jueves, 30 de diciembre de 2010

Villancicos

Es tiempo de villancicos. Y también de compras navideñas. Por cierto, odio las megafonías que machacan estas grabaciones generalmente atestadas de voces impúberes. Las odio como reclamo para posibles compradores  -fallido en mis carnes-  y las detesto también como ambientación musical de grandes y no tan grandes almacenes. Me gustan más cuando las elijo porque me apetece escucharlas o las pongo y las dejo de fondo, sin hacerles demasiado caso.

Volviendo a las compras, un posible regalo estos días podría ser un disco. Desconozco si todavía es posible encontrar por ahí el cedé  Luna: Romanzas, Canciones y Danzas, de José María Cano. Aunque haga más de una década de su edición, sigue siendo una apuesta segura. Cuando Mecano se disolvió y cada uno de sus integrantes pasó a dedicarse a lo suyo, J. M. Cano se empeñó en llevar a cabo este proyecto espectacular.

Su canción  Hijo de la Luna  tenía un argumento con suficiente entidad como para servir de base a una ópera y el compositor lo aprovecharía. La Caballé había grabado ya la canción y sugerido a su autor que podía llegar a ser un buen compositor lírico, pero no se imaginaba la retahíla de avatares por los que Cano habría de pasar hasta llegar a... no estrenar. La obra, a juzgar por la grabación existente  -la de este cedé-, tiene que ser una maravilla, pero aún hoy seguimos sin conocerla íntegra. Aunque tuvo su puesta de largo en Valencia, me temo que fue solo un amago, apenas unos fragmentos en versión de concierto.

Uno de ellos es este villancico con el que podremos ambientarnos estos días. Sí, lo sé, contiene voces de niños, aunque parece que junto a la de Plácido Domingo eso se lleva de otra forma...


viernes, 24 de diciembre de 2010

Felices Fiestas

Para quienes hayáis tratado de leer el cuento de Navidad de Simón en el orden inverso, supongo que así os será más fácil. De arriba abajo es lo normal, digo yo, aunque la cronología de los posts haya sido la contraria.

En fin, quisiera desearos una muy feliz Navidad y todo lo mejor para 2011. Espero que este blog pueda seguir siendo un punto de encuentro a lo largo del año que viene y que quienes os pasáis por aquí sigáis encontrando en él algo interesante, aunque solo sea de vez en cuando.

La Navidad de Simón ( I )

Desde muy niño le habían tratado como a un adulto más y en su casa todo era orden y obligación. Su hermano, ya adolescente cuando él nació, siempre le había utilizado y tenido a su servicio. "Hazme la cama, límpiame los zapatos, ordéname el cuarto". Aunque hacía unos años que se había independizado y sus exigencias eran menos frecuentes, para Simón seguía siendo un suplicio tener que atenderlas.

De sus padres podía decir que no eran tan interesados como su hermano pues prácticamente le ignoraban, tan ocupados como estaban por llevar su vida de rectitud y seriedad. Jamás le felicitaban ni elogiaban y sus magníficas notas nunca eran un acontecimiento. Según le decían, sacar sobresalientes era una obligación por la que no debía esperar recompensa alguna. Incluso en el deporte destacaba sobre todos los demás, pero su familia nunca le premiaba de ninguna manera. Ni siquiera con una triste palmadita en la espalda. Las numerosas medallas que conseguía habían terminado siendo sólo un peso enorme que no le permitía alzar el cuello.

Simón no era feo, aunque tampoco el más agraciado de su grupo de amigos, si es que podía llamarlos así. Las chicas no solían enviarle la clase de señales que necesitaba recibir para lanzarse al abismo. Le costaba mucho aventurarse y, cuando por fin intentaba algo, una negativa podía llegar a ser descorazonadora. Por suerte las que había recibido ese año no habían minado su voluntad férrea, único pilar de su anodina existencia.

