miércoles, 30 de septiembre de 2009

La biblio

En mi nuevo barrio hay una biblio pública municipal. Casi cada distrito de esta ciudad cuenta con la suya. Concretamente, la que tengo más cerca de casa la alberga un edificio clónico de otros dos o tres que guardan un número similar de volúmenes, enclavados en sendos distritos complutenses.

Pues bien, tras averiguar dónde se encuentra -resulta quedar bastante cerquita- y buscarla físicamente bajo el pesado sol de julio cargado con bolsas de un Mercadona de la zona -está más escondida de lo que revela el plano de Google Maps-, veo detrás de su cierre que éste no sólo va a permanecer echado durante casi todo el verano sino que, además, la biblioteca cuenta con horarios habituales de lunes a viernes de 14:30 a 21:30. A eso le llamo yo flexibilidad y facilidades.

En mi barrio anterior tenía la suerte de contar con una biblioteca bastante más grande y con horarios matinales. Pero ya no me pilla cerca. Teniendo en cuenta que trabajo habitualmente por las tardes me temo que, de hacerme el carnet de la biblio vespertina, voy a convertirme en un moroso habitual, reincidente y sin ganas de volver a ser cumplidor de las normas. Lo bueno será que podré coger supertochos de los que uno nunca se lleva a casa porque los rácanos quince días de préstamo no dan para tanto -sí, ya sé que en otras ciudades se pueden ampliar en otros quince o, incluso, hasta te dan un mes-. Hasta tendré tiempo de sobra para releerlos. Y, entre que acabe un libro y pueda pasarme a devolverlo, cumpla los días de penalización por mi largo retraso y pueda coger otro, podré ir reduciendo la lista de libros propios y ajenos que tengo en casa.

No, si..., en el fondo, creo que todo van a ser ventajas. Voy a ir preparando una fotocopia de mi DNI caducado -hasta noviembre no me han dado cita en la comisaría- y dos fotos de las que todavía me quedan del 2003 -sigo pareciéndome bastante-.

sábado, 26 de septiembre de 2009

Rabos de lagartija

Hace unos días terminé la novela de Marsé. Hacía años que no leía nada suyo y este libro ha sido un grato reencuentro. Es el mismo de siempre, experimentando acaso un poco más.

Un no nacido que narra como si, no estando aún en este mundo, se lo conociera al dedillo. Nacerá de una madre represaliada que pasa de ser maestra a coser por encargo y que encuentra algo de aliento en las visitas de un policía que investiga sobre su marido desaparecido. El renacuajo tendrá un hermano en busca de su lugar, de algún universo de supervivencia, poblado de personajes reales e imaginados. Los hechos, marcadamente cotidianos pero cargados de simbolismo, hablarán a las claras de la situación, llena de abusos, represión, frustración, de la lucha que sigue a la contienda. Estamos en un país de posguerra, en el Guinardó marginal de aquella Barcelona donde la esperanza debía perseguirse un poco más allá del arroyo.

Entramos en las existencias de estos personajes lentamente, no sin dificultad, como si cada hecho se limitase a un círculo aislado del resto. Y entre todos ellos, la presencia más plácida, sumergida en su útero esférico, en una paz amniótica.

Asistimos a la viveza de los acontecimientos, a su sencillez y lucidez, encontradas y confundidas a veces con la imaginación. También damos de morros contra la condena final de unos supervivientes sin oportunidades. La guerra dejó sólo víctimas, encarnadas en personajes cargados de matices abiertos a interpretaciones.

Final redondo para estos rabos palpitantes que se revuelven como látigos de la crudeza, fustas para los sueños de difícil realización.

viernes, 25 de septiembre de 2009

Entre cepas

Acaban de hacer unas fotos ante la fachada de una célebre bodega, ondulación imponente con ecos de templo. Desean continuar hacia el lugar donde se ha erigido otra bodega icono, hotel en este caso, pero la mecánica se niega a responder. Al girar la llave, el motor de arranque tose sin parar.

El camino entre las viñas tiene una leve pendiente que aprovecharán para lanzar el vehículo e intentar que el motor despierte. Nada. Intento fallido, como todos los posteriores. Se han quedado colgados y no saben si empezar a guardar en el maletero sus ganas de conocer aquellos lugares. El pueblo de Laguardia hace honor a su nombre desde lo alto. Tal vez deberán pasar el día, y quizás la noche, entre cepas. Entre copas. Como en la película, una tarde de tonos dorados podría haberles deparado un picnic entre los viñedos. Precioso, si no fuera porque sólo es la una del mediodía y comienza a llover.

Reclaman ayuda por teléfono. Piensan que están en un bellísimo lugar, ideal para quedarse tirados y preferible siempre a cualquier Gran Vía de cualquier ciudad. Divisan la grúa a lo lejos. Como de juguete. Les alcanza, carga el vehículo y se los lleva a los tres.

En La Rioja se viven las vidas de la uva. La vendimia comienza y de cada racimo se desgranan muchas historias: la de su agosto de engorde y maduración, la de los métodos para llegar a hacer buen vino, la de quien cuenta a clientes potenciales su forma de conseguirlo, la de esos posibles compradores y su peregrinar entre viñas, la de alguno de esos viñedos, presidido por la creación de un Calatrava o un Gehry. Y también la historia de quienes abandonan el escenario deseando volver a él.

martes, 15 de septiembre de 2009

Ötzi

Lo encontraron en el Valle de Ötz, durmiendo en un glaciar. Se había quedado helado. Llevo varios días bromeando sobre la postura en la que acabó sus días. Con sólo mantenerla unos segundos a mí me dejaría una contractura difícil de recuperar. La llamo "la postura del mal crucificado": uno de los brazos se abre perpendicular a su espalda, pero no hacia el lado más natural sino en forzada torsión en dirección contraria, más o menos como el que estira el brazo para olerse el alerón.

