Caminó sin parar hasta llegar a una estación de tren. Nunca había ido tan lejos en aquella dirección y le gustó experimentar una tenue sensación de libertad. Lástima que con aquellos trenes tan a mano no tuviese dinero para sacar un billete y escapar más lejos aún. Se sentó en un banco frente a los tornos que daban paso hacia las vías y, después de un buen rato observando trenes y viajeros que iban y venían, se convenció de que allí era donde quería pasar la Nochebuena. Tenía lo necesario: cobijo y lo suficiente para cenar.
Entre la multitud que salía de uno de los trenes vio a una chica que se acercaba hacia él. Iba tan cargada que tuvo que detenerse un momento para redistribuir sus bultos. Se dio cuenta de que Simón la observaba.
–Oye, ¿por qué no me echas una mano? –le dijo–. Organicemos todo esto un poco y subámoslo a mi casa. Vivo aquí, al lado.
De entrada se sintió idiota por no haberle ofrecido ayuda antes de que se la reclamase. Aunque también le intimidó el modo tan directo con que la chica se dirigió a él. Sin embargo un primer impulso, tardío pero oportuno, le hizo levantarse y ponerse a colaborar.
–Es para la cena de esta noche. Vamos a ser muchos –le explicó. Y no le hacía falta jurarlo, a la vista de la enorme cantidad de bolsas y cajas que costaba mucho deducir cómo había podido llevar ella sola hasta allí.
No tardaron en llegar hasta el portal de la chica.
–Será un momentito –le dijo mientras abría la puerta empujándola con la cadera–. Espero no robarte mucho tiempo y, de verdad: te lo agradezco.
–No te preocupes, tengo todo el tiempo del mundo –contestó él, más desenvuelto y con la determinación de aplazar al máximo su vuelta a casa.
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