Acababa de comenzar sus vacaciones de Navidad y más que nunca echaba de menos el calor de los auténticos amigos y el abrigo de un verdadero hogar. Sentía que en su casa hacía mucho frío, más incluso que en las calles heladas de aquel gélido diciembre.

La Navidad de Simón ( II )

Ese día celebrarían la Nochebuena y quería saber si harían algo especial. Le costaba mucho imaginarse disfrutando de una cena alegre y divertida, sin tener que soportar el silencio de su padre y la cara de circunstancias de su madre. A pesar de todo nunca perdía la esperanza de que algún día las cosas empezasen a cambiar.

–Luego vendrá tu hermano. Hoy tendremos una cena familiar –le dijo su madre–. Por cierto, tienes que ir a comprar unas cuantas cosas: el vino de la etiqueta roja que tanto le gusta, el paté que suele pedir, crema de castañas y… ah, sí, frutas escarchadas. Le encantan.

Todos los años era lo mismo. Debían poner una mesa al completo gusto de su hermano. A Simón le repateaba tener que complacerle hasta en el detalle más nimio. Mientras se calzaba y abrigaba se le ocurrió que tal vez podría hacer una petición personal:

–¿Puedo traer también una anguila de mazapán?

De niño una vez tuvo una. Un tío lejano se la regaló unas Navidades y siempre la recordó como el dulce más delicioso que nunca había probado.

–No. No puede ser. Te doy lo justo para que compres lo que te he dicho y nada más.

La respuesta de su madre no le produjo extrañeza, así que se ahorró la réplica y se enrolló bien su bufanda al cuello. Llevaba mucho dinero, pues los caprichos de su hermano eran muy caros. Se acercó a la mejor tienda del barrio, una para gourmets en la que presumían de vender lo más selecto de la ciudad. Mientras esperaba a ser atendido no podía dejar de pensar en las palabras de su madre. “Hoy tendremos una cena familiar”. ¿Acaso el resto de los días no cenaban en familia?

Cuando salió de la tienda estaba muy irritado. Tenía unas ganas terribles de estrellar la botella de vino contra el suelo y echarles a las palomas –o mejor, a las ratas– el resto de la comida que acababa de comprar. Seguro que sabrían apreciarlo todo mucho más que su destinatario, quien durante la cena se preocuparía únicamente de revisar las etiquetas y glosar las excelencias de tan refinados productos. No le apetecía volver a casa: solo pensar en la escena nocturna de amor fingido le angustiaba hasta la enfermedad.

La Navidad de Simón ( III )

Caminó sin parar hasta llegar a una estación de tren. Nunca había ido tan lejos en aquella dirección y le gustó experimentar una tenue sensación de libertad. Lástima que con aquellos trenes tan a mano no tuviese dinero para sacar un billete y escapar más lejos aún. Se sentó en un banco frente a los tornos que daban paso hacia las vías y, después de un buen rato observando trenes y viajeros que iban y venían, se convenció de que allí era donde quería pasar la Nochebuena. Tenía lo necesario: cobijo y lo suficiente para cenar.

Entre la multitud que salía de uno de los trenes vio a una chica que se acercaba hacia él. Iba tan cargada que tuvo que detenerse un momento para redistribuir sus bultos. Se dio cuenta de que Simón la observaba.

–Oye, ¿por qué no me echas una mano? –le dijo–. Organicemos todo esto un poco y subámoslo a mi casa. Vivo aquí, al lado.

De entrada se sintió idiota por no haberle ofrecido ayuda antes de que se la reclamase. Aunque también le intimidó el modo tan directo con que la chica se dirigió a él. Sin embargo un primer impulso, tardío pero oportuno, le hizo levantarse y ponerse a colaborar.

–Es para la cena de esta noche. Vamos a ser muchos –le explicó. Y no le hacía falta jurarlo, a la vista de la enorme cantidad de bolsas y cajas que costaba mucho deducir cómo había podido llevar ella sola hasta allí.

No tardaron en llegar hasta el portal de la chica.

