Al momento llegó Laura.
–Señor maquinista, ¿partimos? –le dijo al señor Arturo, al tiempo que le ajustaba la gorra, algo ladeada hasta entonces.
–Claro –respondió éste–, cuanto antes o se enfriará.
–Simón, la semana que viene tenemos un partido de fútbol. Ya se han apuntado muchos –se refería a unos cuantos de los comensales y a algunos compañeros suyos–. ¿Vendrás?
En ese instante se oyó un coche que aparcaba junto a la carpa. Hacía un ruido que el chico reconoció al instante. Era el del motor del coche de su hermano, un bien conservado cupé de los cincuenta del que se había encaprichado recientemente.
–¿Un partido? –Respondió a Laura, devolviendo su percepción a la conversación que mantenía–. Me apunto. Tú dame un balón y ya verás de lo que soy capaz.
Acto seguido entraron al comedor dos personas a las que no le costó identificar. Reconoció sin dificultad sus caras de disgusto y las miradas contrariadas que le lanzaron tras localizarle. Permanecían pegados a la puerta observando a su alrededor con muecas de perplejidad.
–Arturo, tengo que marcharme –le dijo Simón a su reciente amigo, sin perder de vista a sus padres–. ¿Sabes? Supongo que me ha tocado pasar por la vida en un vagón de tercera. Pero este es mi tren y ahora no voy a correr tras otro. Tal vez pueda entrar a otros vagones, mejorar el pasaje, ir por las vías que prefiera, evitar los túneles más fríos y oscuros, quién sabe.
–¿Te veré, muchacho? –Le preguntó al tiempo que escrutaba a aquella extraña pareja que seguía petrificada junto a la entrada.
–Claro, Arturo, y daremos juntos una vuelta –le dijo y le estrechó la mano con fuerza.
Entonces Laura se le abrazó y le dio un beso muy dulce, tanto como su añorada anguila de mazapán. El rubor se le subió a las mejillas y en un segundo lo llenó todo el calor que había echado de menos durante el invierno.
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