miércoles, 23 de febrero de 2011

Contra el terror

Pienso en las revueltas del mundo árabe. Digo pienso, sólo, y con ello admito que no actúo. Pensar y actuar deberían ir unidos o relacionados al menos. Sin embargo, desde esta paz europea de cartón-piedra no estoy, no estamos, dispuestos a poner en peligro nada de lo que nos aletarga y nos mece.

Sigo rumiando y acabo aceptando creer que desde África no piden tanto:  tan solo la condición de ciudadanos libres que se les presupone, aparte de acabar levantando la condena del terror y la explotación.

En estas revoluciones que los medios tildan de  "pacíficas"  está habiendo muertes, muchas por cierto. El que pide lo hace por las buenas, pero el que debe ceder no lo hará sin antes revolverse como gato panza arriba con la pistola cargada entre las garras. Y nuestros gobiernos miran para otro lado, más preocupados por lo que pueda pasarles a sus amigos y socios gobernantes tiranos y a esas sucias relaciones que acabarán torcidas, si no deshechas, a la espera de nuevos esfuerzos negociadores con vaya usté a saber quien, que manda huevos lo atadito que lo teníamos todo y la que nos han liado esos muertos de hambre.

Pero esos famélicos, aparte de comer, lo único que desean es vivir tranquilos en sus casas, libres del pavor a verse exterminados como ratas bajo sus propios tejados. Nada más.

Miro de nuevo a esto que llamamos occidente y no encuentro rastro del paradero de la ONU, ni de la Corte Penal Internacional de La Haya, ni de cualquier otro órgano internacional creado para, supuestamente, velar por la justicia, la paz y la seguridad comunes (¿comunes para quiénes?).

Seguiremos inmóviles, incapaces de actuar en su ayuda, viviendo en nuestros nidos de comodidad desde los cuales no nos dejan advertir el acecho del halcón que sobrevuela lo poco que hemos ido conquistando, narcotizados por los mensajes que nos lanzan desde los medios, dormidos en el sueño profundo de la democracia. Ellos, los revolucionarios, quieren construirla. A nosotros se nos podría estar escapando ya.

domingo, 20 de febrero de 2011

Otra vida en Venecia

Venecia puede ser el mejor lugar para descansar. Eso pensaron muchos cuando la eligieron para hacerlo eternamente y otros tantos que les concedieron su deseo y cumplieron con el ritual. Algún ritual más o menos clandestino.

Cosas que hacer cuando mueras en Venecia...

Como si de las tablas de los mandamientos se tratara, hay un precepto oculto, una serie de decisiones sobre planes que uno desconoce pero está dispuesto a consumar un poco más allá del acá.

En los canales se deja escapar algo de eso que trasciende a la belleza más insoportable. El agua tiene mucho de liberador y libertador del alma, que se escabulle además por las grietas de muros húmedos, oxidados, corrompidos; se filtra en las vetas abiertas de la madera sumergida y se cuela por trampillas en acuático vaivén.

Y renacida en los brillos de cada pequeña cresta de ola puede permanecer, regalarse otra existencia.

Ahora, frente a la cara más prosaica de esta vida, el gobierno de la Serenissima ha decidido convertir esos sueños dorados en tesoro contante y sonante y encauzar las corrientes del deseo hacia otra caja de otros caudales. Ayer las cenizas se esparcían en secreto y los seres queridos, furtivos, partían hacia sus anhelos. El rito carecía de etiqueta y el cortejo se permitía voluble. Hoy la propia ciudad sugiere que lo hagan tras pagar una tasa, bajo el protocolo de una ceremonia instituida, desde el muelle fijado para soltar cabos.

Por tanto, señores, muéranse con la cartera en el bolsillo si quieren una otra vida en Venecia.

jueves, 17 de febrero de 2011

Cine analgésico

Para saber si una película calma o elimina el dolor, la apatía, o un ataque prolongado de aburrimiento, debemos ponerla a prueba en el momento adecuado.

Vivamos un día tonto. Uno de esos que pasamos sin saber si venimos o vamos, si dormimos o velamos, si pertenecemos a esta dimensión o deberíamos estar en otra aun siendo conscientes de tener un pie interno en ella desde que nos hemos levantado. Vivámoslo a tope aunque parezca imposible. Sólo una recomendación:  no nos detengamos a pensar si estamos haciéndolo bien hasta que la evidencia pese lo suficiente como para desplomársenos encima.

El hecho de ir al cine no deberá ser algo planificado. Al menos no por nosotros mismos. Dejemos que otro nos haga la propuesta y digámosle que sí a pesar de no tener el día. Añadamos al conjunto un tiempo frío y lluvioso que no tienda invitación alguna a salir de casa. Hagamos el esfuerzo, claro. Encontrémonos además con alguien a quien le ha ido mal en el trabajo y convirtámonos en un grupo, reducido pero grupo al fin y al cabo. Desplacémonos y entremos a ver la película que decida quien nos ha sugerido la salida.

De hacer el experimento un día como hoy, dicha persona se inclinará por comprar entradas para Primos. ¿Por qué? Se trata de una comedia y percibe que el panorama a su alrededor no está para otra cosa. No sabe si acertará del todo, pero confía en su olfato y asume riesgos sin pestañear.


Un monólogo fantástico abre la sesión y el día tonto va llenándose de risas a medida que el metraje avanza. El guión es divertido a pesar de los dramas que aborda, e incita a una puesta en entredicho de lo que nos pasa  (si es que ya habíamos tomado conciencia de nuestro estado). En fin, comparada con ciertas tragedias personales a las que vamos asistiendo se podría decir que vivimos una jornada cualquiera. Nos hacía falta un rato lleno de frescura, talento, miradas entrañables a los veranos de nuestra adolescencia y citas cinéfilas muy ocurrentes. Lo hemos encontrado y nos alegramos de ello.

Agradeceremos este giro en nuestro día desastroso a Daniel Sánchez Arévalo, que ha escrito y dirigido, a los actores y, por supuesto, a quien ha elegido que veamos esta película de entre otras quince posibles. Concluyendo:  sí, podríamos hablar de cine analgésico.

miércoles, 2 de febrero de 2011

Un buen discurso

De transmitir. De eso se trata. Para quien será rey del Reino Unido y de unos cuantos territorios más, la cosa empieza siendo una cuestión de dignidad y de amor propio. Pero acabará siendo algo mucho más serio:  este señor deberá transmitir seguridad y confianza, valor y coraje, a toda una nación y sus satélites.

A priori, una historia sobre la intervención de un logopeda en la solución del grave problema de un tartamudo a la hora de hablar en público no parece resultar demasiado atractiva. Sin embargo, El discurso del rey consigue convertir semejante argumento en todo un deleite para quien se sienta a verla. Nos introduce entre los dobleces de la vida privada de la familia real británica en un momento crucial para su devenir y su permanencia. El príncipe Albert, duque de York, Bertie para los amigos, está intentando librarse de su engorrosa tartamudez con la intención de poder salir airoso de algún que otro speech al que su profesión obliga. Pero, ¡oh, carambolas del destino!, parece que nada en los planes de sucesión va a ocurrir como parecía estar previsto. Serán esta circunstancia y otras tantas más personales las que vayan conformando esta magnífica recreación biográfica  (desconozco si fiel o no a la realidad).

Partiendo de un guión redondo siempre se tiene mucho ganado. Si a esto se le añade una buena realización y grandes dosis de sentido del humor, digamos que el público estará en tu bolsillo. Tom Hooper dirige con brillantez y los chicos de producción, dueños del mencionado bolsillo, han cuidado todos los detalles al máximo. El resto ya es cosa de los actores... y menuda cosa.

Colin Firth, como príncipe Albert, lo borda. Si es posible, mejor ver esta película en versión original, pues ahí se apreciará el increíble esfuerzo de este actor para reproducir los problemas de dicción de su personaje. Logra darle una tremenda carga humana, de gran complejidad y hondura. También está soberbio Geoffrey Rush quien, como peculiar logopeda, a medida que vaya tratando a Bertie conseguirá ganarse su confianza y romper así la barrera que impide ciertos avances hacia una solución. Es su parte, quizás, la más grande en cuanto a personalidad y calidad humana. ¿Y qué decir de Helena Bonham Carter? Me alegra volver a verla en un papel  "normal", después de tantos histriones y extravagancias. Vuelve a parecerse a aquella actriz que trabajaba con James Ivory, aunque esta vez está presente para dar apoyo y mucha sutilidad e ironía en sus intervenciones.

En cuanto a la música, últimamente Alexandre Desplat está en casi todo, aunque siempre en su sitio. Esta vez sus composiciones llegan acompañadas de otras de Beethoven o Mozart, nada menos. La música tiene aquí la función de enfatizar, apoyar en ese camino interior que Bertie tendrá que recorrer, contrayendo una carga muy pesada de responsabilidad, en busca de la autoridad para convencer a su pueblo de que se puede luchar contra el nazismo. En fin, una historia entretenidísima que también trata sobre la amistad y la superación.

lunes, 31 de enero de 2011

Adiós a un creador

Es la vorágine misma de la vida. Si uno busca John Barry en Wikipedia, lo primero que encuentra es un lapso vital entre dos paréntesis:  (3 de noviembre de 1933 - 30 de enero de 2011). Sobre la última fecha, ayer mismo, imagino la ilustración sonora de una marcha fúnebre. Es una marcha con toques de jazz subrayada vigorosamente por una línea de trompas, arropada por el dramatismo de un grupo de cuerdas. Sobrecoge profundamente.