–Será un momentito –le dijo mientras abría la puerta empujándola con la cadera–. Espero no robarte mucho tiempo y, de verdad: te lo agradezco.

–No te preocupes, tengo todo el tiempo del mundo –contestó él, más desenvuelto y con la determinación de aplazar al máximo su vuelta a casa.

jueves, 23 de diciembre de 2010

La Navidad de Simón ( IV )

Subieron y lo dejaron todo en la cocina.

–Perdona por el desorden, pero llevo unos días tan ocupada con lo de esta noche que no he tenido tiempo para nada –la chica se disculpó–. Uff, tu ayuda me viene muy bien –respiró–. Por cierto, me llamo Laura.

–Yo Simón –se presentó también, animado por momentos–. ¿Por dónde empezamos?

Abrieron las cajas. Había panecillos, jamón, queso, pavo trufado, salmón, gambas y muchos dulces. De las bolsas sacaron frutas de todas clases y varios paquetes de servilletas decoradas. En el horno había un magnífico asado de carne que llenaba la casa de un olor suculento.

–Disfruto mucho haciendo esto, preparando toda esta comida, imaginándome cómo serán las caras de nuestros invitados.

Sin haberlo previsto Simón se había convertido en el pinche de una estupenda cocinera y preparaban la cena de Navidad para una familia que, con total seguridad, sería mucho más acogedora que la suya.

–Si quieres puedo ayudarte a poner la mesa –se ofreció, dispuesto a demostrar que se las apañaba bien con ciertas tareas.

–No hace falta, la verdad es que no vamos a cenar aquí. Todo está organizado en otro lugar –se fijó en la bolsa que llevaba y en el nombre de aquella tienda tan selecta y cara–. Ojalá pudieras venir, pero supongo que te estarán esperando para una cena maravillosa.

–Bueno, yo…

En ese momento sonó el timbre.

–Ese debe ser mi primo –anunció Laura, acercándose a abrir.

–¿Estás lista? –Apremió el recién llegado, asomándose por la puerta entreabierta–. Nos tenemos que marchar ya.

–Mira, este es Simón –le dijo–. Me ha estado ayudando con los preparativos.

–Encantado, Simón. ¿Te importaría echarme una mano para cargarlo todo en la furgoneta? –Propuso con método idéntico al que su prima había empleado cuando se vieron en la estación. Debía de ser algo genético.

Cuando Simón quiso darse cuenta ya habían subido y bajado media docena de veces y completado la operación.

–Vámonos ya. Más de uno se estará poniendo nervioso y todavía hay mucho que hacer –les recordó el primo–. Ven, móntate aquí, que así Laura vigila que ahí detrás no se vuelque nada.

Arrancó y en cuanto ella estuvo lista salieron a toda prisa.

–Vaya, veo que te has animado –le dijo a Simón al darse cuenta de que al fin iba con ellos–. No sabía que pudieras.

–La verdad es… –¿qué podía decir?–… lo que hay en la bolsa me lo ha dado un matrimonio en la estación. Me han visto solo y…

–No te preocupes –le interrumpió–, no hace falta que me expliques nada –le tocó el hombro desde el asiento trasero–. Lo vamos a pasar bien, Simón. Ya somos una gran familia y uno más es siempre bien recibido.

Mientras sus anfitriones hablaban de sus cosas él le daba vueltas a la cabeza. No sabía si hacía bien, montado en aquel vehículo camino de una cena de Nochebuena con desconocidos. Todo había sucedido tan deprisa que no estaba muy convencido, aunque tenía claro que, de poder elegir, prefería estar en cualquier sitio antes que en su propia casa. En el fondo aquella noche le importaba muy poco lo que pudiera pasar en su casa.

La Navidad de Simón ( V )

A su paso por las calles del centro había oscurecido ya. La noche aparecía cerrada y la niebla engullía todo contorno de siluetas conocidas o no. Las pocas personas que pasaban iban algo apresuradas para no llegar tarde a sus citas. Junto a algunos portales a los que entraban esos transeúntes había cartones, jergones envueltos en mantas roídas, sacos de dormir, carritos de la compra y maletas llenas de multitud de cosas.

