domingo, 29 de noviembre de 2009

Humo IV

Mi amo es mi carcelero. Si la rubia le diese al cigarro una última calada sería como tirar las llaves de mi celda a una alcantarilla y dejar que se precipitasen hasta las más negras profundidades. ¡No lo apagues! ¡Tienes que empalmarlo con otro! ¡Por favor!

En fin, va a ser la primera vez en mi vida que lo haga, pero no me queda más remedio. Creo que ya sé lo que tengo que hacer:
-¿Tienes un cigarro?
¡Puaf! Lo odio, no puedo con la gente que va por ahí pidiendo de fumar. No soporto a los fumadores de gorra. Si no tienen tabaco que lo compren y si no pueden comprarlo, que se aguanten las ganas hasta que puedan permitírselo. Lo peor es que ahora soy yo el que pide y, ¡malditas las ganas que tengo de fumar!
-¿Cómo? -Me responde la rubia, sacándose del oído izquierdo el auricular. Tiene la voz más dulce de lo que imaginaba.
-Perdona que te moleste, pero es que tu cigarrillo me ha despertado unas ganas tremendas de fumar. Me llegaba el humo y... ¿no tendrías uno para mí? -me ha quedado un poco arrastrado, pero no puede controlarse todo la primera vez.
-Pues... no sé si me queda alguno -me responde con media sonrisa y se dispone a buscar en su bolso.
Bueno, al menos no me ha puesto mala cara. Me temo que tenemos poco tiempo, aunque, un momento, ¡no!, no irás a hacer lo que creo que vas a hacer...
-¡Espera! -Uff, vaya grito. La rubia se me ha quedado mirando algo extrañada. Tranquilo, no debes perder el control-. Digo que no tienes por qué tirarlo. Yo lo cojo para que puedas buscar mejor.
Me lo da, pensando, tal vez, que no debe contradecir a este tipo algo desequilibrado que le habla con aires de narcotizado. Parece que ha encontrado el pitillo en su bolso.
-Es el último -me tiende el cigarrillo que acaba de sacar de la cajetilla-. Que sepas que me dejas a cero.
-No te preocupes, eso podemos resolverlo -le digo a la vez que trato de no perder el contacto con el humo en mi nariz-. ¿Te importa que lo encendamos con el tuyo?
La rubia me mira fijamente. Creo que le estoy echando demasiado morro.

viernes, 27 de noviembre de 2009

Humo III

Ahí está, sigue mirando al frente sin reparar en mí. Soy el fruto de su capricho y ni siquiera se ha dado cuenta. El mundo está lleno de madres desatentas.

Un vistazo más y advierto que unos cables blancos trepan hasta sus orejas y le taponan los oídos. Se mimetizan con el fondo también blanco de su camisa. Descarto decirle algo: no me oiría. Quizás lo que escucha haga de ella otro ser abducido, como yo lo estaba por la novela que leía, la misma que sigue mordiéndome el dedo.

El pitillo prosigue su sacrificio. Es esa lámpara de la que salgo. El fumador no necesita frotarla si quiere sacarle el genio. Sólo le basta una llama que prenda su mecha. La mía es este hechizo que me encadena, recién nacido.

Debo marcharme. Pero la condición es verme liberado, y sólo podré ser libre si mi amo me pide tres deseos. No, no basta con dejar que el cigarrillo se consuma. Si se apagase o se consumiera antes de lo necesario mi cordón umbilical se rompería. El genio necesita seguir unido a su placenta, lámpara prendida en pos de la existencia y del antojo.

No debe apagarse antes de que mi amo solicite sus tres deseos: las reglas para liberar genios son ley. Pero lo tengo muy difícil. Debo encontrar la forma de conseguir que ese cigarrillo siga encendido y ¡está en las últimas!

martes, 24 de noviembre de 2009

Humo II

Busco el punto exacto desde el que el cigarrillo despide el genio. Entre la ceniza y el cilindro de papel una franja fronteriza pasa del rojo encendido al negro carbón. En ese territorio está el lugar de partida de la estela que me sigue y me envuelve. La recorro primero en un sentido y después viajo en sentido de vuelta y me encuentro. El haz se abre... me alumbra. ¿Debería pensar que soy el genio?

Le doy unas cuantas vueltas a tan disparatada idea. Consigo enredarme en mis pensamientos y, como volutas de humo, acabo trenzado, rodeado con mi propio cordel que acaba deshecho, disperso en el aire. Vuelvo a respirar. Compruebo que sigo atado al humo de ese cigarrillo que sigue consumiéndose y mi idea descabellada deja de serlo para concretarse.

Debería plantearme cómo escapar: el objetivo de todo genio se centra en obtener la libertad, desatarse del yugo de su amo y de su voluntad caprichosa.

Vine hasta aquí transportado por este libro, viviendo sólo en la dimensión de estas páginas que ahora me atrapan el dedo como un cepo. No vivía sobre este suelo que piso, sino sobre el de esta novela que está a punto de terminarse. Y ahora, fruto de la combustión de un cigarrillo, he llegado a este banco, a esta calle de esta ciudad. Mi recobrada conciencia ha nacido del humo que me une a una madre, pues este aire me reúne con el mundo y nazco de él.