John Barry deja en las pantallas, en nuestros oídos, en nuestra piel, la música de muchas películas ligadas a la acción, al misterio y a la emoción. Siempre reconocible, con su sello propio y sonidos tan personales; accesible a la vez. Es un gusto poder vivir en un mundo que quedará ambientado por sus creaciones. Ahí va una de ellas, tan parecida a otras y tan suya.

viernes, 28 de enero de 2011

Cifras

Hoy hemos sabido que el año pasado cada día se quedaron sin trabajo 1000 personas en España. Pasaron a incrementar el número total de parados, que ya se acerca a la terrible cantidad de 5 millones. En sólo 3 años hemos multiplicado la cifra casi por 3.

Los anteriores gobernantes nos dejaron un país enladrillado en el que primó la cultura del pelotazo y el llevárselo calentito. Los actuales recogieron aquella herencia y les fue bien hasta que la crisis nos engulló  (a nosotros más que a ellos). Estos días tenemos un país congelado  (nieves y hielos por todas partes)  con cerca de 25 millones de españoles paralizados por el miedo y la incertidumbre. 'No te muevas, que puede ser peor', 'Virgencita, que me quede como estoy', 'Más vale pájaro en mano'...

Y mejor no hablemos de dinero, del que desaparece y nadie sabe adónde va, del que sólo beneficia a unos pocos habiendo salido del bolsillo común, del de los que pagan y jamás reciben nada, del que sufraga una justicia bastante dudosa, del que compra silencios, del que produce náuseas, de las decisiones que sobre él se toman sin contar con todos.

Parece que asistimos a una ola destructiva tras el paso de la cual todo lo que se crea es precario y decepcionante. Aquí no hay visos de volver a vivir buenos tiempos y el que los disfrutó, se lo lleva puesto. Nuestros políticos dicen tener la solución, pero ninguno suelta prenda  (¿?). El gobierno lo está haciendo fatal y la oposición, visto lo visto, se frota las manos. No me extraña que muchos jóvenes menores de 30 años se estén planteando emigrar, volar, darse el piro. Ellos integran buena parte de nuestro 20 por ciento de paro y saben que en este país no se valora casi nada de lo que ellos podrían aportar.

Ya veremos si alguno de ellos  (de nosotros)  logrará cotizar esos 38,5 años que a partir de ahora nos van a imponer para podernos jubilar a los 65 años. ¿Vamos a seguir callados, paralizados, maniatados?

lunes, 24 de enero de 2011

Además de la lluvia

De ver  También la lluvia  uno sale convencido de que ha merecido la pena. La película nos devuelve al año 2000, llevándonos de la mano de un equipo de cine a Cochabamba, Bolivia. Allí pretenden rodar una película sobre la conquista de los españoles en América y sufren la alteración de sus planes cuando estalla una revuelta popular en contra de la privatización del agua.

De ella me interesan muchas cosas. El arranque, con esas imágenes que podrían remitir a  La dolce vita  y su Cristo suspendido de un helicóptero  -en este caso es una cruz que hace revivir al imaginario de  La misión-.  Me engancha además todo el tramo en el que el proyecto cinematográfico se está desarrollando, se están rematando las localizaciones y el casting de actores y vamos conociendo a todos los personajes. Me gusta cómo se plantean las inquietudes del productor y su forma de trasladarlas al espectador. Integro sin problemas la realidad y la ficción en esa mezcla de lo que se rueda y de cómo se rueda. Escucho atento los argumentos de algunos personajes en su debate sobre algunos temas que se van planteando.

Iglesia e Imperio, entre otros. El ayer y el hoy entremezclados en un enfrentamiento entre los abusos que se produjeron en el pasado y los que se practican en el presente. Icíar Bollaín consigue poner en evidencia las fallas de nuestro sistema y la vergonzante prepotencia del hombre poderoso, venga éste de donde venga. La directora hace un trabajo estupendo en esta historia grande, tan alejada de otros territorios más íntimos y cotidianos en los que ha solido sumergirse en películas anteriores. Me gusta, sí, aunque también trato de imaginar este guión realizado por Alejandro González Iñárritu, quien lo tuvo en sus manos hasta que prefirió hacer Biutiful en su lugar.

Supongo que me quedo con el planteamiento y el desarrollo porque en ellos está la esencia del ritmo y el pulso vibrante de la narración, que decae cuando el conflicto llega a su clímax. Ahí es cuando echo en falta a un Luis Tosar más apasionado y a un más creíble Gael García Bernal. Están correctos, pero les falta un toque de la varita de su directora para hacer redonda del todo su evolución dentro de la trama. No ocurre así en otros casos:  me pongo a los pies de un colosal Karra Elejalde en la piel de Cristóbal Colón y del actor, Antón, que lo encarna en la ficción. Magnífico en su delicada verosimilitud. También me convence la imponente presencia de Juan Carlos Aduviri, un actor boliviano soberbio en su puesta en escena de todo un luchador.

A pesar de mis reparos no dudaría en volver a verla para extraer algo más de un riquísimo guión  -lo siento por la Academia de la Lengua, pero me resisto a eliminar esta tilde-  de Paul Laverty, quizás lo más valioso del film. Casi tan valioso como el agua.

miércoles, 19 de enero de 2011

Lo siento por los becarios

Es indignante encontrarse todos los días con personajillos que no son capaces de asumir ninguna responsabilidad y se sacuden todos los problemas dejándolos recaer sobre algún tercero. Y si además éste es mucho más débil y poco autorizado para rechistar, mejor que mejor.

La página web de la Federación Española de Fútbol ha publicado una información acerca de un partido en el que un determinado árbitro va a pitar  "bajo la atenta mirada de Mourinho, quien se considera perjudicado por los arbitrajes de los últimos meses". Este artículo ya ha sido modificado y esas palabras retiradas de su texto. Aun así, el Real Madrid está indignado a raíz de dicha consideración que emite juicios de valor, aludiendo directamente a su entrenador, y lo considera una falta de respeto por la que exige responsabilidades.

Y he aquí que aparece un portavoz de la Federación y, sin dos dedos de frente, dice:  "en la web hay becarios que escriben, pero en cuanto lo vimos inmediatamente lo quitamos". Y añade:  "no es la opinión de la Federación, sino que lo escribió una becaria".

Vergonzoso.  Lamentable.  En esa página, al igual que en otras muchas que publican informaciones, debería haber un jefe de redacción o un editor que diera el visto bueno a lo que otros redactan antes de sacarlo al ciberespacio. Y si no es así porque el organigrama no da para tanto, siempre habrá alguien ocupando un puesto superior que estará en la obligación de asumir lo que surja. Pero aquí  (como en otros muchos sitios)  alguien se está quitando de encima lo que le toca, que no nos engañemos, va implícito en su sueldo. Vaya usté a saber, tal vez ese alguien ha autorizado dicho escrito y ahora, al ver que le empieza a llover encima, está dejando a otro alguien a la intemperie.

Y ahí están los becarios, aguantando el chaparrón. Siempre dando mucho más entusiasmo y dedicación de los que reciben. Engañados en muchos casos  (hay de todo)  con promesas de posibles contratos que nunca acaban llegando. Abocados a asumir mucha más responsabilidad de la que les corresponde, a cambio de nula formación y beneficios escasos. No olvidemos que muchos becarios no cobran un céntimo por todo el trabajo que llevan a cabo y que un simple papel con una firma estampada no da a ninguna empresa el derecho de explotar a nadie si previamente no quedan detalladas las tareas que deberá desempeñar. En fin, ya sabemos que las becas de prácticas son el eufemismo que oculta el triste  "mano de obra barata, o peor, gratuita".

Por lo general los becarios acaban su período de prácticas con la sensación agridulce de haber hecho lo necesario para demostrar que son gente válida y preparada, pero también con la decepción y la frustración de saber que todo ese esfuerzo no ha servido para nada.

Y para colmo hay  "valientes"  que menosprecian el trabajo y las ganas de aprender de quien lo da todo a cambio de muy poco.

jueves, 13 de enero de 2011

De sangre y conspiración

Regreso de una expedición absolutamente desquiciada y paranoica. Hace un par de meses leí a Pérez Reverte en un artículo sobre el conquistador Lope de Aguirre, quien en su expedición en busca de El Dorado acaba liderando un grupo de traidores contra la corona de Felipe II. Hacía más de un año que tenía sobre una estantería el libro de Ramón J. Sender  La aventura equinoccial de Lope de Aguirre, al que Pérez Reverte se refiere con gran entusiasmo en dicho artículo. Lo había comprado en una pequeña feria tras escuchar a un amigo un no menos entusiasmado comentario sobre el mismo. Parecía ser un libro difícil de conseguir, aunque gracias a una edición que lanzó El País dentro de una colección de novela histórica es ahora una obra muy asequible.