–Fíjate –le dijo Laura a su primo–, veo que no están ni Pedro, ni Dolores, ni tampoco el señor Arturo.

–Les habrá costado mucho separarse de sus cosas –añadió él mientras afinaba la vista intentando encontrar un hueco para aparcar–. Me alegro de que se hayan animado.

Cuando descargaron la furgoneta por completo se acercaron a una plazuela donde había instalada una carpa. Estaba iluminada por dentro y desde fuera daba la impresión de ser una enorme caja de luz, cálida y especial.

–Hemos llegado – informó Laura–. Aquí cenaremos este año.

Entonces pasaron por una puerta plegable al caldeado interior de aquel espacio blanco. Dentro se encontraban reunidas en torno a una mesa unas veinte personas. Algunos estaban acabando de organizar los platos y cubiertos sobre los manteles. Otros conversaban ajenos a llegada de Laura, su primo y el desconocido Simón. Unos cuantos, sin embargo, los miraron con una sonrisa de bienvenida y avisaron a quienes parecían ser compañeros en la organización de todo aquello. Era como si ya no faltase nadie más.

–A pesar de las estufas algunos no se quitan el gorro. Ya lo ves, en invierno es como su segunda piel –le comentó Laura a Simón mientras movían la caja más grande de todas, la del asado.

Le resultaba difícil precisar los años que cada uno de ellos tendría. Mientras colaboraba con Laura los observó con cierto pudor. Muchos habían procurado aderezar sus ropas con motivos navideños que les añadían una gracia típica. Sus arrugas y su piel curtida parecían deberse al frío, aunque también al sol y al desamparo. Algunos no se habían despojado de los abrigos y chaquetones que tanta falta les harían fuera de aquel lugar. Al instante, mientras seguían disponiendo cada cosa en su sitio, se vieron rodeados por unos cuantos hombres y mujeres que abrazaron y besaron a Laura. Era cierto, formaban una gran familia. También hubo besos y abrazos para Simón, a pesar de ser un completo extraño. No estaba acostumbrado a tanto afecto en tan poco tiempo y tuvo que sobreponerse a algún que otro pellizco de emoción.

La Navidad de Simón ( VI )

Mientras unos cuantos conversaban con volumen de voz elevado y también realzados ademanes, otros parecían querer aislarse de todo y de todos. Éstos tenían la mirada perdida, fija en algún punto de las blancas lonas, y el pensamiento vagabundo tal vez en otros lugares y otros tiempos. Uno de ellos, un señor de entre cincuenta y sesenta años –complicado precisarlo–, se recreaba en la visión de un adorno de acebo que colgaba de una de las aristas de aquel salón de quita y pon. Esbozaba una sonrisa entre nostálgica y triste. Al poco se quedó mirando a Simón y, cuando advirtió que éste también le miraba, le hizo una señal para que se sentase junto a él. Llevaba una gorra que recordaba a las de los ferroviarios y tenía su larga barba enredada. Jugueteaba con los cubiertos, pasándolos de un lado al otro de su plato.

–Me llamo Arturo –se presentó y señaló a los chicos y chicas que ayudaban a Laura con los preparativos–. Durante todo el invierno vienen a traernos bocadillos y bebidas calientes. Nos dedican un buen rato y no hay nada como su compañía para combatir el frío. ¿Ves esa ramita de acebo con sus bayas rojas? –Señaló el punto al que hacía unos instantes tendía su mirada–. Hace muchos años, cuando era como tú, en mi casa se ponía ese tipo de adornos. Cenábamos en familia, cantábamos villancicos y salíamos a pedir el aguinaldo a los vecinos. Ah, qué tiempos aquellos. Recuerdo los dulces de entonces. En casa nunca faltaban los mazapanes ni los alfajores, ni aquellos pedacitos de fruta que parecían estar…

–Escarchados –completó Simón.

