martes, 26 de octubre de 2010

Bosques, vuelos, cuentos

Es una gran suerte tener citas frecuentes con todo lo que Ana Alcolea va publicando. Y poder sentirse afortunado de vez en cuando ya es mucho. Estas semanas he leído tres de sus últimas novelas juveniles –me temo que los libros hay que encuadrarlos dentro de algún género, graduarlos por edades, hacer de ellos un objeto accesible en algunos sentidos, aunque ante muchas novelas de las calificadas como “juveniles” no puedo evitar preguntarme qué es entonces una novela “adulta”–. Es un placer reencontrarse con ciertas constantes y detalles que desde la primera novela de Ana han vinculado a sus lectores con el territorio más sensible y emotivo de su oficio creador.

Sus libros siempre nos llevan de viaje. Nos ha conducido hacia algún lugar de África, a Noruega, a Escocia, a la ciudad de Venecia. Excepcionalmente nos deja un poco más cerca, haciéndome volver durante varios ratos a la Andalucía que comencé a añorar incluso antes de abandonarla las pasadas vacaciones. En Cuentos de la abuela Amelia –en Edelvives–, nos sitúa en un pueblo sevillano donde una abuela narra a su nieta una serie de historias con las que consigue enviarla –y enviarnos nuevamente– a lugares lejanos, a otras épocas. Es la suya una mente que viaja y con ello demuestra que sigue en su sitio, dentro de una cabeza bien puesta.

Los cuentos de Amelia son historias fantásticas universales que transmiten ternura y atraen la ingenuidad y esa curiosidad incontenible de los niños. Y no sólo la de ellos. Fuera del contexto de las vivencias del día a día es mucho más fácil dejarse sorprender y la fantasía nace de los actos más insospechados. Está, por ejemplo, en el placer de las pequeñas cosas, en el hallazgo de objetos aparentemente cotidianos, en la comida incluso. Es un mensaje que la autora nos hace llegar desde todos sus libros. La exquisitez se encuentra en lo más usual también. Sólo tenemos que hacer un pequeño esfuerzo y buscarla.

El bosque de los árboles muertos es el reencuentro con Espacio Abierto, la colección de Anaya en la que Ana Alcolea tomó la alternativa como escritora. Esta vez se aleja de la narración en primera persona que utilizó en las obras que forman la que yo llamo “Trilogía del jarabe de rosas” –El medallón perdido, El retrato de Carlota y Donde aprenden a volar las gaviotas–. Al igual que esas tres primeras novelas, este es un relato de iniciación en muchos sentidos y una delicia como historia con enigma. Un misterio enclavado en un castillo escocés, fantasmas con intenciones reveladoras y la emotividad, presente siempre. Y presentes también están las guerras, “hechas de agujeros”, como en ocasiones le decía su abuela a Beatriz, la protagonista.

“Cuando uno va a la guerra muere muchas veces”. Esta frase de El vuelo de las luciérnagas (editorial San Pablo) hace referencia a una guerra distinta de las citadas en la novela anterior pero llena de la misma crueldad. La narración es, sin embargo, una colección de momentos alegres y situaciones que llevan a comprender el porqué de muchas cosas. Una reunión familiar servirá para desvelar ciertos secretos ocultos en una cueva, revelar otros tantos que brindan unos hechos acaecidos en el pasado y propiciar hermosos reencuentros. Como las anteriores, es una historia que invita a recuperar la memoria, aventurarse a indagar en el recuerdo y tratar de conocer a través de éste algo más sobre nosotros mismos.

sábado, 16 de octubre de 2010

Entre olivos

El colofón para una escapada como la de este verano podía ser un paseo al sol. Tras un periplo andaluz (casi enteramente gaditano) la vuelta a casa requería de su etapa de transición, y nada mejor que un par de días en el pueblo para acortar distancias entre los aires del sur y los del centro.

Hay sólo unos pasos entre el asfalto de la calle donde vivo temporalmente y la grava del camino que sube al monte. Casas a medio hacer, algunas ya habitables aunque por fuera no tengan ese aspecto. Junto a una de ellas un arroyuelo corta el terreno, dando vida a juncos y zarzas, y un medio natural a innumerables insectos. Tras salvarlo, el camino pasa al lado de un corral donde tres perros y siete ciervos comparten piso. Los machos berrean... están en esos días. Los perros, por su parte, no paran de ladrarle a todo lo que se mueve.

