En el 99 tuve la suerte de poder asistir a un ensayo general de Sansón y Dalila, la ópera de Camille Saint-Saëns, en el Teatro Real de Madrid. Entonces no conocía la obra e ignoraba lo que podría encontrarme. Solo estaba convencido de hallar, al menos, una gran voz: la de Plácido Domingo. Él encarnaría al héroe de Israel acompañado de Carolyn Sebron, la mezzosoprano que haría las veces de la seductora princesa filistea Dalila.
Cuando la orquesta terminó y el telón cayó no podía pensar. La representación había sido fantástica, transmisora de toda la energía que la Orquesta Sinfónica de Madrid podía sacar acompañada de voces míticas. Pasados unos instantes el riego acabó regresándome al cerebro desde allá donde anduviera perdido. Concluí que la ópera era de las más bonitas que nunca había escuchado. Lo tenía todo: arias y dúos magníficos, melodías soberbias y fragmentos instrumentales de tremenda entidad.
Esta no es la del Real, pero es una preciosa interpretación en versión de concierto.
Hace poco que escuché el último disco de Muse, The Resistance, y encontré en él una curiosa sorpresa. Entre las canciones del cedé, precediendo a una singular pieza en tres partes nada habitual para un álbum de rock llamada Exogenesis: Symphony, hay una joya, otra más. Se trata de I belong to you, que cuenta con una primera parte rockera que remite nada menos que a Queen, seguida de un piano delicado, preludio de la parte más operística, vibrante, espectacular, apasionada. Es en ella donde aparece Mon coeur s'ouvre à ta voix, el momento más seductor de Sansón y Dalila. Ahí está otra vez la cúspide de la obra de Saint-Saëns, esa aria-dúo perfectamente encajada en esta canción.
Escuchar un disco de Muse tiene asegurada, al igual que un escenario sobre el que esté Plácido Domingo, una voz prodigiosa. La de Matt Bellamy es una de las más grandes del rock hoy, comparable a la de Freddie Mercury. Su inquietud musical es el corazón de este grupo y le sobran aptitudes como músico. Aquí ha encontrado a su otra musa, Dalila, y es un gusto tenerla también así.
Ayer Eduard Punset se entrevistaba con Ken Robinson en uno de sus programas de Redes, gran bastión dentro de la feliz programación-oasis, a la vez tristemente insular, de La 2. Su invitado, especialista en educación y creatividad, está convencido de que lo mejor del aprendizaje está en el camino, en la experiencia, en lo bueno de pensar qué es lo que despierta nuestra inquietud para, en consecuencia, formular las preguntas.
Tiene razón. O eso creo. Muchos niños pasan por el colegio sin acabar de saber cuáles son sus aptitudes, sus capacidades, sin tener claro lo que quieren en la vida y cuáles son sus talentos. Esto sin duda termina siendo fuente de frustración. A diario se aburren soberanamente aguantando charlas interminables o teniendo que reproducir de memoria eternas listas, inservibles a la larga.
Hay en muchos casos una fijación por el destino final de lo que hacemos, una obsesión por formarnos para ocupar un lugar en esta sociedad enfocada a la producción. Es como si en el mundo todo se dispusiera en ese triste sentido. Se han jerarquizado las disciplinas y se ha dado más importancia a, por ejemplo, las matemáticas, o a las ciencias en general, a todo lo que conduce a convertirnos en piezas útiles para ese engranage industrial. Y digo yo, ¿cuándo encontraremos a las artes en un nivel superior o, al menos, a la altura de esas materias? Lo que realmente tiene valor en esta vida es la empatía, la pasión, la emoción, y fijarnos solo en ese destino final va eliminando la alegría de lo que nos ocurre por el camino. Es una pena dejar de disfrutar del proceso porque el resultado es lo único valioso.
Punset se plantea que es como si la educación no hubiera cambiado apenas con respecto a la de muchas décadas atrás. Es como si nadie estuviera dispuesto a replantearse la creatividad, a darle un fuerte impulso a la originalidad. Y el profesor Robinson concluye que si no estás dispuesto a equivocarte, nunca llegarás a nada original.
El patio de luces tiene hoy otro aspecto. Sobre los tendederos hay tiras blandas, rotas por partes, como queriendo escribir un mensaje en algún peculiar código Morse. Las poleas mantienen tirante el soporte y se resisten a lanzar sus habituales gritos de cotorra. Nadie pulsa las cuerdas y en las líneas de pentagrama sólo hay escrito ruido blanco.
Los gatos vecinos dejan sus huellas en la hoja virgen. Llenan los tejados de firmas, estampan marcas efímeras, irregulares líneas de puntos por las que la página nevada quedará cortada. Se desprenderá para desplomarse, formando una nueva cobertura. Tal vez los niños, ya en el suelo, harán de ella porciones arrojadizas, o darán vida a algún muñeco de hechuras más o menos reconocibles, ya con las horas contadas desde su minuto cero.
Las ramas de los árboles soportan delicadas cargas. Sólo algún chasquido da a entender que se trata de un peso añadido, y tensión y elasticidad echan su pulso constante hasta que la resistencia decida por sí misma.
La nieve siempre es inspiradora. Su mera visión lo es. También caminar sobre ella, bajo ella; patearla, cogerla, compactarla y moldearla, lanzarla. Una nevada suave, levemente acunada por el viento, nos regala imágenes sosegadas y reparadoras. Conlleva la despreocupación de las cosas que se caen y uno sabe que no se van a romper.