–¡Eso es, qué delicia! –respondió a punto de relamerse.

Entonces el chico se levantó un momento a buscar la bolsa que contenía su compra.

–Tome, para usted –y sacó de ella la bandeja de fruta escarchada que su madre le había encargado para su hermano. El señor Arturo recibió el obsequio con gran sorpresa y alegría.

–Muchas gracias, muchacho. Hacía tiempo que nadie me regalaba nada. Oh, sí, esto es para mí un gran regalo. Después de la cena lo compartiré con todos.

–También podrá compartir con los demás estas otras cosas –le dijo, poniendo sobre la mesa la botella de vino y el resto de su compra.

–Ah, no, muchacho, es demasiado y yo…

–Supongo –le interrumpió– que nunca es demasiado si quien lo recibe lo aprecia de verdad. Todo esto iba a terminar esta noche sobre otro mantel, mucho más estimado por su precio que por su verdadero valor.

El hombre aceptó agradecido y tras hacer una pausa dijo:

–Y dime, muchacho, ¿por qué hoy no cenas con tu familia?

Simón se lo pensó un instante.

–Porque a pesar de tener unos padres y un hermano y vivir en una casa con calefacción, es allí donde tengo más frío. También porque siento que nadie me quiere y porque supongo que hoy eso me duele mucho más que el resto del año.

La Navidad de Simón ( VII )

Se hizo en la sala un silencio general, como si todos a la vez, dentro de sus respectivas conversaciones, estuvieran pensando qué decir a continuación. El señor Arturo aprovechó que el bullicio nacía de nuevo:

–Te contaré algo, muchacho. Hace muchos años, como tú, salí de casa con el único deseo de no volver jamás. No me detuve a reflexionar ni quise tratar de comprender que los demás tendrían sus razones para comportarse como lo hicieron. Solo quise deshacerme de todo lo que me hacía daño. Al principio no se me dio mal y encontré gente que me comprendía. Gracias a esas personas pude viajar y aprender lo necesario para rehacerme en otros lugares. Durante muchos años me sentí fuerte, independiente, seguro de mí mismo y capaz de llevar mi vida más lejos de lo que jamás hubiera imaginado. Y así creo que fue, pues viví en países remotos, demasiado alejados quizás. Me hice conductor de trenes y me movía por todas partes. Cuando me aburría de vivir en Chile me pasaba a Argentina; incluso trabajé en Sudáfrica y llegué a dar el salto hacia Nueva Zelanda. Tenía la sensación de llevar mi vida a donde quería, siempre bien encarrilada. Nunca pensaba en el pasado, ni siquiera en las cosas buenas.

» Pero un día de Navidad algo cambió. Había pasado a una tienda cuyos dueños habían decorado con motivos invernales. Imagínate, una Nochebuena en el verano austral es tan distinta… Pues bien, aquella tiendecita me devolvía directamente a la infancia, a los villancicos con pandereta y zambomba, a las castañas asadas, a las noches de Reyes. Volvió entonces a mi mente el recuerdo de mis padres, de mis hermanos y de todo lo que había sido parte de mi vida. Ya no me acordaba de sus caras ni de sus voces, pero los sentía muy cerca a pesar de estar más lejos que nunca. Decidí que tenía que volver –Arturo hizo un receso que le extrajo de dentro un enorme vacío–. Pero una vez aquí supe que habían muerto. Una serie de largas enfermedades y algún suceso trágico se los habían llevado. Ya no estaban y no podía hacer nada para remediarlo –una nueva pausa y un suspiro fueron suficientes para concluir su relato con pocas palabras más–. No sé si te lo he dicho aún: cuando me marché tenía tu edad.