Es apasionante. Narra ese viaje desde el Perú hasta el Atlántico a través del Marañón, el Amazonas, el Orinoco. Lope de Aguirre y sus  "marañones"  van poco a poco reduciendo su propia compañía, causando muchas más bajas entre los suyos que las que les provocan los indios o las enfermedades. No contento con eso Aguirre decide rebelarse contra el hombre más poderoso de la época y  "desnaturalizarse de los reinos de España", descartar la búsqueda de El Dorado, tomar Isla Margarita y pensar en conquistar la costa venezolana y después avanzar hacia el Perú.

R. J. Sender acierta con el modo de narrar, utilizando un lenguaje con el regusto del siglo XVI. También da en el clavo con sus descripciones finas y atmosféricas. El clima sofocante, las jornadas extenuantes, la podredumbre derivada de la humedad. La locura de Aguirre podría entenderse habida cuenta de semejantes condiciones. Y es tremendo: por momentos uno teme por su propio cuello, agarrotado en un santiamén por los negros asesinos a su servicio, matarifes de todo el que incomoda a su señor o es un estorbo para el avance de sus planes.

Conspirador entre conspiradores. Así es el protagonista de esta historia, de la que se extrae de todo menos indiferencia.

lunes, 10 de enero de 2011

Pura emoción

Ennio Morricone es uno de los grandes, un compositor legendario. Buena parte de su música no es solamente un regalo para los oídos. También lo es para el propio cine, que no habría sido lo mismo sin sus bandas sonoras. Muchas de ellas merecen una escucha atenta, entregada. Desde las que acompañan a los spaghetti westerns de Sergio Leone hasta partituras tan conocidas como La Misión o Érase una vez en América, pasando por Los intocables de Eliot Ness o Malena.

Hasta hace unos días ha habido en mi discoteca un hueco que por fin, gracias a los magos de Oriente, he llenado. Cinema Paradiso tiene mucho de eso que damos en llamar emoción, que no es una convención pero que puede crearse a partir de muy pocos elementos. Siempre que he visto esta película he pensado que la música es su coprotagonista indiscutible, la que nos hace imaginar a Totó y Elena juntos otra vez. O a Totó y Alfredo volviendo a alimentar su entrañable amistad. Es ya imposible acompañar sus imágenes con otra música que no sea la de Morricone. Esa evocación de la niñez, del primer amor, la pérdida, la fuerza de la memoria... Todo eso lo consigue por sí sola, reproducida en cualquier lugar, con sus melodías sencillas, sin florituras, hechas para poder llegar ligeras y directas al corazón.



Esta pieza, que aparece en el álbum declinada de diferentes formas en varios cortes, también la introdujo Dulce Pontes en su disco Focus, un trabajo conmovedor que pone letra a muchas melodías de Morricone y las convierte en bellísimas canciones...  A disfrutar.

jueves, 30 de diciembre de 2010

Villancicos

Es tiempo de villancicos. Y también de compras navideñas. Por cierto, odio las megafonías que machacan estas grabaciones generalmente atestadas de voces impúberes. Las odio como reclamo para posibles compradores  -fallido en mis carnes-  y las detesto también como ambientación musical de grandes y no tan grandes almacenes. Me gustan más cuando las elijo porque me apetece escucharlas o las pongo y las dejo de fondo, sin hacerles demasiado caso.

Volviendo a las compras, un posible regalo estos días podría ser un disco. Desconozco si todavía es posible encontrar por ahí el cedé  Luna: Romanzas, Canciones y Danzas, de José María Cano. Aunque haga más de una década de su edición, sigue siendo una apuesta segura. Cuando Mecano se disolvió y cada uno de sus integrantes pasó a dedicarse a lo suyo, J. M. Cano se empeñó en llevar a cabo este proyecto espectacular.

Su canción  Hijo de la Luna  tenía un argumento con suficiente entidad como para servir de base a una ópera y el compositor lo aprovecharía. La Caballé había grabado ya la canción y sugerido a su autor que podía llegar a ser un buen compositor lírico, pero no se imaginaba la retahíla de avatares por los que Cano habría de pasar hasta llegar a... no estrenar. La obra, a juzgar por la grabación existente  -la de este cedé-, tiene que ser una maravilla, pero aún hoy seguimos sin conocerla íntegra. Aunque tuvo su puesta de largo en Valencia, me temo que fue solo un amago, apenas unos fragmentos en versión de concierto.

Uno de ellos es este villancico con el que podremos ambientarnos estos días. Sí, lo sé, contiene voces de niños, aunque parece que junto a la de Plácido Domingo eso se lleva de otra forma...


viernes, 24 de diciembre de 2010

Felices Fiestas

Para quienes hayáis tratado de leer el cuento de Navidad de Simón en el orden inverso, supongo que así os será más fácil. De arriba abajo es lo normal, digo yo, aunque la cronología de los posts haya sido la contraria.

En fin, quisiera desearos una muy feliz Navidad y todo lo mejor para 2011. Espero que este blog pueda seguir siendo un punto de encuentro a lo largo del año que viene y que quienes os pasáis por aquí sigáis encontrando en él algo interesante, aunque solo sea de vez en cuando.

La Navidad de Simón ( I )

Desde muy niño le habían tratado como a un adulto más y en su casa todo era orden y obligación. Su hermano, ya adolescente cuando él nació, siempre le había utilizado y tenido a su servicio. "Hazme la cama, límpiame los zapatos, ordéname el cuarto". Aunque hacía unos años que se había independizado y sus exigencias eran menos frecuentes, para Simón seguía siendo un suplicio tener que atenderlas.

De sus padres podía decir que no eran tan interesados como su hermano pues prácticamente le ignoraban, tan ocupados como estaban por llevar su vida de rectitud y seriedad. Jamás le felicitaban ni elogiaban y sus magníficas notas nunca eran un acontecimiento. Según le decían, sacar sobresalientes era una obligación por la que no debía esperar recompensa alguna. Incluso en el deporte destacaba sobre todos los demás, pero su familia nunca le premiaba de ninguna manera. Ni siquiera con una triste palmadita en la espalda. Las numerosas medallas que conseguía habían terminado siendo sólo un peso enorme que no le permitía alzar el cuello.

Simón no era feo, aunque tampoco el más agraciado de su grupo de amigos, si es que podía llamarlos así. Las chicas no solían enviarle la clase de señales que necesitaba recibir para lanzarse al abismo. Le costaba mucho aventurarse y, cuando por fin intentaba algo, una negativa podía llegar a ser descorazonadora. Por suerte las que había recibido ese año no habían minado su voluntad férrea, único pilar de su anodina existencia.

Acababa de comenzar sus vacaciones de Navidad y más que nunca echaba de menos el calor de los auténticos amigos y el abrigo de un verdadero hogar. Sentía que en su casa hacía mucho frío, más incluso que en las calles heladas de aquel gélido diciembre.

La Navidad de Simón ( II )

Ese día celebrarían la Nochebuena y quería saber si harían algo especial. Le costaba mucho imaginarse disfrutando de una cena alegre y divertida, sin tener que soportar el silencio de su padre y la cara de circunstancias de su madre. A pesar de todo nunca perdía la esperanza de que algún día las cosas empezasen a cambiar.

–Luego vendrá tu hermano. Hoy tendremos una cena familiar –le dijo su madre–. Por cierto, tienes que ir a comprar unas cuantas cosas: el vino de la etiqueta roja que tanto le gusta, el paté que suele pedir, crema de castañas y… ah, sí, frutas escarchadas. Le encantan.

Todos los años era lo mismo. Debían poner una mesa al completo gusto de su hermano. A Simón le repateaba tener que complacerle hasta en el detalle más nimio. Mientras se calzaba y abrigaba se le ocurrió que tal vez podría hacer una petición personal:

–¿Puedo traer también una anguila de mazapán?

De niño una vez tuvo una. Un tío lejano se la regaló unas Navidades y siempre la recordó como el dulce más delicioso que nunca había probado.

–No. No puede ser. Te doy lo justo para que compres lo que te he dicho y nada más.

La respuesta de su madre no le produjo extrañeza, así que se ahorró la réplica y se enrolló bien su bufanda al cuello. Llevaba mucho dinero, pues los caprichos de su hermano eran muy caros. Se acercó a la mejor tienda del barrio, una para gourmets en la que presumían de vender lo más selecto de la ciudad. Mientras esperaba a ser atendido no podía dejar de pensar en las palabras de su madre. “Hoy tendremos una cena familiar”. ¿Acaso el resto de los días no cenaban en familia?

Cuando salió de la tienda estaba muy irritado. Tenía unas ganas terribles de estrellar la botella de vino contra el suelo y echarles a las palomas –o mejor, a las ratas– el resto de la comida que acababa de comprar. Seguro que sabrían apreciarlo todo mucho más que su destinatario, quien durante la cena se preocuparía únicamente de revisar las etiquetas y glosar las excelencias de tan refinados productos. No le apetecía volver a casa: solo pensar en la escena nocturna de amor fingido le angustiaba hasta la enfermedad.

La Navidad de Simón ( III )

Caminó sin parar hasta llegar a una estación de tren. Nunca había ido tan lejos en aquella dirección y le gustó experimentar una tenue sensación de libertad. Lástima que con aquellos trenes tan a mano no tuviese dinero para sacar un billete y escapar más lejos aún. Se sentó en un banco frente a los tornos que daban paso hacia las vías y, después de un buen rato observando trenes y viajeros que iban y venían, se convenció de que allí era donde quería pasar la Nochebuena. Tenía lo necesario: cobijo y lo suficiente para cenar.

