sábado, 26 de noviembre de 2011

Melancolía

Lars von Trier está en este planeta para provocar, hacernos pensar, remover cosas en nuestro interior, llevarnos al límite. El planeta Melancolía y su danza de la muerte tal vez se acercan hasta aquí con la intención de terminar con lo que sobra en este mundo... ¿Puede que todo?

Obertura deslumbrante, atribuible en su estética a un Da Vinci cruzado con prerrafaelitas e imágenes de LaChapelle. Se anuncian aquí los efectos especiales que llevarán a Melancolía al extremo opuesto a Dogma, movimiento al que Von Trier estuvo ligado hace años. La música de Wagner (Tristán e Isolda), reiterada y acertada, da a la película un buen toque desasosegante.

Un primer acto donde una chica depresiva, Justine (Kirsten Dunst), hundida en la más honda languidez, celebra su boda en un entorno cargado de intereses y desencanto. En esta noche mágicamente fotografiada conocemos a una serie de personajes superpuestos, como ese planeta advenedizo que oculta una estrella frecuente cada día en el firmamento.

Y un segundo acto en el que la luz, al fin, envuelve un entorno casi sagrado. Charlotte Gainsbourg está perfecta como Claire, la hermana de Justine. La misma villa palaciega en la que se ha celebrado la boda sirve ahora como lugar de aislamiento y terapia para Justine, aunque también será para Claire un alejamiento sordo ante la conmoción que vendrá de la mano del planeta Melancolía.

Aunque el guión de la película es algo flojo, su desarrollo resulta interesante. Encontraremos belleza y poesía, no solo en el nombre del planeta, sino también en muchos de sus planos. Von Trier acabará llevándonos hacia un final perturbador y lírico como pocos, consiguiendo que la quietud del apocalipsis nos sobrecoja.

jueves, 24 de noviembre de 2011

Los mecanógrafos

Como decía, algunos se resisten a cambiar las viejas y ruidosas máquinas de escribir por dispositivos con los que uno puede escribir silenciosamente y, a la vez, corregir cuantas veces quiera sin necesidad de emplear un solo folio durante el proceso. Supongo que quienes siguen aferrados a esas máquinas están apegados a sus mecanismos de antiguo artilugio y a la estética de las páginas mecanografiadas con tipos arcaicos, cuyas letras quedan impresas con trazas variables, dependiendo de la fuerza con que se hayan pulsado las teclas y de la cantidad de tinta que contenga la cinta.

Es curioso, pero ayer mi tren se transformó en una antigua redacción de periódico, de aquellas repletas de máquinas de escribir aporreadas sin descanso. Por momentos, creí que me había equivocado de vagón, o de puerta o, qué digo yo, incluso de realidad.

Mi escenario acostumbrado cambió completamente cuando entraron dos chavales. Iban presumiblemente juntos, pues se sentaron uno al lado del otro. Llegaban abducidos por sus teléfonos móviles del tipo Blackberry, la mirada fija en sus pantallitas, guiados hasta sus asientos por piernas dirigidas no sé bien por qué mágicos poderes. Escribían como posesos, cada uno a lo suyo, como si de la velocidad del ejercicio mecanográfico dependiera todo su próximo mes de conexión a internet, o semejante celeridad fuera imprescindible para mantener llena la batería de aquellos chismes.

Pero lo más llamativo era que sus teclados de última generación estaban configurados para emitir un ruido similar al de las máquinas de escribir. ¡Tac-tac-tac tac.tac.tac tac-tac...! Ellos se mantenían ajenos al escándalo que armaban, y yo, que valoro enormemente las propiedades silenciosas de la tecnología, me preguntaba en qué categoría debía situar a aquella pareja. ¿La de los nostálgicos, cosa extraña a su edad? ¿La de los amantes de lo retro que se pirran por todo lo pasado muchos años antes de haber nacido? ¿Seres con fobia al silencio -muy abundantes, por cierto, con sus móviles libres de auriculares siempre reproduciendo algo-? ¿Actores en mitad de una performance que pretende epatar, desconcertar, o algo similar? ¿Tocapelotas con ganas de sacar de quicio al que se pone por delante?

