viernes, 29 de enero de 2010

Caulfield y Fogg

Estos días, leyendo El Palacio de la Luna, de Paul Auster, he pensado más de una vez que su protagonista tenía mucho que ver con el de El guardián entre el centeno. Ayer murió J. D. Salinger, padre de la criatura, y vuelvo a pensar que las casualidades existen, o que, sin llamarlas necesariamente así, el mundo está hecho de las conexiones entre el sinfín de cosas que nos rodean, los millones de sensaciones que nos asaltan a todos a la vez, y el cruce de nuestros pensamientos y su producción imparable.

No es que Holden Caulfield, el hijo de Salinger, sea primo hermano de Marco Stanley Fogg, el de Auster. Cada uno vive en un momento diferente y los Estados Unidos han cambiado también lo suyo entre los años cincuenta y los sesenta. Lo que sí ocurre es que en las dos novelas hay unos cuantos puntos comunes, aparte del gran escenario en el que las dos se desarrollan: Nueva York.

Tanto Holden Caulfield como Fogg son dos jóvenes en plena búsqueda de sí mismos. Muchos, cuando leen El guardián entre el centeno a eso de los quince años, acaban identificados con su protagonista, reconociéndose en su actitud y en su rebeldía. Les entiendo, aunque es posible que hoy nuestro modo de vida les separe de esas pulsiones algo más básicas de Caulfield, distintas de otras más "tecnológicas" que hoy les asaltan. Quizás porque lo leí con el doble de la edad que se le supone a su lector ideal, no tuve la sensación de que debía estar entre mis libros de cabecera (¿los tengo?). Tal vez también rechacé ese tesón autodestructivo del protagonista, algo en lo que coincide con Fogg, al menos en una buena parte de la novela.

Otros personajes también me recuerdan los unos a los otros. Sunny, la prostituta de El guardián, aparece casi de la misma forma que Kitty Woo, la amante y después novia de Fogg. Otros individuos con un toque redentor surgen para dar un poco de esperanza (no tanto a los protagonistas como al propio lector). Son el señor Spencer, ex-profesor de Holden, y Effing, viejo excéntrico que sirve a Fogg para centrarse y asumir alguna responsabilidad.

Fogg acaba tocando fondo cuando pasa una temporada viviendo en Central Park. Allí mismo se produce uno de los hitos de El guardián: la conversación surrealista que Holden mantiene una noche con un taxista, preocupado por saber dónde van los patos del lago de Central Park cuando éste se congela cada invierno. En El Palacio hay otro encuentro nocturno: un encuentro con la imaginación más pura, la de un joven negro que juega con un paraguas roto. Esto traerá alguna consecuencia; la noche cumple su papel motor en ambas novelas.

Y digo yo: tanto rollo para recordar a Salinger y reconocer a Auster.

lunes, 25 de enero de 2010

La abuela ya está en casa

Después de su ingreso en el hospital la abuela ya no volvió a las casas de sus hijos. Durante muchos años pasó largas temporadas con cada uno de ellos y para todos siempre fue su huésped más querido. Se sentía a gusto viviendo con unos y con otros. A fin de cuentas, estaba con los suyos. Pero su verdadero anhelo era ver llegar el buen tiempo para volver al pueblo. Y no es que en los meses más fríos del año no pudiera permanecer allí, pues su casa estaba disponible, deseosa de albergar a su señora. El verdadero motivo de su ausencia tenía que ver con la compañía o, mejor dicho, con la falta de ella.

Zorita de los Molinos ha ido perdiendo casi toda su población. Sus habitantes se fueron marchando a otros lugares donde poder ofrecer más oportunidades a sus hijos, o simplemente envejecieron y fallecieron. A la abuela siempre le costó mucho resignarse y aceptar que debía alejarse de Zorita durante buena parte del año. Por eso, llegada la Semana Santa, volver a su casa era lo que más deseaba. Con la primavera sabía que no tardaría en estar de vuelta en su tierra, al igual que otros tantos vecinos suyos con quienes compartía ese trajín estacional. Ésos, los que podía pasar en el pueblo, eran los mejores días. Los exprimía con avidez, hasta que se marchaban los calores del verano y regresaba de nuevo junto a sus hijos, a llevarles su propia calidez.

En su casa ella se organizaba a su manera y disfrutaba con sus rutinas y quehaceres. Era un auténtico placer verla moverse entre la cocina y la despensa, trayendo y llevando sus pucheros, extrayendo de sus ollas el chorizo conservado en manteca de cerdo, friendo sus riquísimos torreznos de tocino entreverado, preparando esas tortillas exquisitas que nunca nadie logrará imitar, o sacando de la alacena el chocolate para dárselo a los nietos y biznietos. Qué delicia estar con ella mientras hacía con sus manos grandes y fuertes las hojuelas, las rosquillas, los huesitos, cada cosa a su tiempo, con orden y dentro de sus fechas. Qué gusto observarla cortar perejil de las matas que ella misma criaba en el corral, o verla allí mismo echar las sobras de la comida a los cuatro gatos que andaban por los tejados. En cuanto la oían acercarse corrían a dar buena cuenta de lo que les dejaba en una vieja latilla.

