Mientras unos cuantos conversaban con volumen de voz elevado y también realzados ademanes, otros parecían querer aislarse de todo y de todos. Éstos tenían la mirada perdida, fija en algún punto de las blancas lonas, y el pensamiento vagabundo tal vez en otros lugares y otros tiempos. Uno de ellos, un señor de entre cincuenta y sesenta años –complicado precisarlo–, se recreaba en la visión de un adorno de acebo que colgaba de una de las aristas de aquel salón de quita y pon. Esbozaba una sonrisa entre nostálgica y triste. Al poco se quedó mirando a Simón y, cuando advirtió que éste también le miraba, le hizo una señal para que se sentase junto a él. Llevaba una gorra que recordaba a las de los ferroviarios y tenía su larga barba enredada. Jugueteaba con los cubiertos, pasándolos de un lado al otro de su plato.
–Me llamo Arturo –se presentó y señaló a los chicos y chicas que ayudaban a Laura con los preparativos–. Durante todo el invierno vienen a traernos bocadillos y bebidas calientes. Nos dedican un buen rato y no hay nada como su compañía para combatir el frío. ¿Ves esa ramita de acebo con sus bayas rojas? –Señaló el punto al que hacía unos instantes tendía su mirada–. Hace muchos años, cuando era como tú, en mi casa se ponía ese tipo de adornos. Cenábamos en familia, cantábamos villancicos y salíamos a pedir el aguinaldo a los vecinos. Ah, qué tiempos aquellos. Recuerdo los dulces de entonces. En casa nunca faltaban los mazapanes ni los alfajores, ni aquellos pedacitos de fruta que parecían estar…
–Escarchados –completó Simón.
–¡Eso es, qué delicia! –respondió a punto de relamerse.
Entonces el chico se levantó un momento a buscar la bolsa que contenía su compra.
–Tome, para usted –y sacó de ella la bandeja de fruta escarchada que su madre le había encargado para su hermano. El señor Arturo recibió el obsequio con gran sorpresa y alegría.
–Muchas gracias, muchacho. Hacía tiempo que nadie me regalaba nada. Oh, sí, esto es para mí un gran regalo. Después de la cena lo compartiré con todos.
–También podrá compartir con los demás estas otras cosas –le dijo, poniendo sobre la mesa la botella de vino y el resto de su compra.
–Ah, no, muchacho, es demasiado y yo…
–Supongo –le interrumpió– que nunca es demasiado si quien lo recibe lo aprecia de verdad. Todo esto iba a terminar esta noche sobre otro mantel, mucho más estimado por su precio que por su verdadero valor.
El hombre aceptó agradecido y tras hacer una pausa dijo:
–Y dime, muchacho, ¿por qué hoy no cenas con tu familia?
Simón se lo pensó un instante.
–Porque a pesar de tener unos padres y un hermano y vivir en una casa con calefacción, es allí donde tengo más frío. También porque siento que nadie me quiere y porque supongo que hoy eso me duele mucho más que el resto del año.
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