Acaban de hacer unas fotos ante la fachada de una célebre bodega, ondulación imponente con ecos de templo. Desean continuar hacia el lugar donde se ha erigido otra bodega icono, hotel en este caso, pero la mecánica se niega a responder. Al girar la llave, el motor de arranque tose sin parar.
El camino entre las viñas tiene una leve pendiente que aprovecharán para lanzar el vehículo e intentar que el motor despierte. Nada. Intento fallido, como todos los posteriores. Se han quedado colgados y no saben si empezar a guardar en el maletero sus ganas de conocer aquellos lugares. El pueblo de Laguardia hace honor a su nombre desde lo alto. Tal vez deberán pasar el día, y quizás la noche, entre cepas. Entre copas. Como en la película, una tarde de tonos dorados podría haberles deparado un picnic entre los viñedos. Precioso, si no fuera porque sólo es la una del mediodía y comienza a llover.
Reclaman ayuda por teléfono. Piensan que están en un bellísimo lugar, ideal para quedarse tirados y preferible siempre a cualquier Gran Vía de cualquier ciudad. Divisan la grúa a lo lejos. Como de juguete. Les alcanza, carga el vehículo y se los lleva a los tres.
En La Rioja se viven las vidas de la uva. La vendimia comienza y de cada racimo se desgranan muchas historias: la de su agosto de engorde y maduración, la de los métodos para llegar a hacer buen vino, la de quien cuenta a clientes potenciales su forma de conseguirlo, la de esos posibles compradores y su peregrinar entre viñas, la de alguno de esos viñedos, presidido por la creación de un Calatrava o un Gehry. Y también la historia de quienes abandonan el escenario deseando volver a él.
No hay comentarios:
Publicar un comentario