¡Crac! Así murió el otro día nuestra prima: bajo una pesada suela. Dicen que sólo salvó las antenas, aunque de poco le servían ya. No quise mirar. No pude, la verdad, tan ocupada como estaba echando a correr cual centella. Mira que se lo advertí. Que en aquella cocina no había más que rascar. Pero nada. Se empeñó en salir de aquel desagüe a la pila y desde allí a la encimera. Yo iba detrás, intentando trepar torpemente hasta el borde. Pero, cuando por fin llegué, ¡zas!, algo la barrió de sopetón. Cayó al suelo y lo único que oí después fue aquel crujido espantoso. Aún me falta el resuello. No pude correr más deprisa. El eco rugoso de aquel estallido se realimentó en mi cabeza y se mezcló con el rumor de la tubería.
Nos pasamos la vida dándonos todos esos avisos y alertas. Otra prima me dijo que no fuese tonta, que no saliera de mi rendija a cualquier hora. Y tenía razón. Pero ella fue la primera en abandonar su escondrijo en cuanto le dio el olor de unas migas de queso y... ¡flissssss! Sufrió los efectos de un spray sobre el dorso. No alcanzó su agujero a tiempo y pereció bajo los efectos de la muerte dulce. Dicen que no duele, pero mejor no llegar a probarla.
Estamos condenadas, primas. A pesar de que los cebos sólo son sacacuartos, de que las lacas permanentes carecen de tal permanencia -yo me paseo por encima como si nada-, del breve efecto de los insecticidas, plaguicidas y todos los cidas de las empresas exterminadoras,... a pesar de todo ello tenemos los días contados. Si hasta lo llevamos en el nombre: ¡cucaracha! Suena como... parece que roncha como cuando nos... en fin, nuestro nombre es nuestra más negra profecía.
¡Que ni el peor holocausto cucarachil podría con nosotras, primas! Que sobreviviríamos incluso a un ataque nuclear. Eso decían. ¡Malditas leyendas urbanas!
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