viernes, 13 de enero de 2012

Máscaras en mi salón

Dos pares de ojos miran sin ver. Sólo oquedades abiertas en superficies convexas llenas de pliegues personales que podrían ajustarse a una cara cualquiera. Dos máscaras venecianas habitan un mueble donde son camaradas de otro puñado de espectadores que, igualmente, miran sin ver, aunque sus ojos no sean meras cavidades. A diferencia de las máscaras, tras ellos hay cabezas que descansan sobre hombros que laten, se encogen o relajan, cada cual a su manera.

Un Zanni, sirviente tonto y ramplón que, de ceñirse a la piel de un actor, acabaría convertido en listo y astuto, mira al espigado payaso de Lladró que sostiene una flor con gesto delicado. ¡Jaja! Algún día acabarás regalándola, podría estar diciéndole. Capitano, de cerámica multicolor, su nariz recta y poderosa, pasa revista a la mandíbula retadora de un Cascanueces alemán, bien uniformado y cuadrado al servicio de su mando, zu Befehl!

Buda y Ganesh, pequeños recuerdos de viaje, aseguran en piedra negra y blanca, respectivamente, la vida espiritual dentro de la comunidad. Una geisha curiosea desde la balda superior, respirando tras una compacta capa de polvos de arroz. Su figura estampada en el lomo de un libro, cuadrangular casa de té con tapas duras y punto de lectura, no pierde ripio de todo lo que acontece. Ha reparado en el rostro de un Alonso Quijano vestido con camisón y gorro de dormir cuyo dedo alucinado alecciona sobre su mejor libro de caballerías.

Reviso formas y colores, brillos y texturas, energías reales o imaginadas, percibidas entre objetos que reposan y miran sin ver. Miradas ciegas cuya intención dependerá en cada instante de la mía propia. Mis ojos intencionados darán, tal vez, un sentido a los suyos.

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