Inmersos en la era digital, sumergidos en este fango fluido de ceros y unos, encuentro que el mundo de lo analógico tiene algo más de vida.
Todo en analógico tiene consistencia. Una hostia analógica no sólo es dolorosa, sino humillante además. No seré quien defienda las peleas entre colegiales, pero ahora los niños pegan con los pulgares. Viven amarrados a las consolas de videojuegos y todo, pies y puños, se activa mediante un botón. Aquel “te espero a la salida” ya no se da tanto, imagino. La razón estará en que hay que salir de clase corriendo, sin permitirse un minuto para achuchones rabiosos. En casa espera lo bueno, agarrados a un mando frente a una pantalla. Y digo yo que la ira se descargará a través de los cables del artefacto, aunque a lo mejor me equivoco: veo muchos gestos de odio y rencor en jóvenes y no tan jóvenes. Rencores siempre analógicos, claro. De los tangibles. Contenidos y realimentados en vaya usté a saber qué entornos digitales. Esa rabia antes se descargaba en escenarios reales. Algo a evitar, desde luego, pero tenía menos efectos secundarios.
Parece que las sorpresas analógicas le pellizcan más a uno. Hace años, cuando revelé por primera vez una fotografía, aquello me produjo una admiración de la que no lograba salir posteriormente, cada vez que volvía a la sala oscura. ¡Ver un papel bañándose en una cubeta y comprobar que algo iba naciendo en su superficie, como elevándose entre blancos y negros… eso era asombroso! Y lo sigue siendo. Ahora miro las fotografías que hice siguiendo todos aquellos pasos cuidadosos y todavía las veo emerger, subir hasta mostrarse como son. Parecen seguir luchando por abandonar su estado latente, aunque hace mucho tiempo que se hicieron visibles. La fotografía digital tiene otras ventajas que todos conocemos. Muchas, sí. Pero nunca me brindará el pellizco de la imagen que se “hace” en un delicioso proceso de alquimia.
Y nuestro flujo neuronal, que es lo más parecido a esa transmisión digital de ceros y unos, se transforma en sensaciones para nuestra piel, sonidos ante los que poder hacer oídos sordos, visiones no sé si lúcidas, sabores –ojalá siempre fueran dulces–, y olores que remiten a todo lo demás y activan en el cerebro ese vaivén de mensajes en Morse.
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