Este año me reencuentro o, más bien, nos reencontramos -pues creo que somos legión- con los textos del misterioso Carlos Cay en El País. Me entretuvo y divirtió todo el pasado agosto con sus cosas de chaval condenado a galeras para volver a intentar aprobar la selectividad en septiembre. Su verano transcurrió lejos de Madrid, lejos de sus deseos, obligado por sus padres a trasladarse a un pueblo con playa, a la que no podría ir pues debería encerrarse a empollar.
Pero cada día dedicó un buen rato a escribir. Y no precisamente los esquemas o resúmenes que le podrían haber servido para alcanzar un aprobado. Lo que escribió fue un diario cuyo único propósito era el de cagarse en sus viejos y contarnos todo lo que hacía dentro y fuera de su cuarto.
Este verano vuelve a la carga, como está mandado para seguir con la serie. No tenía por qué, pero parece que gustó. Sus compañeros del instituto ya están en la universidad. Y él no pasó. No era probable, viendo el panorama y las ganas.
Estos días nos ha estado contando algo de lo que ha hecho a lo largo del año. Tras su cantado fracaso en los exámenes no lo ha pasado muy bien y nos relata algunas de las cosas que se le cruzan por la mente, con o sin la ayuda de los porros.
Simplemente me gusta, me atrae la forma que tiene este chico de contarnos sus chácharas, por triviales que puedan parecer. Que no me lo parecen. Seguiré leyéndolo a sol y a sombra, esperando a ver por dónde nos quiere llevar esta vez.
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