lunes, 30 de enero de 2012

Cortesía

Cercano a la cincuentena, de cuidado aspecto, se acerca y se detiene junto a mí. Buenos días, dice, y se sienta a mi lado.

Su saludo me llama la atención. No es lo habitual. Se supone que cuando entras en un tren y te sientas junto a un desconocido, debes asumir tu situación de recién instalado, meterte en la piel del vecino nuevo que debe presentarse con un saludo protocolario. Pero eso ya no es lo habitual. Lo común es el silencio, hacer como que ignoramos que estamos entrando en el más estrecho espacio vital de un paisano.

Lo frecuente es mediar con un tácito "dese por saludado", obviando darle uso a nuestro civismo, a diferencia de lo que haríamos en otros contextos. Básicamente, es economía de la cortesía: durante cualquier tramo del trayecto en ese tren ambos seremos compañeros, junto a una ventana quizás, pero sabemos que, a buen seguro, no volveremos a vernos más. Por tanto, ¿para qué crear lazos, por incipientes que estos sean?

El saludo es, a veces, el preludio de una charla -y también la brecha que se abre en la tranquilidad del que no quiere hablar con nadie-. Tal vez el de al lado esté ocupado y no deseemos sacarle de su concentración sobre las líneas de su libro o periódico, o de la conversación que mantiene a través de su móvil...

Mi vecino echa mano del suyo... Ay, espero que no me dé el viaje con una cháchara prescindible... Lo revisa... sólo un par de botones... y lo devuelve al bolsillo de su abrigo. Entonces se pone de pie y se dispone a salir en cuanto el tren se detiene del todo. Un vistazo fugaz a su asiento vacío. Esta vez ya no repara en mí y... -aún estaría a tiempo de hacerlo-, no dice nada.

miércoles, 25 de enero de 2012

En la nube

Tormenta solar... erupción solar... eyección de masa coronal... Mientras el Sol no se nos acerque lo suficiente como para achicharrarnos los pelillos, parece que no habrá peligro. Eso sí, podríamos tener problemas con la recepción o emisión de satélites, o que los pasajeros de algún avión sufran radiaciones... Aunque, total, con todas las que padecemos a diario incluso en nuestra propia casa...

¿Y Garzón? ¿Tres acusaciones de prevaricación en muy poco tiempo para un solo juez? Huele fatal. Garzón debería convertirse inmediatamente, como en los cómics, en el superhéroe que, de hecho, es, y acabar de una vez por todas con tanto villano...

¡Ah!, The Artist, qué grande. Me gustó el guión, el ritmo, la fotografía. La música me pareció soberbia, los actores en su sitio... El uso de los recursos del cine mudo... y de algunos del sonoro. Ojalá se lleve unos cuantos muñequitos dorados de esos que se agarran por las piernas. Un día de estos hablaré de ella en el blog...

¿Las Vegas en Madrid? ¡Horror! La señora Aguirre & Co. se ha propuesto que tengamos en la región un megacomplejo de juego y ocio que, según dice, supondrá cambiar todas las normas legales que haga falta cambiar. ¿Hará del lugar una isla legal para que los estadounidenses hagan y deshagan a su antojo? No quiero ni pensarlo...

Ayer, plantado frente a una máquina de café fuera de servicio, decidido a buscar una que me sirviera una dosis placentera, la cabeza se me subió a la nube.

viernes, 20 de enero de 2012

Té en Edimburgo

¡Clac! El hervidor acaba su tarea. Tan solo el borboteo del agua, ya serenado, fractura el silencio. Chssssss... el vapor se escabulle mientras lo vierto a chorro sobre una bolsita de té.

Saco una taza del armario de las tazas. No me hace falta escogerla. Su asa se dispone hacia fuera, accesible, poniéndome fácil su obtención de entre otras. Es del tipo mug, loza blanca, rota en azul índigo por un grabado de estilo clásico. Edinburgh, reza en letras elegantes, suspendidas sobre la vista de un castillo. El calor de la infusión de té verde parece dilatar la silueta del edificio, imponente construcción levantada sobre roca volcánica que ahora recobra el fuego que hace siglos se la inventó. Agito con una cucharilla una pizca de azúcar, tin tin tin... Golpeo el acantilado, abrupta madre cuyo corazón late así en la ciudadela.

Prescindo del asa. Me gusta abrazar la cerámica con las dos palmas y tantos dedos como quepan sobre ella. Sorbo con tiento: otras veces la flama me hirió la lengua. El calor humeante me nubla los ojos, cortina de niebla espesa sobre el Monumento a Walter Scott y su piedra ennegrecida por la contaminación añeja. Camino sobre piedras mojadas, entre tabernas y casas medievales que reavivan entre sus paredes todos los mitos imaginables.