Simón no sabía qué decir. Una maraña de impresiones se había apoderado de sus pensamientos y, aunque creía que debía compadecer a aquel hombre, lo único que sentía hacia él era una enorme gratitud.

miércoles, 22 de diciembre de 2010

La Navidad de Simón ( VIII )

Al momento llegó Laura.

–Señor maquinista, ¿partimos? –le dijo al señor Arturo, al tiempo que le ajustaba la gorra, algo ladeada hasta entonces.

–Claro –respondió éste–, cuanto antes o se enfriará.

–Simón, la semana que viene tenemos un partido de fútbol. Ya se han apuntado muchos –se refería a unos cuantos de los comensales y a algunos compañeros suyos–. ¿Vendrás?

En ese instante se oyó un coche que aparcaba junto a la carpa. Hacía un ruido que el chico reconoció al instante. Era el del motor del coche de su hermano, un bien conservado cupé de los cincuenta del que se había encaprichado recientemente.

–¿Un partido? –Respondió a Laura, devolviendo su percepción a la conversación que mantenía–. Me apunto. Tú dame un balón y ya verás de lo que soy capaz.

Acto seguido entraron al comedor dos personas a las que no le costó identificar. Reconoció sin dificultad sus caras de disgusto y las miradas contrariadas que le lanzaron tras localizarle. Permanecían pegados a la puerta observando a su alrededor con muecas de perplejidad.

–Arturo, tengo que marcharme –le dijo Simón a su reciente amigo, sin perder de vista a sus padres–. ¿Sabes? Supongo que me ha tocado pasar por la vida en un vagón de tercera. Pero este es mi tren y ahora no voy a correr tras otro. Tal vez pueda entrar a otros vagones, mejorar el pasaje, ir por las vías que prefiera, evitar los túneles más fríos y oscuros, quién sabe.

–¿Te veré, muchacho? –Le preguntó al tiempo que escrutaba a aquella extraña pareja que seguía petrificada junto a la entrada.

–Claro, Arturo, y daremos juntos una vuelta –le dijo y le estrechó la mano con fuerza.

Entonces Laura se le abrazó y le dio un beso muy dulce, tanto como su añorada anguila de mazapán. El rubor se le subió a las mejillas y en un segundo lo llenó todo el calor que había echado de menos durante el invierno.

La Navidad de Simón ( y IX )

Cuando salió al exterior y se reunió con sus padres no hubo ni besos ni abrazos, ni siquiera llantos acompañados de reproches –unas pocas horas de ausencia no parecían dar para tanto–. Seguía habiendo lo de siempre: seriedad y desapego. Pero a Simón todo eso ya no le dolía tanto. Llevaba dentro una sonrisa y por ahora no quería descomponerla. Dentro del coche de su hermano se recreó en la insólita visión de sus padres en el asiento trasero, sin apenas espacio para moverse, tan apretados como nunca los había visto, incómodos porque mostrar semejante fricción no era lo adecuado. Algo tan asombroso debía quedar bien grabado en su retina y en el recodo más risible de su memoria. Su sonrisa interior amenazaba con romper en carcajada interior.

Camino a casa nadie hablaba. Cada uno daba cauce a sus propias ideas y, pensó Simón, no sería complicado suponer en qué consistían las de los demás. Por fin su hermano rompió el hielo.

–Anda, abre la guantera. Hay algo para ti –dijo, y acto seguido Simón sacó de ella un paquete de base redonda y lo palpó–. Parece mentira que te hayas escapado por esa tontería. Menuda estupidez.

–¿Una anguila? –preguntó, aun conociendo la respuesta.

–Pues claro que es tu maldito bicho de mazapán –le replicó en tono burlón–. ¿Qué? ¿Ya estás contento?

Pero Simón no contestó y se limitó a devolver aquel paquete a su compartimento. Aquella Nochebuena había probado cosas mucho más dulces. Incluso lo que ocurría durante aquel trayecto en coche le dejaba buen sabor de boca. Dentro su ataque de risa ya se había transformado en placidez y comenzaba a darse cuenta de que algo empezaba a cambiar.