Ese tío acaba de deshacerse de su cigarrillo lanzándolo a las vías desde el andén. Lo desecha a medias aún. El tren va a llegar en unos instantes y, como la mayoría de quienes lo tiran sin acabarlo, ya ve las luces de la máquina asomar.
Cada uno a su manera. Todavía encendido, lo hacen volar hasta caer entre los raíles sobre el duro y compacto cemento. Muchos le dan un golpecito con el pulgar. Tobita lo llaman. Ya me sirves de poco. Otros lo lanzan impulsándolo con un juego completo de brazo, como el que se entrena al bolo leonés. Donde pongo el ojo pongo el cigarro. Algunos lo tiran como una peonza sin cuerda, tratando de clavarlo. Consúmete ahí. Ni te muevas.
Y están quienes lo apagan. Se plantan cerca de la línea amarilla, lo arrojan a sus pies, pisan lo que queda de él y, ahogado bajo la suela, convertido en rastrera colilla, le dan un puntapié. Cae dejando el pavimento ennegrecido.
¿Qué se dejan con el cigarro? Me pregunto qué abandonan al calor del fuego del tabaco y si el humo que sigue brotando de la colilla es su demonio liberado.
Podría tratar de averiguarlo. Pero no fumo. Ni ganas.
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