miércoles, 29 de junio de 2011

Tiovivo de verano

En casa la barra de mercurio parece hierro candente. Araña con su filo esos números de los que preferiría mantenerla lejos. Calor, calor, calor. Pero es lo que debe ser, que para esto hemos cambiado la ropa de invierno por otra más ligera. Me pongo dos de esas prendas  -algodón ligero y lino-  y me marcho al trabajo. En el portal se está fresquito. Miro a través del vidrio de la puerta  -barrotes negros, tiradores dorados-. Al otro lado me ciega una luz blanca propia de las apariciones marianas. Me quedaría un buen rato al pie de los buzones, revisando el correo. Cachis, solo folletos comerciales y propagandas que tiro ipso facto a la papelera.

De camino a la estación busco la sombra como el perro en febrero. A mi lado pasa una furgoneta haciendo un ruido de larga pegatina arrancada pesadamente. No me haría ninguna gracia ver mis suelas adheridas al asfalto como sus ruedas, deshiladas cual chicle requetemascado.

Sudo. Accedo al andén por un subterráneo. De la fresca sombra salgo de nuevo al fuego. 5 minutos para mi tren. Me pongo los cascos. La radio anuncia otra subida de las temperaturas. La canícula me nubla la visión. Mi tren llega borroso, frena difuso, se detiene turbio y abre sus puertas imprecisas. Han configurado el climatizador en el preset Aldea Siberiana. Me desoriento mientras mi cabeza asimila la anunciada subida del calor y mi cuerpo experimenta, digamos, cierta gelidez.

No sin esfuerzo, me aclimato. El recorrido termina. Prepárate, amigo, la bofetada será despiadada. ¡Zas! Camino a duras penas, cuesta respirar. Cruzo una calle. Más neumáticos pegados a la calzada, olor a alquitrán y a goma chamuscada. Mi autobús espera. Subo. Otra lanza de frío. Pico mi billete, me encojo. En menos de 10 minutos de trayecto y tiritona me acuerdo con nostalgia de mi gorro, mis guantes, mi bufanda y mis botas de borrego. Paramos. El par de puertas se pliega. Esta vez agradezco el manotazo de fuego, pero solo hasta tener el sol encima otra vez. Panel con reloj-termómetro. No sé si mirarlo, ya se sabe, por lo del calor psicológico. Venga, hombre, que es verano, ya tocaba, ¿no?

14:55 / 42ºC

Me hago bajito por momentos. Últimos metros, por fin, abro la puerta del edificio. Ay, otra vez enero, ya no sé cómo tomármelo. Hall. Saludos. Ascensor:  los focos radian una primavera encerrada en una caja. Primera. Segunda. Tercera planta. Ya estoy. Bienvenidos a la Antártida.

sábado, 25 de junio de 2011

Sunset Park

En lo último de Paul Auster reconozco su estilo, sus temas, sus personajes, su forma de mirar sobre Nueva York. Es esta la realidad actual de los Estados Unidos en plena crisis, cebada en las carnes de Miles Heller y otros personajes con quienes convivirá. Todos ellos atraviesan por episodios que no dejan de ser distintas caras de ese mismo problema y, a la vez, piezas que completan para el lector el rompecabezas de la historia del protagonista.

Auster no puede ocultar el dolor que le produce esta situación crítica, la de los deshaucios de los caídos en tan desalentadora batalla y los parados que se rascan los bolsillos sin dar con un mísero tintineo. Damos en la novela con jóvenes desamparados  -el mismo Heller, su novia menor de edad, y sus compañeros de casa okupada, que estudian y no tienen grandes ambiciones-,  pero también conocemos a otras personas, como Morris Heller, el padre editor, o a la madre, reconocida actriz, o a otros de quienes Miles se ha alejado durante años. Éstos últimos, lejos de sufrir problemas económicos, sobrellevan las secuelas que ha ido dejando la actitud del joven Miles, herrante, abandonando y siendo abandonado, roído por su sentimiento de culpa, el que lo atormenta y no le deja vivir en paz.

