martes, 10 de febrero de 2009

El arte de mugir

Llevan recorriendo las ciudades durante años. Una noche cualquiera toman un casco urbano y se van aposentando allí donde más les place. Donde más les pace. Porque acaban quedándose a pacer sobre las aceras y en el asfalto.

Hace un par de años descubriendo Lisboa también las descubrimos a ellas. Volvíamos de la Praça do Comércio y, llegando a la altura del Ayuntamiento, las vimos aparecer. Una caravana de tráilers entraba formando una comitiva magnífica. La prensa portuguesa aguardaba pertrechada de cámaras y micrófonos. ¿Qué imágenes grabarían? ¿Qué sonidos captarían? Al momento lo supimos. Los grandísimos remolques se habían detenido y un ejército de operarios se encargaba de remangar las lonas que ocultaban la carga. Allí estaban.

No saltaron a embestirnos. Tampoco nos ofrecieron sus ubres para ser ordeñadas y liberadas de tanto peso. No. Permanecieron allí arriba, como en un escaparate, viéndonos admirarlas. Cada una se había vestido de una forma, con sus propios motivos y colores. Todas parecían orgullosas de presentarse de semejante guisa. Estaban contentas: iban a ser recibidas por el alcalde en acto oficial.

Aquella misma noche, paseando por el Chiado, asistimos a la plantá. Algunas de las vacas que descubríamos horas antes a la cálida luz de la tarde estaban siendo dispuestas a lo largo y ancho de la ciudad de las siete colinas. Era todo un acontecimiento. A partir de aquel momento, durante el resto de los días que continuamos allí, íbamos topándonos con ellas. Se convirtieron en un personaje más de nuestra escapada lisboeta.

Ahora la manada está en Madrid. No son las mismas y hace mucho frío. A las pobres les ha nevado y algunas han sufrido algún que otro ataque vacunófobo.

Aun así van a quedarse. Hasta que haga buen tiempo.

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