Entre la multitud que salía de uno de los trenes vio a una chica que se acercaba hacia él. Iba tan cargada que tuvo que detenerse un momento para redistribuir sus bultos. Se dio cuenta de que Simón la observaba.

–Oye, ¿por qué no me echas una mano? –le dijo–. Organicemos todo esto un poco y subámoslo a mi casa. Vivo aquí, al lado.

De entrada se sintió idiota por no haberle ofrecido ayuda antes de que se la reclamase. Aunque también le intimidó el modo tan directo con que la chica se dirigió a él. Sin embargo un primer impulso, tardío pero oportuno, le hizo levantarse y ponerse a colaborar.

–Es para la cena de esta noche. Vamos a ser muchos –le explicó. Y no le hacía falta jurarlo, a la vista de la enorme cantidad de bolsas y cajas que costaba mucho deducir cómo había podido llevar ella sola hasta allí.

No tardaron en llegar hasta el portal de la chica.

–Será un momentito –le dijo mientras abría la puerta empujándola con la cadera–. Espero no robarte mucho tiempo y, de verdad: te lo agradezco.

–No te preocupes, tengo todo el tiempo del mundo –contestó él, más desenvuelto y con la determinación de aplazar al máximo su vuelta a casa.

jueves, 23 de diciembre de 2010

La Navidad de Simón ( IV )

Subieron y lo dejaron todo en la cocina.

–Perdona por el desorden, pero llevo unos días tan ocupada con lo de esta noche que no he tenido tiempo para nada –la chica se disculpó–. Uff, tu ayuda me viene muy bien –respiró–. Por cierto, me llamo Laura.

–Yo Simón –se presentó también, animado por momentos–. ¿Por dónde empezamos?

Abrieron las cajas. Había panecillos, jamón, queso, pavo trufado, salmón, gambas y muchos dulces. De las bolsas sacaron frutas de todas clases y varios paquetes de servilletas decoradas. En el horno había un magnífico asado de carne que llenaba la casa de un olor suculento.

–Disfruto mucho haciendo esto, preparando toda esta comida, imaginándome cómo serán las caras de nuestros invitados.

Sin haberlo previsto Simón se había convertido en el pinche de una estupenda cocinera y preparaban la cena de Navidad para una familia que, con total seguridad, sería mucho más acogedora que la suya.

–Si quieres puedo ayudarte a poner la mesa –se ofreció, dispuesto a demostrar que se las apañaba bien con ciertas tareas.

–No hace falta, la verdad es que no vamos a cenar aquí. Todo está organizado en otro lugar –se fijó en la bolsa que llevaba y en el nombre de aquella tienda tan selecta y cara–. Ojalá pudieras venir, pero supongo que te estarán esperando para una cena maravillosa.

–Bueno, yo…

En ese momento sonó el timbre.

–Ese debe ser mi primo –anunció Laura, acercándose a abrir.

–¿Estás lista? –Apremió el recién llegado, asomándose por la puerta entreabierta–. Nos tenemos que marchar ya.

–Mira, este es Simón –le dijo–. Me ha estado ayudando con los preparativos.

–Encantado, Simón. ¿Te importaría echarme una mano para cargarlo todo en la furgoneta? –Propuso con método idéntico al que su prima había empleado cuando se vieron en la estación. Debía de ser algo genético.

Cuando Simón quiso darse cuenta ya habían subido y bajado media docena de veces y completado la operación.

–Vámonos ya. Más de uno se estará poniendo nervioso y todavía hay mucho que hacer –les recordó el primo–. Ven, móntate aquí, que así Laura vigila que ahí detrás no se vuelque nada.

Arrancó y en cuanto ella estuvo lista salieron a toda prisa.

–Vaya, veo que te has animado –le dijo a Simón al darse cuenta de que al fin iba con ellos–. No sabía que pudieras.

–La verdad es… –¿qué podía decir?–… lo que hay en la bolsa me lo ha dado un matrimonio en la estación. Me han visto solo y…

–No te preocupes –le interrumpió–, no hace falta que me expliques nada –le tocó el hombro desde el asiento trasero–. Lo vamos a pasar bien, Simón. Ya somos una gran familia y uno más es siempre bien recibido.

Mientras sus anfitriones hablaban de sus cosas él le daba vueltas a la cabeza. No sabía si hacía bien, montado en aquel vehículo camino de una cena de Nochebuena con desconocidos. Todo había sucedido tan deprisa que no estaba muy convencido, aunque tenía claro que, de poder elegir, prefería estar en cualquier sitio antes que en su propia casa. En el fondo aquella noche le importaba muy poco lo que pudiera pasar en su casa.

La Navidad de Simón ( V )

A su paso por las calles del centro había oscurecido ya. La noche aparecía cerrada y la niebla engullía todo contorno de siluetas conocidas o no. Las pocas personas que pasaban iban algo apresuradas para no llegar tarde a sus citas. Junto a algunos portales a los que entraban esos transeúntes había cartones, jergones envueltos en mantas roídas, sacos de dormir, carritos de la compra y maletas llenas de multitud de cosas.

–Fíjate –le dijo Laura a su primo–, veo que no están ni Pedro, ni Dolores, ni tampoco el señor Arturo.

–Les habrá costado mucho separarse de sus cosas –añadió él mientras afinaba la vista intentando encontrar un hueco para aparcar–. Me alegro de que se hayan animado.

Cuando descargaron la furgoneta por completo se acercaron a una plazuela donde había instalada una carpa. Estaba iluminada por dentro y desde fuera daba la impresión de ser una enorme caja de luz, cálida y especial.

–Hemos llegado – informó Laura–. Aquí cenaremos este año.

Entonces pasaron por una puerta plegable al caldeado interior de aquel espacio blanco. Dentro se encontraban reunidas en torno a una mesa unas veinte personas. Algunos estaban acabando de organizar los platos y cubiertos sobre los manteles. Otros conversaban ajenos a llegada de Laura, su primo y el desconocido Simón. Unos cuantos, sin embargo, los miraron con una sonrisa de bienvenida y avisaron a quienes parecían ser compañeros en la organización de todo aquello. Era como si ya no faltase nadie más.

–A pesar de las estufas algunos no se quitan el gorro. Ya lo ves, en invierno es como su segunda piel –le comentó Laura a Simón mientras movían la caja más grande de todas, la del asado.

Le resultaba difícil precisar los años que cada uno de ellos tendría. Mientras colaboraba con Laura los observó con cierto pudor. Muchos habían procurado aderezar sus ropas con motivos navideños que les añadían una gracia típica. Sus arrugas y su piel curtida parecían deberse al frío, aunque también al sol y al desamparo. Algunos no se habían despojado de los abrigos y chaquetones que tanta falta les harían fuera de aquel lugar. Al instante, mientras seguían disponiendo cada cosa en su sitio, se vieron rodeados por unos cuantos hombres y mujeres que abrazaron y besaron a Laura. Era cierto, formaban una gran familia. También hubo besos y abrazos para Simón, a pesar de ser un completo extraño. No estaba acostumbrado a tanto afecto en tan poco tiempo y tuvo que sobreponerse a algún que otro pellizco de emoción.

La Navidad de Simón ( VI )

Mientras unos cuantos conversaban con volumen de voz elevado y también realzados ademanes, otros parecían querer aislarse de todo y de todos. Éstos tenían la mirada perdida, fija en algún punto de las blancas lonas, y el pensamiento vagabundo tal vez en otros lugares y otros tiempos. Uno de ellos, un señor de entre cincuenta y sesenta años –complicado precisarlo–, se recreaba en la visión de un adorno de acebo que colgaba de una de las aristas de aquel salón de quita y pon. Esbozaba una sonrisa entre nostálgica y triste. Al poco se quedó mirando a Simón y, cuando advirtió que éste también le miraba, le hizo una señal para que se sentase junto a él. Llevaba una gorra que recordaba a las de los ferroviarios y tenía su larga barba enredada. Jugueteaba con los cubiertos, pasándolos de un lado al otro de su plato.

–Me llamo Arturo –se presentó y señaló a los chicos y chicas que ayudaban a Laura con los preparativos–. Durante todo el invierno vienen a traernos bocadillos y bebidas calientes. Nos dedican un buen rato y no hay nada como su compañía para combatir el frío. ¿Ves esa ramita de acebo con sus bayas rojas? –Señaló el punto al que hacía unos instantes tendía su mirada–. Hace muchos años, cuando era como tú, en mi casa se ponía ese tipo de adornos. Cenábamos en familia, cantábamos villancicos y salíamos a pedir el aguinaldo a los vecinos. Ah, qué tiempos aquellos. Recuerdo los dulces de entonces. En casa nunca faltaban los mazapanes ni los alfajores, ni aquellos pedacitos de fruta que parecían estar…

–Escarchados –completó Simón.

–¡Eso es, qué delicia! –respondió a punto de relamerse.

Entonces el chico se levantó un momento a buscar la bolsa que contenía su compra.

