Hace unos días terminé la novela de Marsé. Hacía años que no leía nada suyo y este libro ha sido un grato reencuentro. Es el mismo de siempre, experimentando acaso un poco más.
Un no nacido que narra como si, no estando aún en este mundo, se lo conociera al dedillo. Nacerá de una madre represaliada que pasa de ser maestra a coser por encargo y que encuentra algo de aliento en las visitas de un policía que investiga sobre su marido desaparecido. El renacuajo tendrá un hermano en busca de su lugar, de algún universo de supervivencia, poblado de personajes reales e imaginados. Los hechos, marcadamente cotidianos pero cargados de simbolismo, hablarán a las claras de la situación, llena de abusos, represión, frustración, de la lucha que sigue a la contienda. Estamos en un país de posguerra, en el Guinardó marginal de aquella Barcelona donde la esperanza debía perseguirse un poco más allá del arroyo.
Entramos en las existencias de estos personajes lentamente, no sin dificultad, como si cada hecho se limitase a un círculo aislado del resto. Y entre todos ellos, la presencia más plácida, sumergida en su útero esférico, en una paz amniótica.
Asistimos a la viveza de los acontecimientos, a su sencillez y lucidez, encontradas y confundidas a veces con la imaginación. También damos de morros contra la condena final de unos supervivientes sin oportunidades. La guerra dejó sólo víctimas, encarnadas en personajes cargados de matices abiertos a interpretaciones.
Final redondo para estos rabos palpitantes que se revuelven como látigos de la crudeza, fustas para los sueños de difícil realización.
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