La arroba siempre ha tenido su peso. Concretando un poco, unos once kilos y medio.
Hace ya muchos años participé en un campo de trabajo. Se celebraba en un pueblo de Palencia y durante veinte días nos dedicaríamos a excavar lo que se suponía eran los restos de un castillo del siglo X, más o menos. En torno a aquel proyecto arqueológico nos reunimos unos cuantos españoles a los que se sumaron extranjeros procedentes de Francia, Dinamarca, Inglaterra, Canadá y Eslovaquia. Fueron días maravillosos, llenos de experiencias inolvidables, imborrables.
Pasaron los días y llegó el momento de las despedidas. Todos buscábamos llenar unas páginas de direcciones, teléfonos y dedicatorias divertidas. Yo también me hice con las mías y entre ellas encontré algo muy raro. Uno de los eslovacos, Rastislav, aparte de su dirección postal apuntaba en una línea unas cuantas letras entre las que había un símbolo desconocido. Rasto me decía que era su dirección de la universidad, que ahí podía localizarle en horas lectivas, y que sólo hacía falta sentarse frente a un ordenador conectado no sé de qué extraña manera a no sé qué red singular.
Aquello no me sonaba de nada. Ignoraba si en mi Facultad existía algo similar y descarté por completo utilizar aquel canal de comunicación. Con Rasto, como con los demás, la comunicación fue epistolar.
Años después todos comenzamos a tener alguna cuenta de correo electrónico. Casi nadie tenía internet en casa y la mayoría aprovechábamos las conexiones de bibliotecas y centros de trabajo.
Aquellas arrobas medio olvidadas como unidad de medida ganaban peso nuevamente. Mucho, muchísimo, más que los once kilos y medio tradicionales. Hoy el padre del correo electrónico, Ray Tomlinson, ha sido premiado con un Príncipe de Asturias. Nunca sospechó que su invento llegaría a tener tanta importancia.
Hace ya muchos años participé en un campo de trabajo. Se celebraba en un pueblo de Palencia y durante veinte días nos dedicaríamos a excavar lo que se suponía eran los restos de un castillo del siglo X, más o menos. En torno a aquel proyecto arqueológico nos reunimos unos cuantos españoles a los que se sumaron extranjeros procedentes de Francia, Dinamarca, Inglaterra, Canadá y Eslovaquia. Fueron días maravillosos, llenos de experiencias inolvidables, imborrables.
Pasaron los días y llegó el momento de las despedidas. Todos buscábamos llenar unas páginas de direcciones, teléfonos y dedicatorias divertidas. Yo también me hice con las mías y entre ellas encontré algo muy raro. Uno de los eslovacos, Rastislav, aparte de su dirección postal apuntaba en una línea unas cuantas letras entre las que había un símbolo desconocido. Rasto me decía que era su dirección de la universidad, que ahí podía localizarle en horas lectivas, y que sólo hacía falta sentarse frente a un ordenador conectado no sé de qué extraña manera a no sé qué red singular.
Aquello no me sonaba de nada. Ignoraba si en mi Facultad existía algo similar y descarté por completo utilizar aquel canal de comunicación. Con Rasto, como con los demás, la comunicación fue epistolar.
Años después todos comenzamos a tener alguna cuenta de correo electrónico. Casi nadie tenía internet en casa y la mayoría aprovechábamos las conexiones de bibliotecas y centros de trabajo.
Aquellas arrobas medio olvidadas como unidad de medida ganaban peso nuevamente. Mucho, muchísimo, más que los once kilos y medio tradicionales. Hoy el padre del correo electrónico, Ray Tomlinson, ha sido premiado con un Príncipe de Asturias. Nunca sospechó que su invento llegaría a tener tanta importancia.
1 comentario:
¡Hola! vuelvo a leerte. Quizás más buscando palabras amigas que textos originales.
Gracias a esta @ os siento cerca, se me acababa la paciencia y la alegría. Vuelvo a sonreír a Galway y a todo el que se me cruza y sobretodo a la Catedral, siempre encuentro un lugar desde el que retratarla y verla eleganta y a la vez sencilla.
Me ha gustado leerte.
Besos, Val
Publicar un comentario