–Tome, para usted –y sacó de ella la bandeja de fruta escarchada que su madre le había encargado para su hermano. El señor Arturo recibió el obsequio con gran sorpresa y alegría.

–Muchas gracias, muchacho. Hacía tiempo que nadie me regalaba nada. Oh, sí, esto es para mí un gran regalo. Después de la cena lo compartiré con todos.

–También podrá compartir con los demás estas otras cosas –le dijo, poniendo sobre la mesa la botella de vino y el resto de su compra.

–Ah, no, muchacho, es demasiado y yo…

–Supongo –le interrumpió– que nunca es demasiado si quien lo recibe lo aprecia de verdad. Todo esto iba a terminar esta noche sobre otro mantel, mucho más estimado por su precio que por su verdadero valor.

El hombre aceptó agradecido y tras hacer una pausa dijo:

–Y dime, muchacho, ¿por qué hoy no cenas con tu familia?

Simón se lo pensó un instante.

–Porque a pesar de tener unos padres y un hermano y vivir en una casa con calefacción, es allí donde tengo más frío. También porque siento que nadie me quiere y porque supongo que hoy eso me duele mucho más que el resto del año.

La Navidad de Simón ( VII )

Se hizo en la sala un silencio general, como si todos a la vez, dentro de sus respectivas conversaciones, estuvieran pensando qué decir a continuación. El señor Arturo aprovechó que el bullicio nacía de nuevo:

–Te contaré algo, muchacho. Hace muchos años, como tú, salí de casa con el único deseo de no volver jamás. No me detuve a reflexionar ni quise tratar de comprender que los demás tendrían sus razones para comportarse como lo hicieron. Solo quise deshacerme de todo lo que me hacía daño. Al principio no se me dio mal y encontré gente que me comprendía. Gracias a esas personas pude viajar y aprender lo necesario para rehacerme en otros lugares. Durante muchos años me sentí fuerte, independiente, seguro de mí mismo y capaz de llevar mi vida más lejos de lo que jamás hubiera imaginado. Y así creo que fue, pues viví en países remotos, demasiado alejados quizás. Me hice conductor de trenes y me movía por todas partes. Cuando me aburría de vivir en Chile me pasaba a Argentina; incluso trabajé en Sudáfrica y llegué a dar el salto hacia Nueva Zelanda. Tenía la sensación de llevar mi vida a donde quería, siempre bien encarrilada. Nunca pensaba en el pasado, ni siquiera en las cosas buenas.

» Pero un día de Navidad algo cambió. Había pasado a una tienda cuyos dueños habían decorado con motivos invernales. Imagínate, una Nochebuena en el verano austral es tan distinta… Pues bien, aquella tiendecita me devolvía directamente a la infancia, a los villancicos con pandereta y zambomba, a las castañas asadas, a las noches de Reyes. Volvió entonces a mi mente el recuerdo de mis padres, de mis hermanos y de todo lo que había sido parte de mi vida. Ya no me acordaba de sus caras ni de sus voces, pero los sentía muy cerca a pesar de estar más lejos que nunca. Decidí que tenía que volver –Arturo hizo un receso que le extrajo de dentro un enorme vacío–. Pero una vez aquí supe que habían muerto. Una serie de largas enfermedades y algún suceso trágico se los habían llevado. Ya no estaban y no podía hacer nada para remediarlo –una nueva pausa y un suspiro fueron suficientes para concluir su relato con pocas palabras más–. No sé si te lo he dicho aún: cuando me marché tenía tu edad.

Simón no sabía qué decir. Una maraña de impresiones se había apoderado de sus pensamientos y, aunque creía que debía compadecer a aquel hombre, lo único que sentía hacia él era una enorme gratitud.

miércoles, 22 de diciembre de 2010

La Navidad de Simón ( VIII )

Al momento llegó Laura.

–Señor maquinista, ¿partimos? –le dijo al señor Arturo, al tiempo que le ajustaba la gorra, algo ladeada hasta entonces.

–Claro –respondió éste–, cuanto antes o se enfriará.

–Simón, la semana que viene tenemos un partido de fútbol. Ya se han apuntado muchos –se refería a unos cuantos de los comensales y a algunos compañeros suyos–. ¿Vendrás?

En ese instante se oyó un coche que aparcaba junto a la carpa. Hacía un ruido que el chico reconoció al instante. Era el del motor del coche de su hermano, un bien conservado cupé de los cincuenta del que se había encaprichado recientemente.

–¿Un partido? –Respondió a Laura, devolviendo su percepción a la conversación que mantenía–. Me apunto. Tú dame un balón y ya verás de lo que soy capaz.

Acto seguido entraron al comedor dos personas a las que no le costó identificar. Reconoció sin dificultad sus caras de disgusto y las miradas contrariadas que le lanzaron tras localizarle. Permanecían pegados a la puerta observando a su alrededor con muecas de perplejidad.

–Arturo, tengo que marcharme –le dijo Simón a su reciente amigo, sin perder de vista a sus padres–. ¿Sabes? Supongo que me ha tocado pasar por la vida en un vagón de tercera. Pero este es mi tren y ahora no voy a correr tras otro. Tal vez pueda entrar a otros vagones, mejorar el pasaje, ir por las vías que prefiera, evitar los túneles más fríos y oscuros, quién sabe.

–¿Te veré, muchacho? –Le preguntó al tiempo que escrutaba a aquella extraña pareja que seguía petrificada junto a la entrada.

–Claro, Arturo, y daremos juntos una vuelta –le dijo y le estrechó la mano con fuerza.

Entonces Laura se le abrazó y le dio un beso muy dulce, tanto como su añorada anguila de mazapán. El rubor se le subió a las mejillas y en un segundo lo llenó todo el calor que había echado de menos durante el invierno.

La Navidad de Simón ( y IX )

Cuando salió al exterior y se reunió con sus padres no hubo ni besos ni abrazos, ni siquiera llantos acompañados de reproches –unas pocas horas de ausencia no parecían dar para tanto–. Seguía habiendo lo de siempre: seriedad y desapego. Pero a Simón todo eso ya no le dolía tanto. Llevaba dentro una sonrisa y por ahora no quería descomponerla. Dentro del coche de su hermano se recreó en la insólita visión de sus padres en el asiento trasero, sin apenas espacio para moverse, tan apretados como nunca los había visto, incómodos porque mostrar semejante fricción no era lo adecuado. Algo tan asombroso debía quedar bien grabado en su retina y en el recodo más risible de su memoria. Su sonrisa interior amenazaba con romper en carcajada interior.

Camino a casa nadie hablaba. Cada uno daba cauce a sus propias ideas y, pensó Simón, no sería complicado suponer en qué consistían las de los demás. Por fin su hermano rompió el hielo.

–Anda, abre la guantera. Hay algo para ti –dijo, y acto seguido Simón sacó de ella un paquete de base redonda y lo palpó–. Parece mentira que te hayas escapado por esa tontería. Menuda estupidez.

–¿Una anguila? –preguntó, aun conociendo la respuesta.

–Pues claro que es tu maldito bicho de mazapán –le replicó en tono burlón–. ¿Qué? ¿Ya estás contento?

Pero Simón no contestó y se limitó a devolver aquel paquete a su compartimento. Aquella Nochebuena había probado cosas mucho más dulces. Incluso lo que ocurría durante aquel trayecto en coche le dejaba buen sabor de boca. Dentro su ataque de risa ya se había transformado en placidez y comenzaba a darse cuenta de que algo empezaba a cambiar.

martes, 30 de noviembre de 2010

Infinito

Demora sin medida.
Sin fechas ni relojes.
Un desvío al otro lado
de ninguna esquina.
La extensión de la recta
se da tregua,
afina su trazado,
afila su sentido.

No hay más allá al borde.
No hay reverso,
ni punto final.

lunes, 29 de noviembre de 2010

De conciertos y bastardos

El pasado viernes, volviendo a ver Malditos bastardos de Tarantino, caí en la cuenta: ¡es ella, la actriz de El concierto! Y entonces esperé a leer los créditos finales para conocer su nombre: Mélanie Laurent.

Cuando la ví en El concierto no podía deshacerme de esa sensación bastante frecuente que a uno le visita cuando alguien le suena de algo y no es capaz de conectarlo con su identidad. En este caso el  "sonido"  no provenía solamente del violín que, como estrella solista, su personaje toca en esta película. La había visto en algún otro sitio o, digamos, pantalla.

Fue en Malditos bastardos, donde encarnaba a una joven judía que quiere vengar la muerte de sus padres a manos de unos nazis. Aunque esta película me gusta mucho y se merecería unos cuantos posts, me apetece comentar algo sobre la otra.

En  El concierto su director, Radu Mihaileanu, mezcla unos cuantos elementos que encajan de forma brillante: un pasado profesional truncado, un secreto familiar, múltiples muestras de lealtad y la música de Tchaikovsky. El resultado, como plasmado en una partitura e interpretado por virtuosos, acaba siendo emocionante.

Su protagonista, el Maestro (estupendo Aleksei Guskov), era hace treinta años el magnífico director de la orquesta del Teatro Bolshoi de Moscú. Hoy aún sigue trabajando allí, pero como limpiador. El comunismo más radical le consideró enemigo del pueblo porque no accedió a expulsar a los miembros judíos de su orquesta. Por esa razón él y sus músicos cayeron en desgracia. Aprovechará una curiosa oportunidad para tratar de reunir a su defenestrada orquesta y tocar en el Théâtre du Châtelet de París.

