Había que ponerle nombre. Bautizarlo de algún modo. Aquella tarde de celebración, entre aperitivos, refrescos y tarta, un nuevo miembro se hacía su hueco. No era sólo el regalo de una abuela para su nieta. Pasaría a formar parte de una familia y tendría su espacio, sus rutinas, sus atenciones y, por supuesto, un nombre.
Al fondo de la tienda, los habitantes de una de las jaulas formaban una algarabía mayor que todo el conjunto de voces del resto de mascotas. Dar con la ubicación de los periquitos era fácil. Difícil elegir uno.
Verdes con parte del plumaje amarillo, azules con un toque más claro bajo el pico y manchas negras... El colorido podía ser un criterio, sí. Unos dormitaban acurrucados junto a otros. Algunos empleaban a fondo sus gargantas, incitando a sus vecinos también al alboroto. Y otros revoloteaban de extremo a extremo haciendo de tanto desorden algo más logrado. Desde luego, la actitud era otro criterio para tratar de decidirse.
La cosa estuvo clara al ver cómo uno de ellos combinaba las artes sociales con las circenses. No sólo se relacionaba con sus compañeros de la forma más vital, sino que además se encaramaba a lugares inverosímiles para ejecutar toda clase de piruetas y vuelos. Parecía el más divertido, alegre, resuelto y cantor.
Y algo lo diferenciaba de los demás. Era blanco.
Esa blancura fue determinante para darle un nombre y en familia resultó ser tan divertido, alegre y resuelto como prometía. Era todo un acróbata y, a pesar de sus caídas simpáticas, se mostraba incansable en sus juegos. Así era: jugaba a todo. De eso deberíamos aprender los humanos.
Desconozco si hay un cielo para las personas, aunque sospecho que no sería nuestro medio natural. Sí es, en cambio, el medio de las aves. Por eso no dudo que exista un cielo de los pájaros. Un cielo al que vuelan una sola vez.
Chufi ha querido volar hacia él.
Era blanco. Como la horchata.
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