En Sunset Park su autor trata sobre el azar y la intervención sobre él y sobre el destino. Muestra, además, su compromiso firme con la realidad y con el cambio. Confía en aplicar la creatividad ante las dificultades, asumiendo en todo momento lo que a cada cual toque asumir. Y cómo no, también en recuperar el pasado. Relaciona lo ocurrido décadas atrás en su país con la narración, encontrando puntos en común entre ello y el presente de sus personajes. Aparecen Liu Xiaobo y su lucha personal en la censora China, así como Obama y las guerras en las que el imperio decadente sigue metido y sus efectos colaterales en territorio propio. La lucha en estas grandes guerras y el destino incierto de quienes vuelven de ellas sin recompensa se relaciona con historias similares contadas por el cine. Por ejemplo, en Los mejores años de nuestra vida, el clásico de William Wyler, diseccionado desde la mesa de trabajo de la compañera okupa de Heller, que prepara su tesis doctoral.


La novela cuenta con una técnica muy lograda, ágil, que dirige el interés del lector hasta el final. Quizás al llegar al él Auster se deja sin completar algunas historias laterales de gran entidad. Me quedo con ganas de más. Aun así, no evito reconocer sus grandes méritos y los buenos ratos pasados entre sus páginas.

miércoles, 22 de junio de 2011

Noche de San Juan

La noche ha sido... uff, creo que demasiado corta. Mucha luz ya. Hace un buen rato salió el sol, seguro que hace horas, y ni me he enterado. Alguien me puso en la cara... ¡coño, mi camiseta!... a lo mejor fui yo mismo. Ya me pareció que hacía un poco de rasca:  la camiseta había pasado de estar en mi cuerpo a, ¿vestir mi cabeza?

Me han abandonado. Estos cabrones se han marchado ya y, o me voy yo también, o esa máquina rastrilladora o como se llame no va a dejar de mí ni este trapo. Haremos un esfuerzo y nos levantaremos, ay, por el pellejo propio. ¡Puaf!, estoy de arena hasta las cejas y, entre la lengua zapatilla y los granos de tierra, mi boca es lo más parecido a una pista forestal. Mira que les dije que unas esterillas o unas toallas nos vendrían de lujo, pero ya salió el Chema con que era peligroso, no fueran a prenderse con una chispa de la hoguera y, claro, como todo lo que dice el Chema va a misa... Jo-der, vaya resacón. Esto no lo arreglo ni con el agua del rocío de hoy, tan milagrosa que dicen que es.

Mucho rollo con lo de purificarse, la destrucción de lo maligno y todo lo demás, pero aquí la peña se ha dejado los plásticos, las latas, las botellas... No venían más que a beber y hacer el indio, que nosotros también, aunque, dicho sea de paso, además le dedicamos un ratito al espíritu. Anda que no nos pusimos profundos ni nada con eso de pasar al otro lado y que esta noche era la puerta de los hombres, a diferencia del solsticio de invierno que es la puerta de los dioses; o lo de que la tierra remueve los tesoros ocultos en sus entrañas y los hace salir a la luz de la luna. En fin, las movidas del Tole y todas esas cosas que lee. La verdad, a mí siempre me deja pensativo. Me gustó sobre todo cuando hicimos el conjuro. Será que soy algo supersticioso y la magia, las brujas, los encantamientos, los seres del inframundo, todo eso me da bastante que pensar.

Me quedé pillado mirando las estrellas con Sonia, ya ves tú la gilipollez. Cuando me quise dar cuenta, estos ya se estaban dando un chapuzón. No nos vino mal quedarnos los dos solos, que así aprovechamos para buscarnos el trébole, a ver si lo recogíamos, jeje. Además, en cuanto salieron del agua no hacían más que quejarse de que la chasca ya no calentaba y no sabían qué hacer para secarse, danzando alrededor de las pocas llamas que quedaban aún y pegándose carreras por toda la playa.

Lo que no sé es de qué me sirvió estar anoche con Sonia, si hoy me despierto aquí tirado y más solo que la una. Hace unas horas me hacía mis ilusiones, pero ahora ya no estoy seguro de nada. Bueno, sí, de algo estoy seguro:  de lo que dijo el Tole sobre la belleza del fuego y lo de que las hogueras ayudan al sol a renacer con más energía. En eso no se equivocaba, ¡no veas cómo pega!

miércoles, 8 de junio de 2011

Taxidermia

Diré solo el pecado:  el escaparate de una armería junto a la que paso de vez en cuando guarda uno de los peores ejemplares de animal disecado que jamás he visto. Se trata de una cabeza de jabalí que, desgraciadamente para el difunto y para todos sus congéneres vivos, cuelga con mueca estúpida y bien podría pasar por oso Gummi.