Me gusta el tono de comedia algo surrealista que domina en la película, incluso en los momentos más folclóricos y desfasados (a veces poco a tono con el resto de la narración). También me quedo con la emoción, importante en el corazón de su trama: una maravillosa secuencia en la que se interpreta el Concierto para Violín de Tchaikovsky. Aun así destacaré su lado más demoledor. Al igual que con los nazis en Malditos bastardos, aquí hay una crítica severa al comunismo, ajustándole las cuentas al régimen soviético y a sus terribles purgas y represalias. También en El concierto hay una clara mofa hacia la rancia oligarquía rusa actual y hacia todo lo que hoy huele a trasnochado.

No olvido, por supuesto, el inconsciente reencuentro con Mélanie Laurent, brillante en ambas películas.

jueves, 25 de noviembre de 2010

El primer final de Potter

Harry Potter llega a su fin. O al menos las películas dedicadas a esta serie de novelas. Y el cierre se va a dilatar más de la cuenta tal vez, para alegría del bolsillo de quienes producen toda esta tremenda parafernalia. No sé si la decisión de convertir el último libro en dos películas tiene que ver con lo económico o si la historia es tan rica que requiere de un desarrollo mayor en la pantalla. En fin, confieso que no conozco el final y, siendo sincero, prefiero mantenerme en la ignorancia hasta ver las palabras The End  (muy raras ya en el cine actual).


Si no me equivoco, es la primera vez en toda la serie que no nos llevan a Hogwarts, por lo que la narración se aleja del aspecto  “escolar”  de la saga. El peligro se cierne sobre la vida de Harry. De principio a fin la película es una huida constante y la tensión es permanente. No hay nadie en quien poder confiar. Las fuerzas del mal controlan el Ministerio de Magia y acaparan cada vez más y más poder. Potter es un objetivo clave para Voldemort, que no se detendrá hasta acabar con él.

Destacaré de esta película el inicio, que me resulta una obertura bien construida para este desenlace tan esperado. Varias secuencias nos sitúan en ese clima voraz desembocando en una gran escapada aérea, clave del plan maestro fallido que arrojará a los protagonistas al abismo. Es aquí donde comienza el espectáculo, con un montaje lleno de ritmo y pirotecnia. Me atrapan también las interpretaciones de muchos de los actores, en especial las de los que pueden desarrollar un poquito más sus personajes en esta entrega. Ralph Fiennes sigue estando soberbio en la piel  (poca, me temo)  de Lord Voldemort. Escalofriante sin más. Helena Bonham-Carter  (Bellatrix)  o Imelda Staunton  (Umbridge)  también están fantásticas.

Quizás lo mejor de la película sea la narración a cargo de Hermione del relato de los Tres Hermanos. Se trata en sí misma de un corto dentro de la película y en él se nos desvela qué son las reliquias de la muerte. Un auténtico cuento de animación absolutamente delicioso. Me gusta mucho la música de Alexandre Desplat, que ya se lució con una partitura exquisita en La joven de la perla o en The Queen y que dio a Luna Nueva algún que otro punto a favor. Creo que le escucharemos también en el broche final de la saga.

En resumidas cuentas, entretenimiento puro  (a pesar de alguna travesía tediosa en la que Harry y Hermione tienen que acampar a solas, echándose en falta a Ron y su sentido del humor). El juego de los equívocos está muy bien logrado, así como el uso de la luz. Fría, fúnebre.

¿Y el segundo final de Potter? Creo que hacia julio o agosto.

lunes, 1 de noviembre de 2010

Mudo entorno

De la tierra el frío,
mortaja de los vivos,
encierra la risa.
Hay calor en la madera.

Sobre el barniz
no queda aire.
Sólo polvo prensado
bajo piedras y arena.

También pétalos
rotos por el peso,
presión que ahoga
la misma oscuridad.

Arriba una lápida,
ceguera y mordaza.
Silencio pulido
en suave granito.

Palabras talladas,
letras rayando
el reflejo
de un sauce.

El  viento enmudece.

Mudez unida a la mudez
de siempre,
de hoy.

Y desde hoy,
desde entonces,
sólo estas flores
gritan en rojo.

martes, 26 de octubre de 2010

Bosques, vuelos, cuentos

Es una gran suerte tener citas frecuentes con todo lo que Ana Alcolea va publicando. Y poder sentirse afortunado de vez en cuando ya es mucho. Estas semanas he leído tres de sus últimas novelas juveniles –me temo que los libros hay que encuadrarlos dentro de algún género, graduarlos por edades, hacer de ellos un objeto accesible en algunos sentidos, aunque ante muchas novelas de las calificadas como “juveniles” no puedo evitar preguntarme qué es entonces una novela “adulta”–. Es un placer reencontrarse con ciertas constantes y detalles que desde la primera novela de Ana han vinculado a sus lectores con el territorio más sensible y emotivo de su oficio creador.

Sus libros siempre nos llevan de viaje. Nos ha conducido hacia algún lugar de África, a Noruega, a Escocia, a la ciudad de Venecia. Excepcionalmente nos deja un poco más cerca, haciéndome volver durante varios ratos a la Andalucía que comencé a añorar incluso antes de abandonarla las pasadas vacaciones. En Cuentos de la abuela Amelia –en Edelvives–, nos sitúa en un pueblo sevillano donde una abuela narra a su nieta una serie de historias con las que consigue enviarla –y enviarnos nuevamente– a lugares lejanos, a otras épocas. Es la suya una mente que viaja y con ello demuestra que sigue en su sitio, dentro de una cabeza bien puesta.

Los cuentos de Amelia son historias fantásticas universales que transmiten ternura y atraen la ingenuidad y esa curiosidad incontenible de los niños. Y no sólo la de ellos. Fuera del contexto de las vivencias del día a día es mucho más fácil dejarse sorprender y la fantasía nace de los actos más insospechados. Está, por ejemplo, en el placer de las pequeñas cosas, en el hallazgo de objetos aparentemente cotidianos, en la comida incluso. Es un mensaje que la autora nos hace llegar desde todos sus libros. La exquisitez se encuentra en lo más usual también. Sólo tenemos que hacer un pequeño esfuerzo y buscarla.

El bosque de los árboles muertos es el reencuentro con Espacio Abierto, la colección de Anaya en la que Ana Alcolea tomó la alternativa como escritora. Esta vez se aleja de la narración en primera persona que utilizó en las obras que forman la que yo llamo “Trilogía del jarabe de rosas” –El medallón perdido, El retrato de Carlota y Donde aprenden a volar las gaviotas–. Al igual que esas tres primeras novelas, este es un relato de iniciación en muchos sentidos y una delicia como historia con enigma. Un misterio enclavado en un castillo escocés, fantasmas con intenciones reveladoras y la emotividad, presente siempre. Y presentes también están las guerras, “hechas de agujeros”, como en ocasiones le decía su abuela a Beatriz, la protagonista.

“Cuando uno va a la guerra muere muchas veces”. Esta frase de El vuelo de las luciérnagas (editorial San Pablo) hace referencia a una guerra distinta de las citadas en la novela anterior pero llena de la misma crueldad. La narración es, sin embargo, una colección de momentos alegres y situaciones que llevan a comprender el porqué de muchas cosas. Una reunión familiar servirá para desvelar ciertos secretos ocultos en una cueva, revelar otros tantos que brindan unos hechos acaecidos en el pasado y propiciar hermosos reencuentros. Como las anteriores, es una historia que invita a recuperar la memoria, aventurarse a indagar en el recuerdo y tratar de conocer a través de éste algo más sobre nosotros mismos.

sábado, 16 de octubre de 2010

Entre olivos

El colofón para una escapada como la de este verano podía ser un paseo al sol. Tras un periplo andaluz (casi enteramente gaditano) la vuelta a casa requería de su etapa de transición, y nada mejor que un par de días en el pueblo para acortar distancias entre los aires del sur y los del centro.

Hay sólo unos pasos entre el asfalto de la calle donde vivo temporalmente y la grava del camino que sube al monte. Casas a medio hacer, algunas ya habitables aunque por fuera no tengan ese aspecto. Junto a una de ellas un arroyuelo corta el terreno, dando vida a juncos y zarzas, y un medio natural a innumerables insectos. Tras salvarlo, el camino pasa al lado de un corral donde tres perros y siete ciervos comparten piso. Los machos berrean... están en esos días. Los perros, por su parte, no paran de ladrarle a todo lo que se mueve.

Más arriba, el olivar. Árboles que ya empiezan a cargarse del peso de la aceituna. Ésta aún tiene que engordar, aunque ya va sometiendo a las ramas a mantener una reverencia continua y cada día un poco más forzada. Será así hasta que en diciembre llegue el vareo, y con éste el alivio para el olivo. Hay mucha diferencia entre los terrenos que este verano han sido estallicados, limpiados, y los que acumulan ramajes y brozas, más densos de verde y ligeros de fruto. Me acuden a la cabeza, desvaídos ya, algunos instantes vividos de niño entre los olivos que fueron del abuelo y aquellos trabajos propios del verano.