Lo han traído a Alcalá, al Museo Arqueológico Regional. Bueno, no es el Ötzi auténtico, sino una réplica de su cuerpo, cual esqueleto recubierto por su propia mojama, y de todos los objetos que portaba. El Hombre de Hielo real no puede abandonar su museo de origen, en Bolzano, pues su conservación óptima depende de la temperatura y la humedad relativa. Y que lo digan, la humedad es siempre relativa.

Ahora, cincomil años después de haber estirado la pata -y el brazo-, van y le dicen que es italiano. Incluso que por poco no es austríaco, como si él supiera de qué va nada de eso de las nacionalidades. Ötzi vivió entre las montañas de una región que, seguramente, conocería mejor que cualquiera de los que trazaron la frontera que lo dejó a este lado y no en el de allá. No sospechaba que era tirolés del sur ni que por sus venas correrían algún día ecos de Yodeln. Estaba muy tatuado, con motivos algo chungos de hecho, así que cualquiera se atreve hoy a decirle que está catalogado como hombre de la Edad del Cobre.

Quienes lo encontraron en aquel glaciar de los Alpes también se quedaron helados al verlo y alertaron a las autoridades. Llegaron especialistas de todas partes, excavaron el hielo y se pelearon por llevárselo cada cual a su terreno. Aparte de sacarlo a él y sus ropas, extrajeron muchos objetos, incluso un fascinante kit completo para hacer fuego que me trajo bonitos recuerdos de mi breve vida de cavernícola. Pero entre todo lo que portaba algo inquietante se alojaba en su interior: la flecha que lo mató.

A pesar de hablar de Ötzi en estos términos, acordes quizás con la exhibición que de él se hace, algo me entristece: su estirpe ya se extinguió.

domingo, 13 de septiembre de 2009

Me fui sin mí

Me fui, pero no me llevé. Acarreé bultos, pesos de los que tirar, cosas y más cosas. Les preví una utilidad, pero yo no estaría allí para usarlas. Cada necesidad hipotética tendría su parche, aunque no hubiera quien lo pusiera.

Había hecho mis planes con todo el cuidado. Me alojaría en cualquier hotel sin llegar a estar en él. Pisaría sus mullidas moquetas con los bolsillos llenos de llaveros mastodónticos, apartaría de mi cama ocasional la pesada colcha y dejaría caer sobre el colchón mi peso muerto exhalando un suspiro de relajación. Todo sin mí.

Probaría los platos propios de allí. Sin degustarlos, con el olfato agarrado a los olores que impregnan el sitio donde que me habría dejado. Haría infinidad de fotos, llenaría mi memoria SD hasta los topes -bip bip, memory card is full!-. Lugares en los que no recordaría haber estado, donde compraría recuerdos que nunca apelarían a ninguna experiencia. Incluso traería las maletas de vuelta más engordadas, con muchos otros suvenires de los que no sabría qué decir en el momento de entregárselos a amigos y familiares. Ahí los tenéis... ah,... pues... no sé, es muy típico, sí.

Así sería, así fue. Antes de marcharme puse en la cartera mi pasaporte, el carnet de conducir, el carnet de identidad y cualquier otro rectángulo portador de mi foto, mi nombre completo y un número diferenciador. Me convertí en una simple identidad, sin más. No me acompañé para hablarle a nadie sobre la persona identificada por aquellos documentos. Me quedé en tierra.

Tiré de maletas repletas de objetos sin atenderme en lo elemental. En todo lo que hiciese faltaría yo.

viernes, 11 de septiembre de 2009

Nido vacío

Han volado. Mutis sin decir ni pío. Las descubrió Salvia, hace un mes escaso. Le alertaron las continuas y sonoras huidas protagonizadas por una paloma en momentos muy concretos. Para ser exactos, cada vez que abría, cerraba o se acercaba a una ventana de la terraza.

¿Sabes lo que hay en una jardinera del balcón?
Pues... tú dirás qué ha crecido.
No, no es que haya crecido. Han nacido. Son dos pollos de paloma: dos "palominos".

Y con ese cariñoso apelativo se quedaron. Allí estaban, dos seres palpitantes acurrucados uno junto al otro, negros y feos como dos demonios. El rincón de la jardinera más alejado de nuestro alcance había servido a su madre para poner sus huevos y éstos habían eclosionado sin que supiéramos siquiera que habían sido incubados. La jodía acabó delatándose a hechos consumados, echando a volar con ruidosos aleteos una y otra vez, hasta que alguien perspicaz descubrió el pastel.

Los hemos visto crecer a ratos, sin causarles molestias, constatando invariablemente que su progenitora jamás se enfrentaría a un posible atacante, salvando siempre el culo propio antes que el de sus criaturas. Aunque no tuviera de qué temer: dió con caseros sin ganas de cobrarle alquiler, dispuestos a permitir que criase a su prole de prestado. Hasta nos ha enternecido ver a sus crías ensayar su propia evasión, tocadas aún con su plumón residual, amarillito él. Pero no pueden negar que son hijas de mala madre y, como tales, en cuanto han podido volar, lo han hecho con el mismo brío que ella.

Cuando se tiene un inquilino del que no se ha sabido siquiera que ya ha metido los muebles y se ha instalado con toda comodidad, no puede esperarse que se despida. Sí, les disculpamos el allanamiento, pero no les hemos dado nada que echarse al pico. Tal vez a eso se deba su mutismo a la hora de largarse. Desconocemos la dirección en la que volarán y, sea cual sea, les deseamos que no acaben siendo el blanco de ningún tirador de pichón.

Ahora no sabemos si adoptar algunos de los síntomas que sufren muchas madres cuando se les marchan los polluelos.