No es que tenga nada contra la taxidermia, pero mucho me temo que hay quienes se hacen llamar profesionales del ramo y bien podrían merecer ser naturalizados con las mismas malas artes que ellos mismos suelen gastarse en estos menesteres. Y, por si a alguien se le pasara por la cabeza, mejor no hablar de darles un destino similar al que Arturo Pérez-Reverte le dedica en  El asedio a su enigmático taxidermista, Gregorio Fumagal. En todo caso me inclinaría por invitarles a tomar un chatito de jugo de Gommi-baya, aquella poción que hacía a los osos Gummi saltar muy muy alto y ponerse a rebotar, boing boing, durante un buen rato. (Sí, ya sé que a los humanos ese brebaje les daba una fuerza descomunal, pero mejor ignoremos el detalle y démosles el gusto a los pobrecitos jabalíes agraviados).

En el Museo de Ciencias Naturales de Madrid, entre piezas de animales disecados con menor o mayor suerte encontramos un puñado de escenas colectivas perfectamente logradas. Una muy llamativa representa con tremenda fortuna una colonia de abejarucos dentro de una magnífica réplica de su hábitat. Esta obra de 1916, maestra sin duda, se debe a José María Benedito, quien logró reproducir con fidelidad este numeroso grupo de aves y permitirnos observarlas desde todos los ángulos en una escena posible en su vida cotidiana. Cuando uno rodea la urna que conserva todo ello, no puede evitar hacer comparaciones entre unos escaparates y otros muy distintos...

Gracias a los hermanos Benedito Vives y a otros taxidermistas conservamos una huella realista de algunas especies animales ya extinguidas y podemos asistir a su expresión espontánea. Es el fruto de estudios exhaustivos al natural, realizados en el campo con la intención de captar sus movimientos y trasladarlos en el taller de manera equilibrada y estéticamente acertada. Un buen profesional, aparte de conocedor de diversas técnicas, debe ser también experto en anatomía, escultura y pintura.

Ya que esta disciplina se prestaría a un larguísimo debate entre defensores y detractores de la misma, prefiero quedarme en estas líneas con la escandalosa diferencia entre el arte o artesanía y la más terrible impostura o villanía.

lunes, 6 de junio de 2011

Abejarucos

Mi tren pasa junto a un corte hecho en el terreno para facilitar el discurrir de las vías, una pared de arena firme y compacta que exhibe los estratos de su vida milenaria. Es algo así como un depósito de tiempo que una máquina carente de respeto por la intimidad ha dejado al descubierto. Ese cúmulo de siglos, hoy escaparate indiscreto, es el lugar donde muchos seres se las apañan para vivir a su manera, haciendo de tan agreste fondo el soporte perfecto para lucir toda su vistosidad.

El abejaruco me ha fascinado desde niño, supongo que por la policromía de su plumaje, singular dentro de la fauna ibérica, dominantemente parda. No me sorprende que haya llamado la atención de muchos otros también, pues parece cierto que todos los colores están presentes en él, incluido el rojo, ausente en sus plumas pero no en el iris de sus ojos.

Casi a diario suelo permanecer atento al momento en el que puedo empezar a divisar la zona habitada por esta ave. Entonces, cambio una página del libro que leo por un folio del tamaño de la ventana junto a la que voy sentado. En apenas unos segundos el espacio se llena de aleteos en tonos azules, amarillos, verdes, negros, anaranjados. Los abejarucos planean desde sus nidos perforados en el talud terroso hasta posarse en el cableado ferroviario. Muchos descansan sobre las líneas aéreas, intentando atrapar a simple vista los insectos que acto seguido apresarán al vuelo con su pico puntiagudo. Otros se asoman desde sus agujeros, mirando quizás el paso de este gran gusano de metal que ni en sus mejores sueños lograrían tragarse.

Apenas unos segundos...  y el tren pasa. La vida a todo color sigue ahí, dispuesta a engendrar más vida este verano. Nuevos seres saldrán de su cueva-útero profunda y oscura. Por mi parte, mis deseos vivos de seguir asistiendo a ella, a la vida, aunque deba ser girando el cuello de izquierda a derecha, al otro lado de un vidrio que no tiene previsto detenerse frente a ella.