También recuerdo las tareas del invierno: el esfuerzo pagado con aceite. En unos pocos meses la aceituna pasará de la rama a la manta y al capazo, de éste al remolque, a la tolva, la báscula y por fin a la muela, donde entregará su néctar dorado para nuestro deleite gastronómico. Por el mismo camino, de vuelta, bajo relamiéndome al pensar en tostadas con savia de oliva, en aliños de frescas ensaladas, pompas de masa frita y guisos burbujeantes. ¡Qué raras asociaciones entre sólidos y líquidos!

jueves, 14 de octubre de 2010

Paréntesis

Paréntesis bloguero. Tal vez podría llamarse "abierto por vacaciones". Nos marchamos durante un tiempo y lo único que cerramos es la casa. Un par de vueltas de llave y listo. Todo lo demás sigue abierto, aguardando a ser retomado, o arrancado, emprendido, zanjado.

Los teleadictos llamarían a ese aparte practicado en pos del relax  "hacer un kit-kat". Dos corchetes y el vacío entre ambos. Placer vacui. Detener el fluir de las cosas para abrir un espacio donde la corriente se remanse. Cada elemento de los que corren tirados por el flujo debe despojarse de la inercia, abandonarse a su albedrío, perderse un tiempo para encontrar su propia cadencia.

El hilo tenso por el que todo circula se afloja y lo que en éste ocurría puede ahora verse de otro modo. En vacaciones podemos afinar la vista e intentar desentrañar los detalles de todo aquello que no comprendíamos poco antes. Es dedicar tiempo al análisis y recrearse en todo lo cotidiano, pero tomándose un relajado té. O también es posible soltarse de todo ello, abrir la mano y dejar que se nos desprenda de los dedos, de la piel. Contacto nulo. Nada de anteojos ni bifocales. Fuera lentes de aumento. Mirar algo más allá, que lo de más acá seguirá ahí, sin duda, aguardando para más adelante.

Y entre lo de allá y lo de acá, otro espacio: este blog. Recoger un poco de todo y mezclarlo en dosis inexactas, arbitrarias, adulteradas. Un irreal cálculo de distancias, una lupa sobre los días. La vida, siempre por hacerse.

martes, 12 de octubre de 2010

Atardecer en la Caleta

Corren. A tramos, cogidos de la mano. Otros, se sueltan para avanzar más rápido y sortear personas, cosas. Se les ha hecho algo tarde, aunque tal vez todavía lleguen a tiempo.

Tropiezan. Se equivocan de dirección, de calle; corrigen al instante. La ciudad es aún desconocida. Baten el empedrado, dejando a un lado y a otro las viejas casas de los comerciantes con sus torres vigía, altos testigos de la llegada de barcos cargados de riquezas. Quedan atrás frescos portales, boca de exquisitos patios donde aquellos tesoros se degustaban transformados en manjares, o se admiraban en forma de ricos vestidos.

El tiempo vuela. Oyen latir sus respiraciones aceleradas y resonar las voces lejanas de la Gadir fenicia, la Gades romana. Al final de una calleja vislumbran la luz y sus colores virados. Por fin pueden tomar aire. Sólo resta un último esfuerzo.

El sol que les ha quemado durante el día se esconde ahora. Corren hacia su final rojo. Y, en la playa, lo ven desangrado.

lunes, 30 de agosto de 2010

Vacilar

¿Te irás si no respondo?

Es mi camino de pasos torpes,
huellas dudosas,
ademanes de tacto blando
e impronta invisible.

Acciones de mantequilla
e intención borrosa
que llegan tarde,
fuera de fecha.

Mi fuego enfría la leña.
No, no arderá.
Ni la reservaré
junto a los palos verdes.

Tu fruto espera mi sol.
Mas no conocerá el suelo.
Hoy no.
Mañana quizás.

Tal vez
sea posible,
acaso,
ni idea.

Pero algo sé,
de mis pocas certezas:
cuando quiera decidirme
te habrás marchado.

martes, 17 de agosto de 2010

Luz de velas

Leo  "Historia de la Noche", el último reportaje de Antonio Muñoz Molina en su semanal  Ida y Vuelta  de Babelia. Éste se pregunta cómo podía ser la luz que iluminaba las escenas cotidianas descritas en novelas, por ejemplo, del siglo XIX. A partir de su descripción empezamos a imaginar ambientes sumidos en una oscuridad casi completa, escasamente iluminados por la llama de las velas o de otro tipo de luminarias propias de épocas anteriores incluso. Muy recomendable el texto, como todo lo que escribe Muñoz Molina.

Cuando era niño y en casa se iba la luz lo primero que los presentes nos planteábamos era si ya habíamos cenado o no. En caso afirmativo, tal vez diera la casualidad de que estuviésemos en verano y pudiéramos aprovechar para salir a la terraza a tomar el fresco o incluso a la calle, a conocer un lado diferente de la ciudad, el más opaco. En cambio, si la alternativa callejera no era factible, sólo cabía ir pensando en marcharse a la cama. Sin tele no había mucho que hacer y ponerse a leer con linternas habría sido forzar demasiado las cosas.

Cuando el apagón nos pillaba con el estómago vacío y suponíamos que el asunto no iba a solucionarse en un tiempo razonable, entonces la cosa prometía:  como en la mejor de las citas románticas, nos veríamos las caras a la luz de las velas. Era habitual que las bombillas hicieran algunos guiños antes de perder por completo la alimentación. Aquella era una pista clara que llevaba a mi padre a prever que el apagón sería inminente. Así que era sólo cuestión de minutos que mi madre nos mandase a mi hermana o a mí a buscar velas. Las encontrábamos invariablemente en el cajón inferior de un mueble de la cocina, envueltas en papel marrón de estraza.

Un apagón no es algo deseado. Suele tener efectos secundarios desagradables en muchos casos. Pero también otros curiosos:  la oscuridad nos conduce a generar luz de otras maneras. Y una llama fluctuante hace que las cosas no sólo se vean diferentes. También saben, huelen y se oyen de otra forma. El olor a cera o a parafina se mezcla con los sabores, el humo proyecta su sombra huidiza sobre manteles y platos, el soniquete de los cubiertos contra la loza parece más hueco y misterioso. Es la ausencia de luz, propiciando la presencia de otra clase de luz que lo transforma todo.

viernes, 13 de agosto de 2010

Ardiente paciencia

Sugestiva y tierna. Llena de lirismo y de apego a la tierra y sus gentes, así es esta novela,  El cartero de Neruda.  Hace unos quince años  (¡tantos ya!)  veíamos esta historia en el cine, dirigida por Michael Radford. Hoy, con lógica temporal alterada tal vez, he querido revivirla en las páginas de este librito delicioso.

Y encuentro en él la intimidad de una vida como algo único e irrepetible. La necesidad de expresarse utilizando otros medios, de trascender aquello que la rutina y el uso han hecho insustancial a simple vista. El empleo de las metáforas como arma de seducción y como prisma a través del cual entender lo que nos rodea, el mundo que habitamos.

También encuentro aquí poesía y a Antonio Skármeta, autor de la novela. El escritor que se acerca al poeta. A Pablo Neruda retratado, reflejado en la vida de Mario Jiménez, prolongado en sus propios versos. El mar y su luz, la costa y sus sonidos. El encanto, la atracción de la belleza y de la carne. El erotismo y la pasión.

Y además, una pregunta en el aire:  ¿la poesía es de quien la escribe o de quien la lee?

jueves, 5 de agosto de 2010

El lado salvaje

Hace un par de meses un compañero me enseñó una escena que me dejó completamente impresionado. Me sorprendió además que, después de tres años colgada en internet, aún no se me hubiera cruzado ni por casualidad. Eso me lleva a confirmar que nunca es tarde para casi nada y que siempre hay tesoros  (ocultos o no tanto)  por descubrir.

Ahora que los del canal National Geographic se están pasando a temáticas algo más sociales y tecnológicas, digo yo que habrá que complementarles asalvajándose un poco. Por eso dejo por ahí este auténtico cortometraje, intrigante y emocionante como pocos, filmado por un turista en el Parque Nacional de Kruger, en Sudáfrica. La escena se da en una localización de habitual abrevadero de varias especies, en un día tranquilo de esos que no anuncian ningún acontecimiento excepcional.

Sin desvelar nada, sólo prevengo a quienes puedan pensar  "esta es otra más de leones cazando, lo he visto mil veces en La 2".  Cualquier realizador de documentales de naturaleza soñaría con captar algo así en un solo plano. Ocho minutos de impresión.


martes, 3 de agosto de 2010

Cuando llega el amor

Necesita lavarse la cara. Encuentra paz en el agua. Buscada tranquilidad. Sale del aseo procurándose silencio.

¡Shhh!

Sus compañeros del taller de neumáticos siguen a lo suyo. Para ellos no hay novedad. Pero el amor ha irrumpido y golpea con trompetas. Llega una explosión de locura.

Vueltas y vueltas de puerta giratoria y...  ¡shhh!

Instantes de soledad otra vez, que no durará. Entonces sale a la calle y baila con un hombre de hojalata, sobre un coche, con los transeúntes. ¡Se ha enamorado!

