Se hizo en la sala un silencio general, como si todos a la vez, dentro de sus respectivas conversaciones, estuvieran pensando qué decir a continuación. El señor Arturo aprovechó que el bullicio nacía de nuevo:
–Te contaré algo, muchacho. Hace muchos años, como tú, salí de casa con el único deseo de no volver jamás. No me detuve a reflexionar ni quise tratar de comprender que los demás tendrían sus razones para comportarse como lo hicieron. Solo quise deshacerme de todo lo que me hacía daño. Al principio no se me dio mal y encontré gente que me comprendía. Gracias a esas personas pude viajar y aprender lo necesario para rehacerme en otros lugares. Durante muchos años me sentí fuerte, independiente, seguro de mí mismo y capaz de llevar mi vida más lejos de lo que jamás hubiera imaginado. Y así creo que fue, pues viví en países remotos, demasiado alejados quizás. Me hice conductor de trenes y me movía por todas partes. Cuando me aburría de vivir en Chile me pasaba a Argentina; incluso trabajé en Sudáfrica y llegué a dar el salto hacia Nueva Zelanda. Tenía la sensación de llevar mi vida a donde quería, siempre bien encarrilada. Nunca pensaba en el pasado, ni siquiera en las cosas buenas.
» Pero un día de Navidad algo cambió. Había pasado a una tienda cuyos dueños habían decorado con motivos invernales. Imagínate, una Nochebuena en el verano austral es tan distinta… Pues bien, aquella tiendecita me devolvía directamente a la infancia, a los villancicos con pandereta y zambomba, a las castañas asadas, a las noches de Reyes. Volvió entonces a mi mente el recuerdo de mis padres, de mis hermanos y de todo lo que había sido parte de mi vida. Ya no me acordaba de sus caras ni de sus voces, pero los sentía muy cerca a pesar de estar más lejos que nunca. Decidí que tenía que volver –Arturo hizo un receso que le extrajo de dentro un enorme vacío–. Pero una vez aquí supe que habían muerto. Una serie de largas enfermedades y algún suceso trágico se los habían llevado. Ya no estaban y no podía hacer nada para remediarlo –una nueva pausa y un suspiro fueron suficientes para concluir su relato con pocas palabras más–. No sé si te lo he dicho aún: cuando me marché tenía tu edad.
Simón no sabía qué decir. Una maraña de impresiones se había apoderado de sus pensamientos y, aunque creía que debía compadecer a aquel hombre, lo único que sentía hacia él era una enorme gratitud.
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