lunes, 4 de agosto de 2008

Paraísos cotidianos

Salvia me sugiere que cuente en uno de estos apartes de mis días lo que le digo en confidencia cuando pasamos rodeando juntos la valla de mi jardín de las delicias. Yo, como en otras ocasiones, no le digo que no. Tampoco le digo que sí. Sólo le sigo transmitiendo lo que pasa cuando entro y lo paseo. Finalmente decido que sí, y aquí se lo describo, evocado a mi manera.

Me alegra verlo abierto, como a mi disposición, casi exclusivo. A diario no puedo detenerme allí dentro, a conversar con la soledad. Sólo algunos días dedico algún rato ganado a las prisas a recorrerlo con algo más de consciencia. Unos primeros pasos me llevan hacia una fuente en torno a la que se vertebra la geometría del dibujo de sus calles. Hasta alcanzar el agua camino bajo la sombra de árboles que han estado ahí durante muchos años. Este fue un jardín anónimo que abrazaba una quinta cercada por altos muros. Desde el exterior sólo se avistaban algunos árboles, que se alzaban desde dentro, como queriendo señalar que allí, junto a sus raíces, el suelo había conservado un mundo ajeno a los pavimentos y el asfalto de afuera.

La quinta ya llevaba muchos años deshabitada y el jardín se había convertido en un bosque algo dejado y enmarañado. Ya nadie desbrozaba, ni limpiaba el suelo de malas hierbas, ni podaba los árboles para dejarlos descargados de ramas inconvenientes.

Debió ser un jardín salvajemente secreto que algún niño disfrutaría haciendo de él su amazónico deleite. Y entonces llegó la idea afortunada de alguien que lo sacó de su destierro. Así pues, los árboles de ayer encajaron en el diseño de hoy y le dieron el poder que sólo tienen los seres muy vividos.

Camino resguardado por su proyección de encaje hecho de sombras y luces hasta llegar al sencillo surtidor que despide con presión ajustada un ramillete de chorros. Agua que describe un arco en el aire y lo rompe después, haciéndolo pasar de su rigidez metálica a la segmentación de varias gotas que se persiguen las unas a las otras. Me parece que son cuentas transparentes que se deslizan escapando del hilo que, hacía unos instantes, las sostenía atravesadas por sus entrañas. Y caen liberadas, ansiando diluirse en el pequeño estanque al que llegan para dejar de ser únicas. En él viven sumergidas algunas plantas de papiro cohabitando junto a las calas, cuyas flores blancas reflejan el sol como pequeñas velas que recogen el viento y multiplican sus rayos.

Continúo refrescado por el agua y las sombras generosas. Me es posible, durante sólo unos instantes, caminar junto a parterres de flores combinadas con tino, hasta llegar junto a las puertas de la casa que se asienta dentro del paraíso. Es la quinta desde cuyo torreón el inquilino siempre enigmático que imagino puede vigilar cualquier cosa que ocurra en sus dominios. Es el guardián del edén, ocupado en seguir el discurrir del tiempo y de quienes lo habitan permanente o, como yo, fugazmente.

Prefiero recorrer este pequeño paraíso por la mañana, cuando la mente no está cargada de pensamientos desatentos. Es este el lugar donde a veces encuentro mis ficciones, las más buscadas, que son lo único real dentro de este absurdo de la vida.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

¿Cerca de la estación o cerca de Económicas? O yo estoy pensando en otro/s jardín/es? Besicos. Ana

Daniel Buitrago dijo...

Cerca de la estación, en Vía Complutense esquina con Navarro y Ledesma. Supongo que es el que crees. Es pequeñito, pero nadie diría que allí dentro el ruido del tráfico y sus humos desaparecen del todo.
Gracias, Ana.