En fin. Tal vez sigamos divagando. O no.

martes, 8 de noviembre de 2011

Escribir en paz

Es una plácida maravilla disfrutar del silencio mientras se teclea en cualquiera de los aparatos que hoy sirven para escribir. Sus teclados tienen un tacto delicado y las teclas son piezas suaves cuyo recorrido corto no obliga a dejarse toda la energía en el intento de pulsarlas. Eso por no hablar de las pantallas táctiles, que solo requieren de una leve caricia dactilar. Pura magia.

Atrás quedaron las Lexicon 80, aquellas máquinas de Olivetti con las que muchos aprendimos a escribir, metálicas y macizas, pintadas de verde, azul o gris, cuyo carro golpeaba con estruendo cada vez que se accionaba la palanca para hacerlo retornar al comienzo de línea. Recuerdo las pruebas en la academia de mecanografía: cuando la profesora daba luz verde, se desataba la estampida y medio centenar de artefactos del demonio anunciaban el gran cataclismo. ¡Ah!, y aquellas tapas que debías retirar cada vez que las patillas de las letras se enredaban entre sí... ¡menudo leñazo pegaban al encajarlas de nuevo!

¡Recuerdos atronadores, sí! No tardó en llegar a casa también una Olivetti, la Lettera 42. Era portátil y se convertía en una cómoda maleta al cubrirla con su tapa con asa. Sin duda, más ligera y algo menos ruidosa que las Lexicon, aunque sólo un poco menos. Mi hermana y yo le dimos una buena paliza entre prácticas y trabajos para el colegio, instituto y universidad. No puedo olvidar a mis sufridos vecinos, quienes aguantaron estoicamente cada ataque de la guerrilla, más de uno a horas intempestivas. No me habría extrañado que alguno, harto de tanto cisco, hubiera blasfemado contra todo el alfabeto, la tinta de calamar, el pergamino y los monjes copistas de Yuso, aparte de Gutenberg y toda su sangre.

Hoy he leído que cuando se creó la primera máquina de escribir silenciosa, ésta fue todo un fracaso comercial. Parece que casi nadie quiso renunciar al cliqueteo clásico al estampar los tipos contra el rodillo convencional. Pero con el tiempo todo cambia. Aunque algunos escritores no se acostumbren a las nuevas tecnologías, o se resistan a hacerlo -a Javier Marías se lo disculpo todo-, es fantástico poder armar una buena algarabía de páginas y más páginas sin hacer apenas ruido.

martes, 1 de noviembre de 2011

Zombies ibéricos

Ayer por la tarde, cuando muchos de los espectros, almas en pena, visiones y demás espantos propios de la señalada fecha empezaban a salir de sus agujeros con la intención de vagar por las calles y celebrar la fiesta importada, tuve ante mí una fantástica versión de muerto viviente.

Oh, sí, otro año más era Halloween. Entre brujas con escoba recién comprada, vampiros de colmillos gomosos e innumerables subespecies de engendros inetiquetables, surgió de la nada un zombie bastante clásico. Bueno, miento, la verdad es que cruzó las puertas automáticas del centro comercial que ya me disponía a abandonar. Iba ataviado con mugrientas ropas rasgadas, pintado con la cantidad justa de maquillaje para que ni su madre lo reconociera y adoptando los andares propios del ser que acaba de zafarse por unas horas de su proceso de descomposición bajo tierra. Y ante eso, ¿qué hace uno? Pues pasar revista al interfecto, aprobar el logrado look y... ¡llevarse una grata sorpresa!

Sobre el hombro, como el que va armado con un fusil, el zombie portaba una pata de jamón. Era lo más parecido a un miembro del ejército de las tinieblas ibéricas, con su arma de hueso roído bien sujeta por la pezuña. Lamento no haber llevado una cámara de fotos para tener algo con que ilustrar esta entrada serrana. ¿Quién sabe?, quizás el resucitado llegue a leer esto y tenga el detalle de enviarme una imagen que, desde luego, sería impagable. Como impagable será para la madre del soldado de la orden bellotera que le devuelva los restos porcinos, seguramente bien apreciados en la preparación de un próximo cocido.