viernes, 13 de febrero de 2009

Torres de papel

Uno deja sobre la mesa un papel, un programa de mano o alguna revista de las decentes. Si cerca de donde uno suele ponerse a trabajar hay espacio, ése va a ser su asiento perfecto. Tendremos el germen, la base que verá crecer la torre. Será el momento más crítico. También el más dichoso. Un edificio acaba de nacer.

Un libro de texto de un curso de alemán que me costaría mucho repasar, varias revistas de suplemento dominical, una funda de plástico llena de documentos, documentación encuadernada con canutillo y acetatos, un folleto de decoración, una carta insustancial del banco, libros de tapa dura y blanda, una agenda del año anterior que no usé, muy buena, por cierto. Y otro sinfin de cosas que me es difícil detallar, por inaccesibles.

Uno puede vivir rodeado de estas torres, como en su Manhattan personal, habiéndolas dispuesto en ordenación urbana pensada, para pasearse agusto por la casa. Y disfrazarse de Godzilla, bramando sin parar mientras intenta encontrar algo entre esa arquitectura del desorden.

Y tratar de extraer cualquier elemento de los que forman las columnas, cuidando que sus cimientos no se meneen. Todo un ejercicio de habilidad. Uno no acaba sabiendo si antes fue su rascacielos de papeles, o el mítico Jenga, que para el caso es lo mismo. Extraer para depositar nuevamente en lo más alto, en la azotea.

Al igual que en Malasia o en China, uno puede competir consigo mismo para ir construyendo la torre más alta. El riesgo de desplome existe, sí, pero el desafío se disfruta. Más y más estratos, unos sobre otros, hasta lograr que la altura del engendro supere la de los demás.

Megatorres.

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