Tía Juana; así era conocida por todos sus vecinos. En las tardes de verano, cuando el sol bajaba lo suficiente como para dar algo de tregua al calor, salía a pasear. Incansable, junto a quienes podían seguirle el paso, se encaminaba hacia el molino de David, o por el camino de la ermita hacia el Chorrito, o en dirección al pinar de los Caleños, o a donde ella quisiera, que nunca nadie le dijo donde podía o tenía que ir. No perdonaba su paseo diario, para el que sólo tenía la disculpa de un catarro o un día de perros.

Era una gran conversadora y no dejaba de pasmarnos una y otra vez con su memoria prodigiosa. Capaz de recordar infinidad de fechas, nombres y hechos, le encantaba relatarnos su abanico inagotable de anécdotas, siempre amenas. Por todo esto era tan querida, y por otro sinfín de virtudes.

Juana ha sido la madre, la tía, la abuela. Trabajadora y luchadora, fuerte como pocas, siempre justa. La recordaremos contenta y afable, llenándonos el alma con su risa de lagrimal feliz.

Ahora ha regresado a Zorita, a su casa.

domingo, 10 de enero de 2010

Noche blanca

Anoche caminar por la calle tenía su encanto. La nieve crujía bajo cada pisada. El sonido quedaba amortiguado por la nieve, al igual que cada paso. Crujidos en blanco en una noche blanca.

Para apreciar su belleza era necesario abstraerse del nerviosismo de tanta gente para la que los planes debían alterarse. Quien llegó al cine en coche tuvo que dejarlo aparcado y tomar un tren ligero de vuelta a casa. Los llegados en autobús a la casa de unos amigos, necesitaron marcharse caminando, o sobre raíles, o aceptar la hospitalidad de quienes les habían recibido para una visita sin más. Todos querían resolver los frutos de un imponderable.

Pero lo bonito era salir, dejarse encantar por los copos y su caída suave. Gorros de lana, guantes, abrigos con el cuello erguido. Rostros tensos por el frío, velados por el vaho que se escapaba entre labios no tapados por bufandas. Escenas propias de otros territorios, otros países, al menos las de tranquilidad, las de personas parecidas a las que tienen costumbre de vivir nevadas frecuentes.

Pero lo mejor era verse solo, escuchar en el silencio, mirar alrededor y recrearse en la quietud del blanco.

sábado, 9 de enero de 2010

La cabalgata

Martes 5 de enero, noche de Reyes. Asisto al discurrir de la cabalgata que el ayuntamiento de esta ciudad patrimonio ha organizado en honor a los Magos de Oriente. No estaba en mis planes, pero de camino hacia otros barrios no queda más remedio que atravesar las calles por las que pasan sus Majestades y sus séquitos. Eso, o dar un rodeo propio del mismísimo Marco Polo. Acabo alcanzando el punto en el que debo parar y admirar lo que está por llegar.

Una carroza vacía se abre paso tirada por media docena de renos inertes. Si su trayectoria no estuviera marcada por cientos de personas expectantes, parecería un convoy fantasma salido de la niebla nocturna. Es un bonito vehículo que debería ir conducido por alguien pero, extrañamente, aparece desocupado. Podría tratarse de una buena broma, aunque dudo que a la organización se le haya ocurrido sugerir de esta forma la rivalidad entre los Magos y el gordito lapón del traje de la Coca-Cola.

Llega otra carroza. La habita sólo una chica vestida de paje. La pobre se mata intentando lanzar todos los caramelos que le han encargado arrojar a la concurrencia. Tal vez, de seguir esta progresión, la siguiente carroza vendrá llena de... dos inquilinos.

A pie, también un rey mago, el de la melena y barba blancas. Los niños lo miran desconcertados, poniendo más o menos la misma cara que ya han practicado al percatarse del vacío del primer vehículo que han visto pasar. "Si no hay camellos, ni caballos, ni ponis, ni carros ni carretas, ¿cómo me van a llevar a casa todo lo que me he pedido?"

Tras decenas de pastores, pastorcitas y comparsas más propias de un carnaval que de un desfile de epifanía, llegan las carrozas de los Reyes. Dan el pego, sí, pero creo que acierto con las cifras que antes aventuré: van medio vacías. ¿Faltan niños en esta ciudad para acompañarles y animar un poco la fiesta? Y Baltasar, como cada año, vuelve a ser capítulo aparte. Mejor no abundar en ese tizne impostor que delata otro año más las chapuzas de turno de este ayuntamiento.

La cosa se acaba. El coche escoba nunca ha tenido un sentido más literal como aquí. Un estruendoso ejército de barredoras sigue a la última carroza, tan de cerca que a los niños que desean pasar a recoger los caramelos que han quedado en mitad de la calzada no les queda más remedio que reprimirse. Eso, o ser absorbidos por las aspiradoras, barridos por los cepillos y convertidos en sujetos de hechicería macabra. A Tim Burton le cuadraría la escena para una de sus historias. Esperaré a que se estrene.

Con respecto a la cabalgata, si lo llego a saber doy un rodeo.