lunes, 23 de septiembre de 2013

El gusano de la patata

Hoy, de primer plato, puré de verduras. Cebolla, ajo, zanahoria, apio, calabacín, tomate y patata. Le pongo sal, pimienta y mi toque personal: un poco de curri suave. Aparente normalidad en la superficie de la patata que me dispongo a pelar para, después, trocearla y cocerla con todo lo que ya está en la olla. Tan sólo observo unos puntos negruzcos que no parecen síntoma de nada grave.

Comienzo a retirar la piel del tubérculo y ahora, en el amarillento y más jugoso interior, resaltan unos ojos negros que parecen mirarme. Intento apartarlos con una puntilla pero no lo consigo del todo. Entonces corto un pedazo y, ¡oh, sorpresa!, aparece un gusano. Queda totalmente fuera de su guarida y titubea moviéndose de un lado a otro, cabeceando tembloroso, como deseando que, a falta de cerebro, un buen instinto le lleve con rapidez a un nuevo escondite.

No creo que el bicho me vea ni alcance a imaginar que soy el causante de su repentino desamparo. Miro la galería de la que ha salido y la secciono con el filo del cuchillo. Tiene su principio y su final dentro de la patata. No hallo indicios de entrada hasta el túnel-vivienda: es como si el tubérculo hubiera engendrado a su ocupante a partir de su propia materia y se hubiera prestado a ser comido para darle albergue.

Las últimas patatas que compré lucían una pinta similar a la de esta. Desconozco su placa de identidad (tal vez fueran Monalisa, Ágata, Caesar, o vaya usté a saber...), aunque, de llevarla, supongo que la portarían atornillada por medio de ojales negros en los que se alojarían, tal vez, unos cuantos inquilinos más.

Y entonces me pregunto si habré frito o cocido algún gusano de la patata y si, como resultaría evidente, ya lo habré ingerido.

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