¡Shhh!  Recuerda el silencio con una tonada dulce, como una preciosa nana. Camina y se acurruca consigo misma. ¡Pero todo da igual: el amor ha tocado su timbre!

Cajas de música, bailes de musical de Broadway, sombrillas multicolores, coreografías de la felicidad completa.

El momento es otra vez fugaz:  it's nice and quiet, ¡shhh!

Y vuelve una vez más. Entonces danza con una máquina expendedora de periódicos, y con las columnas de una fachada. La ciudad se paraliza con todo dispuesto para ella. Hasta que llega el gran final y, subida a una grúa, vuela hacia lo más alto.

¡Shhh!
Björk. It's oh so quiet

domingo, 1 de agosto de 2010

Café de máquina

Ausente el camarero,
nadie al pie de una cafetera
mide la dosis,
la dispone en taza.

Rasco mi bolsillo.
Ruido de calderilla,
notas en clave de promesa.

Luces sello de marca,
a mi alcance botones:
pulso colores
que invitan, incitan.

La máquina muele monedas.
Tras la ranura
les arranca gruñidos,
fluidos.

A una señal, un vaso.
Crema sobre la mezcla.
Cobre, níquel, zinc,
fusión del aroma
sucio y viciado.
Tragos de azúcar,
espuma y calor.

jueves, 29 de julio de 2010

Un viajero anclado

Un viajero recala en una ciudad alemana cuyo nombre, Wandernburgo, dice mucho sobre su rareza y mutabilidad. Alojado en una posada desde la que se ocupa de ocasionales trabajos de traducción, irá retrasando su partida por misteriosas razones que poco a poco se irán concretando. Conocerá a un organillero con el que entablará una preciosa amistad y entrará en sociedad, comenzando a frecuentar las tertulias que organiza la joven Sophie Gottlieb. Ésta, feminista, alejada de las convenciones establecidas para una mujer de su posición en la primera mitad del diecinueve, mantendrá un vínculo creciente con Hans, el protagonista. Sólo existirá un gran problema: está prometida con un hombre de familia noble y rica.

¿Un amor imposible? Me temo que sí, aunque progresivo a medida que se van sucediendo los encuentros culturales entre Hans y Sophie en las veladas de los viernes y también en la fonda donde él vive. Por medio de estas reuniones Andrés Neuman va ilustrando las páginas de esta novela con infinidad de referencias a la literatura, la historia, filosofía y política de la Europa post-napoleónica. Logra retratarla con fidelidad, tanto desde el corsé impuesto por la  'intelectualidad'  como desde la informalidad del tono de conversaciones más o menos mundanas.

Sorprende la fusión perfecta entre lo que podría ser una novela del realismo francés, de Flaubert quizás (por su modernidad), y una obra experimental en la que Neuman tantea con tremenda destreza y eficacia el pasado con técnicas del presente. Consigue administrar el tiempo, dosificar los eventos, interesar con los motivos y hacer de su obra un lugar del que nadie querría salir, curiosamente, como de la ciudad en la que todo ocurre. Esa es una de las constantes de la novela, irse o permanecer, ser extranjero en cualquier lugar de esa Europa donde las fronteras cambian cada día.

Poesía en su prosa y en la propia poesía, imágenes de fuerza extraordinaria, personajes de hondura paulatina, toques de ironía y humor por todas partes...  y otros toques que saltean de magia cada pasaje del libro. Se disfrutan especialmente los encuentros en la cueva del vital organillero, alejados de todo protocolo, y también las charlas que Hans mantiene con Álvaro, su amigo exiliado de una España insufrible.

Sin haber terminado aún de leer El viajero del siglo (Alfaguara, 2009) puedo decir que ya es mi libro de este verano. ¿Soy poco optimista? Creo que no, realista más bien:  en breve será difícil superarlo.

martes, 20 de julio de 2010

Aguirresarobe eclipsa

En estos tiempos quien no siga la serie completa de películas de Harry Potter o se esté perdiendo la saga Crepúsculo podría decirse que está fuera de órbita. Completamente out, vaya.

En casa seguimos a los  'crepusculares'  en organizado desorden:  primero vemos la película, que es la que va grabando ineludibles marcas anuales en el calendario, y después, con religiosidad cuestionable, vamos leyendo cada una de las novelas  -lecturas rápidas y ligeras, por cierto, aunque con el grado suficiente de introspección y análisis de la naturaleza del deseo, o del amor y la muerte-.  Este año tocaba Eclipse y hemos ido al cine con la misma vampírica avidez del verano pasado. Ha sido lo que esperábamos, un largo preámbulo hacia el último episodio de la saga, sin cambios sustanciales sobre la situación que dejábamos al final de Luna Nueva y con algunos episodios laterales que desembocan en una magnífica lucha entre neófitos, vampiros y lobos. Por lo demás, lo de la protagonista, Bella, es para echarse a llorar, no sólo por su inminente porvenir, que adivino frío como el hielo, sino también por esos movimientos desconcertantes que tanto despistan a su pretendiente lobuno.

Llegados hasta aquí, y esperando que Amanecer  -prevista en dos entregas-  no maree mucho la perdiz, puede sorprendernos encontrar a Javier Aguirresarobe metido en este berenjenal. Ya fue una gratísima sorpresa verle en los créditos de la entrega anterior y comprobar que la saga había madurado y obtenido empaque gracias a su luz. A la vista de su sobresaliente trabajo en la fotografía de esta película no queda más que desear reencontrarlo otra vez en esto, o en lo que sea.

¿Qué decir de él? Pues que es todo un lujo tenerle al frente de la foto de cualquier película. El cine español ha gozado de su magia desde los años 70, aunque es en los 90 cuando comienza a deslumbrar en sus trabajos con Pilar Miró (dificilísima y delicada profundidad de campo en El perro del hortelano), Julio Medem (qué sutilidad en los filtros de su extraterrestre Tierra) o Imanol Uribe (frialdad de lujo en Días contados). Después llegarían la magistral Los Otros, de Amenábar (nunca Nicole Kidman tendrá una  'otra vida'  más hermosa), o Hable con ella, de Almodóvar (grandes ideas y prodigioso el blanco y negro del corto 'El amante menguante'). Su carrera internacional ya estaba lanzada y sería inevitable que se fijasen en él Milos Forman, o James Ivory, o Woody Allen.

Ahora todos quieren trabajar con él. Ya sea en The Road, en la futura The Gardener, o en esta presente Eclipse, leer Aguirresarobe en los títulos de crédito es disponerse a disfrutar.

domingo, 18 de julio de 2010

El destino de la bandera

Ni por asomo habría imaginado que la bandera acabaría viajando hacia algún lugar de California.

La dejó durmiendo en el hotel durante dos días. Aunque recuperarla tras la subida a la Torre Eiffel fue sencillo, no quería arriesgarse a tener que perder ni un solo segundo ingeniándoselas para dejarla a buen recaudo mientras hacía sus visitas.

La tarde de la gran final uno de sus familiares dio una sorpresa al resto del grupo reservando sitio en una terraza del Boulevard du Temple. Cenarían al aire libre, frente a una gran pantalla que los propietarios del bistro habían dispuesto fuera del local. La emisión de la TF1 sirvió de eficaz imán que atrajo a mucha clientela, buena parte de la cual estaba con  'la roja'.  ¡Viva España!, gritaba una efusiva italiana con gran sonrisa y camiseta a tono. ¡Vamos!, repetía una pareja de americanos a quienes no les faltó cerveza en ningún momento. De los dos la chica parecía hablar algo de español, lo cual podía ser causa, o tal vez consecuencia, de su afinidad por la Selección.

La bandera ondeó, vibró, flotó con empeño, marcando un territorio al que la mayoría de los presentes habría querido afiliarse. Sólo unos pocos eran de presumible inclinación holandesa, aparte del camarero. Cuidado con Robben, murmuraba éste asintiendo, como queriendo subir al marcador los goles que el delantero estuvo a punto de marcar.

Y llegó el de Iniesta. Parecía como si todo París lo celebrase. O casi todo. Al poco, cuando las repeticiones del tanto ya se habían sucedido y el entusiasmo esperaba al final del partido para volver a exaltarse, la chica americana volvió apresurada a su mesa. ¡Lo sabía, sabía que no podía marcharme!, le decía a su novio bastante disgustada. Era la anécdota del momento y todos lo comentaban.

Cuando el árbitro dio fin a la prórroga el delirio estalló y la bandera siguió agitándose en una fiesta que llegaba de forma natural. Cerveza en mano, el chico americano se acercó al grupo. Somos de California, dijo. El otro día, el del partido contra Alemania, mi novia quiso comprar una bandera pero no la encontró. Hemos seguido a España durante todo el Mundial y hoy, la pobre, justo cuando se va al servicio se pierde el gol y... I wondered if... your flag... me preguntaba, no sé... si pudieras darle tu bandera...

No supo negarse. Buscó la aprobación en los ojos de su gente, pero ya había decidido regalarla gustosa. La chica americana saltó y gritó de pura alegría. ¡Muchas gracias!, repetía con verdadera ilusión. Se hicieron una foto en la que retendrían aquella cesión. La bandera tendría un destino imprevisto y una historia que su nueva propietaria quizás algún día llegaría a conocer.