Más arriba, el olivar. Árboles que ya empiezan a cargarse del peso de la aceituna. Ésta aún tiene que engordar, aunque ya va sometiendo a las ramas a mantener una reverencia continua y cada día un poco más forzada. Será así hasta que en diciembre llegue el vareo, y con éste el alivio para el olivo. Hay mucha diferencia entre los terrenos que este verano han sido estallicados, limpiados, y los que acumulan ramajes y brozas, más densos de verde y ligeros de fruto. Me acuden a la cabeza, desvaídos ya, algunos instantes vividos de niño entre los olivos que fueron del abuelo y aquellos trabajos propios del verano.

También recuerdo las tareas del invierno: el esfuerzo pagado con aceite. En unos pocos meses la aceituna pasará de la rama a la manta y al capazo, de éste al remolque, a la tolva, la báscula y por fin a la muela, donde entregará su néctar dorado para nuestro deleite gastronómico. Por el mismo camino, de vuelta, bajo relamiéndome al pensar en tostadas con savia de oliva, en aliños de frescas ensaladas, pompas de masa frita y guisos burbujeantes. ¡Qué raras asociaciones entre sólidos y líquidos!

jueves, 14 de octubre de 2010

Paréntesis

Paréntesis bloguero. Tal vez podría llamarse "abierto por vacaciones". Nos marchamos durante un tiempo y lo único que cerramos es la casa. Un par de vueltas de llave y listo. Todo lo demás sigue abierto, aguardando a ser retomado, o arrancado, emprendido, zanjado.

Los teleadictos llamarían a ese aparte practicado en pos del relax  "hacer un kit-kat". Dos corchetes y el vacío entre ambos. Placer vacui. Detener el fluir de las cosas para abrir un espacio donde la corriente se remanse. Cada elemento de los que corren tirados por el flujo debe despojarse de la inercia, abandonarse a su albedrío, perderse un tiempo para encontrar su propia cadencia.

El hilo tenso por el que todo circula se afloja y lo que en éste ocurría puede ahora verse de otro modo. En vacaciones podemos afinar la vista e intentar desentrañar los detalles de todo aquello que no comprendíamos poco antes. Es dedicar tiempo al análisis y recrearse en todo lo cotidiano, pero tomándose un relajado té. O también es posible soltarse de todo ello, abrir la mano y dejar que se nos desprenda de los dedos, de la piel. Contacto nulo. Nada de anteojos ni bifocales. Fuera lentes de aumento. Mirar algo más allá, que lo de más acá seguirá ahí, sin duda, aguardando para más adelante.

Y entre lo de allá y lo de acá, otro espacio: este blog. Recoger un poco de todo y mezclarlo en dosis inexactas, arbitrarias, adulteradas. Un irreal cálculo de distancias, una lupa sobre los días. La vida, siempre por hacerse.

martes, 12 de octubre de 2010

Atardecer en la Caleta

Corren. A tramos, cogidos de la mano. Otros, se sueltan para avanzar más rápido y sortear personas, cosas. Se les ha hecho algo tarde, aunque tal vez todavía lleguen a tiempo.

Tropiezan. Se equivocan de dirección, de calle; corrigen al instante. La ciudad es aún desconocida. Baten el empedrado, dejando a un lado y a otro las viejas casas de los comerciantes con sus torres vigía, altos testigos de la llegada de barcos cargados de riquezas. Quedan atrás frescos portales, boca de exquisitos patios donde aquellos tesoros se degustaban transformados en manjares, o se admiraban en forma de ricos vestidos.

El tiempo vuela. Oyen latir sus respiraciones aceleradas y resonar las voces lejanas de la Gadir fenicia, la Gades romana. Al final de una calleja vislumbran la luz y sus colores virados. Por fin pueden tomar aire. Sólo resta un último esfuerzo.

El sol que les ha quemado durante el día se esconde ahora. Corren hacia su final rojo. Y, en la playa, lo ven desangrado.