos

De una escena invernal soñada paso a otra estival, recordada esta vez. Ya se sabe, en los sueños uno puede saltar del más crudo invierno al verano más bochornoso en un abrir y cerrar de ojos (o en un cambio de postura, pues lo otro sólo se produciría al despertarnos, rompiendo así cualquier estado onírico en el que pudiéramos estar inmersos).

Las noches de verano este pueblo tiene algo que echo de menos desde este valle del Henares: uno puede dormir a pierna suelta, a veces incluso con la complicidad necesaria de una colcha o una manta. Los días, sin embargo, tienen las mismas cualidades que el resto de lugares de la meseta castellana y una tarde de agosto, con el sol tirando a dar desde lo alto, permanecer en la casa es siempre lo más sensato.

Esas tardes los niños nos ocupábamos en toda clase de juegos y entretenimientos. Me encuentro en el portal de la casa de la abuela, con su ligera pendiente que vierte hasta la puerta del corral. Me veo sentado en el suelo de cemento pulido, con un cojín guardándome de la fría superficie del piso. Estoy pegando cromos en un álbum de alguna de las series que ponían en la televisión de aquellos años. En Zorita, con vecindario insuficiente para dar de comer a unos pocos negocios, no hay tiendas donde poder comprar pegamento, así que lo fabrico yo mismo. El clásico engrudo, hecho de harina y agua, siempre funciona. Lo malo es que al aplicarlo sobre el papel humedece las páginas del álbum y tira de éstas hasta secarse, arrugándolas un poco. Si no se tiene mesura aplicando el engrudo, finalmente el álbum quedará muy abultado y coleccionará, aparte de los cromos, todas las gruesas capas adhesivas que uno vaya dejando.

Veo ahora el resultado. Más que a un álbum de cromos, su grosor me recuerda a una de las carpetas clasificadoras que todos hemos usado en el instituto.

jueves, 11 de febrero de 2010

De sueños y de juegos

Esta noche he soñado con las cosas del pasado, como muchas otras. Lo habitual es que cuando me despierto no recuerde nada, o casi, pero esta vez la ficción se acerca extraordinariamente a la realidad. Quizás por eso soy capaz de rescatarlo y contarlo.

Sueño que juego en la cocina de la abuela, en la casa de Zorita de los Molinos. Estoy junto a algunos de mis primos y también a alguien conocido, aunque extraño en ese contexto. Ya se sabe, en los sueños uno integra a propios y ajenos. Hacemos algo que nos encantaba hacer junto a la chimenea de los abuelos. En un rincón de la cocina, junto a un ventanuco que da al portal, la abuela solía dejar una escoba. Era un sencillo haz hecho de paja de centeno atada con un cordón de pita que le servía para barrer hacia el hogar las pavesas y otros restos despedidos por el fuego. Lo que a los presentes nos gustaba era extraer de la gavilla las pajas una a una y acercarlas a las ascuas de la lumbre:  una mala costumbre de las que crean adicción.

Ahí estamos, de noche, cuando en la cocina sólo existe la luz de una bombilla desnuda y la que el propio fuego emite. Encendemos las puntas de todos los tallos y comenzamos a moverlos como batutas bailando en el aire. Nos recreamos en la estela incandescente que describen, el paso fugaz de una serpentina de luz naranja. Duran poco encendidas, así que las pegamos una y otra vez a los tizones para prenderlas de nuevo. Cada uno intenta dibujar lo que le apetece, una espiral, una culebrilla, un cuadrado, un nombre propio, su propio nombre. La abuela nos descubre y, con razón, se molesta porque le estamos dejando la escoba inservible. ¡No me andéis con el fuego, que os vais a mear en la cama!

Y la mañana siguiente, cuando todos dormimos aún, vuelve a atar el haz de paja, tensando de nuevo la cuerda que ahora rodea fofa el cada vez más mermado manojo de barrer.

lunes, 8 de febrero de 2010

El wok

Dícese de una especie de sartén muy versátil que se emplea para saltear, freír o, incluso, cocinar al vapor los alimentos.

Dígase del restaurante al que fui a comer ayer.

Ya había estado en algún local de este tipo en otras ocasiones. Por un precio moderado puedes comer de todo lo que allí se ofrece todo cuanto quieras. Aprovechas para probar cosas nuevas, o cocinadas de otras formas, y aprendes a valorar el trabajo infernal de quienes están pegados a la plancha o a los fogones del wok. Lo malo es que tienes que levantarte de la mesa tantas veces como necesites, hasta saciar tu apetito. Primer mandamiento del Restaurante-Wok:  "Deberás ir, pillar y llevar a tu mesa cada cosa que quieras comer".

Cumplir esta ley resulta fácil en muchos casos. Trabajoso, sí, pero sencillo. Uno consigue acercarse al bufé y, como en la girola de una iglesia, dar una vuelta de reconocimiento. Después escoge aquéllo que más le apetece y se lo lleva para degustarlo. El problema, sin embargo, se plantea un domingo cualquiera a la hora de comer. En ese caso es como si todos los fieles -al wok, se entiende- hubieran sido llamados a la guerra santa. ¡Más madera!

Es la llamada de lo salvaje, el intenso latido de la jungla en el interior de hombres, mujeres y niños, el imperio la ley del más fuerte. Es curioso pero, incluso en domingo, el ansia y las prisas se apoderan de nosotros y, sumados a la irresistible atracción del bufé, hacen de tu comida la experiencia más parecida a un desayuno en unas vacaciones del Imserso.

-Disculpe, creo que se ha llevado mi comida a su mesa.
-Ah, sí, el caso es que el plato que he recogido tiene setas.
-¿Y?
-Que yo no se las había puesto.
-¿Entonces?
-Debe de ser el tuyo. Puedes ir a cogerlo, está sin tocar.

Sufrir el hurto de un plato de verduras y setas que uno ha pedido que le hagan al wok es algo de lo más común. Andaba pendiente de la plancha, de la que estaba a punto de salir el resultado de una combinación de gambas, navajas y pequeñas sepias pasadas por el acero al fuego. Entre codazos y refregones, veo que una señora se aleja de la barra, portando algo exactamente igual a lo que yo había seleccionado para mi plato. Opto por dejarla marchar, recojo mi comida a la plancha y miro si lo cocinado al wok está listo también. Lo único que sale de allí es algo similar, pero no es lo mío. Salgo disparado a por la señora.

Mientras doy buena cuenta de la comida oigo de nuevo el rugido de la selva. El vecino de la mesa de al lado llega más cabreado que una mona. También le han quitado su plato. Alguien ha pillado lo primero que ha salido de las cazuelas y ha corrido a devorarlo entre la maleza.