Ya que vuelvo aquí convertido en el genio del humo, deberé seguir el ritual con sus pasos establecidos. No me marcharé por las buenas, pues rompería lo que me une a esta vida. ¿Y seguir respirando este aire? Eso tal vez sea lo más duro.

miércoles, 18 de noviembre de 2009

Humo I

Mientras leo camino absorto, abducido por las últimas páginas de una novela. Me acomodo en el banco que casi me ha hecho tropezar. Tomar el sol en mangas de camisa ya empieza a ser un lujo que hay que intentar permitirse. A mi derecha una farola con una papelera adosada. Recostada junto a ella una chica. Sé que lo es por sus zapatos femeninos, que acierto a ver de reojo durante la tregua fugaz que obtengo al pasar la hoja del libro.

Me relajo, respiro hondo y desde tal hondura me asalta una tos convulsa. Cuando consigo calmarla, trago y noto una sequedad repentina en la garganta y un sabor a tabaco que se me aloja en la faringe. Olfateo con cautela -temo saturarme- pero todo sigue llegándome desde dentro. El olor a tabaco está dentro, no fuera de mí. Como en el interior todo está claro, paso a indagar a mi alrededor. Voy en busca del humo como los antiguos iban en busca del fuego.

Me giro a un lado pero no veo nada. Al otro, el derecho, la chica de la farola sigue apostada. Zapatos de tacón, femeninos como sus medias, falda por encima de las rodillas, blusa blanca de mangas ceñidas y larga cabellera rubia recogida en una coleta. Mira hacia el frente con sus grandes ojos mientras deja que un cigarrillo se le consuma entre los dedos. Un torrente de humo brota de él, describiendo su línea ondulante directamente hacia mi nariz.

Mi garganta vuelve a denunciarlo con más toses irreprimibles. Cierro el libro dejando un dedo como señal y paso a observar el camino de la fumarola. Muevo la cabeza con el fin de despistarla, pero no hay manera. Se dirige implacable hacia mis fosas nasales. Decido entonces que, de alguna forma, debo de atraerla. Es como si activase un imán para atrapar el cabo de ese hilo de humo y llevarlo hacia mí. Hago memoria y la mente me devuelve otras situaciones similares. En todas ellas el humo se me cosía a la nariz, polo negativo cautivado por la humareda, de signo indefectiblemente positivo, y no me abandonaba hasta que no me alejaba. Me temo que estas cosas no cambian nunca...

miércoles, 11 de noviembre de 2009

El muro

No cayó.
Lo derribamos.

El pico arrancó la pintura.
Tan insolente.
Saltaron los rumores,
lascas del cemento.

Por los aires informadores grises,
besos a oídos de la Stasi,
controladores de mentes
y del temor.

Miedos, los que tuve,
los mismos que sufrí:
mejor no ver al otro lado.
Quiero mirar al otro lado.

El verano llega
a las puertas del invierno.
Mis lágrimas alzan el polvo del suelo.
¿Qué me espera?

Salir del hollín,
del carbón enfermizo.
Lavarme los ojos y
ver el mundo.

viernes, 6 de noviembre de 2009

El taladro

El otro día estrené mi máquina de taladrar nueva. Hasta entonces sólo era propietario de otro tipo de artilugio que también sirve para hacer taladros, pero en el papel. Ahora estoy equipado "de gordo". Qué gusto blandir la bicha para agujerear todo lo que se ponga por delante. Y que cada cual interprete esto como se le ocurra.

Hasta hoy siempre había utilizado máquinas y brocas ajenas -bueno, de la familia, que también son de prestado pero con más confianza-. Cuando las empuñaba me acordaba de aquel anuncio, creo que de Black and Decker, en el que un operario se enfrentaba a una pared-lienzo y la agujereaba de arriba abajo. Se liaba a taladrar sin parar hasta mostrar su rostro de satisfacción ante una supuesta obra bien hecha. ¿Una pared con más agujeros que un queso holandés? El autor, herramienta en mano, se alejaba para tomar la perspectiva suficiente y... aquel colador era la reproducción de un cuadro de Roy Lichtenstein. ¡Qué preciosidad de anuncio!

Nunca había tenido un regalo de cumpleaños de ese tipo, y me ha gustado. Hace años, y aún hoy, estas cosas eran propias del hombre de la casa y uno, que aún no ostentaba el título, de vez en cuando asumía el rol como en un simulacro de lo que podría ser el futuro. Empecé colgando cuadros: agujero, taco, escarpia y ya. Después algún espejo, alguna estantería y, cuando ya la cosa estaba dominada, me atreví con todos los muebles de una cocina. Por eso ya era hora de tener un artilugio propio.

Yo, que ya había cambiado de parecer en cuestión de cuadros, me había hecho fan del cuelgafácil y me había entregado a la comodidad del martillo y el clavito, ahora me veo armado como de infantería.

domingo, 1 de noviembre de 2009

De cementerios

Hoy los cementerios viven su día grande. Sus calles principales se llenan de transeúntes. Llegan en multitud. De cerca. Desde lejos. Circulan por esas Grandes Vías esporádicas buscando a derecha e izquierda, parándose a saludar a otros visitantes, sintiendo que éso no pueden perdérselo. Portan centros, ramos o flores sueltas, casi todas cultivadas, algunas silvestres. Son para sus seres añorados, los que se fueron, de quienes algo quedó.

Depositan recuerdos y calidez sobre la piedra pulida. Saben que quien yace les está agradecido, algo le reconforta.

Quizás, con suerte, un día de éstos me saquen de este sitio sin nombre, del barro al que me arrojaron, de esta cuneta donde se crían sólo malvas. Del frío y el abandono.

Me habría gustado tener una lápida, y flores sobre ella. Frescas, o de tela, o de plástico. Flores al fin y al cabo. Muchos quisieran traérmelas. Llevármelas. Me gustan las tradiciones. Y las visitas.