Vuelvo a fijarme en la ilustración del viejo castillo, finas líneas en relieve sobre la cerámica. Llego a éste por una cuesta empedrada, alcanzo cada una de sus terrazas y la más alta de sus torres, enfriadas ya. El té se termina, y también el fuego. Mi viaje se agota pero las sensaciones perdurarán.

viernes, 13 de enero de 2012

Máscaras en mi salón

Dos pares de ojos miran sin ver. Sólo oquedades abiertas en superficies convexas llenas de pliegues personales que podrían ajustarse a una cara cualquiera. Dos máscaras venecianas habitan un mueble donde son camaradas de otro puñado de espectadores que, igualmente, miran sin ver, aunque sus ojos no sean meras cavidades. A diferencia de las máscaras, tras ellos hay cabezas que descansan sobre hombros que laten, se encogen o relajan, cada cual a su manera.

Un Zanni, sirviente tonto y ramplón que, de ceñirse a la piel de un actor, acabaría convertido en listo y astuto, mira al espigado payaso de Lladró que sostiene una flor con gesto delicado. ¡Jaja! Algún día acabarás regalándola, podría estar diciéndole. Capitano, de cerámica multicolor, su nariz recta y poderosa, pasa revista a la mandíbula retadora de un Cascanueces alemán, bien uniformado y cuadrado al servicio de su mando, zu Befehl!

Buda y Ganesh, pequeños recuerdos de viaje, aseguran en piedra negra y blanca, respectivamente, la vida espiritual dentro de la comunidad. Una geisha curiosea desde la balda superior, respirando tras una compacta capa de polvos de arroz. Su figura estampada en el lomo de un libro, cuadrangular casa de té con tapas duras y punto de lectura, no pierde ripio de todo lo que acontece. Ha reparado en el rostro de un Alonso Quijano vestido con camisón y gorro de dormir cuyo dedo alucinado alecciona sobre su mejor libro de caballerías.

Reviso formas y colores, brillos y texturas, energías reales o imaginadas, percibidas entre objetos que reposan y miran sin ver. Miradas ciegas cuya intención dependerá en cada instante de la mía propia. Mis ojos intencionados darán, tal vez, un sentido a los suyos.

jueves, 5 de enero de 2012

Almudena Grandes y la vida

Saquearle las estanterías a Salvia es una tentación difícil de reprimir. De vez en cuando, entre los títulos que voy deborando, cae alguno de los suyos. Los ataques selectivos ya han tenido como blanco a Henning Mankell o a Arturo Pérez Reverte, no sin daños colaterales sobre otros títulos sueltos, y ahora -esto va por temporadas, como la moda o los conflictos bélicos- tengo mi punto de mira centrado en Almudena Grandes.

En su día leí con curiosidad Las edades de Lulú, su llamativo debut. Después he ido siguiéndola en sus colaboraciones regulares en radio -con su vehemencia y vitalidad torrenciales en las tertulias de 'La radio de Julia', la Otero, hace unos cuantos años ya- o en prensa, alternando espacio semanal con Rosa Montero en el dominical de El País. Ahora estoy inmerso en su Inés y la alegría, el primero de los episodios de aire galdosiano que ha dedicado a la España que nació con la Guerra Civil. El ejemplar de Salvia está dedicado personalmente por la autora con palabras que incitan al disfrute de la vida. Me está gustando.

El mes pasado leí su Atlas de geografía humana, novela muy distinta de las que menciono. Se trata de un mosaico de esforzada introspección en el momento vital por el que pasan sus cuatro protagonistas, mujeres en la treintena ya avanzada que se encuentran en la encrucijada que las sitúa ante un buen tramo de su vida ya gastado y aún sin la certeza de tener la felicidad en sus manos. En muchos momentos me costó centrarme en las peripecias de cada una de ellas, tal vez por mi torpeza para retener nombres propios. Me convenció, sin embargo, su fuerza narrativa y la precisión de sus descripciones, con pasajes de una enorme belleza emotiva.

La Grandes satura de pura vida lo que narra. Supongo que no hace falta sentirse identificado con sus personajes para comprender la valentía de sus actos, o la miseria que pueda haber en su forma de pensar, o ver las aptitudes que saben explotar para sobreponerse a sus desdichas. Ese atlas de índice, en mi opinión, algo farragoso me ha enseñado que nunca es tarde para emprender lo que sea, o para creer que nuestro tren sigue encarrilado, o que el mecanismo de cambio de vía funciona bien y podemos utilizarlo cuando queramos, incluso que cualquier batalla que libremos junto a los raíles nunca hará descarrilar nuestra máquina.