Esta misma mañana ha sido la señalada por la fortuna. La burbuja de aire que todo tubo de pasta de dientes contiene ha estallado. Ha sido la del mío, claro, porque cada uno, o cada dos, o incluso más, tenemos el nuestro. Y es algo que ocurre una sola vez por tubo. Más o menos como con los eclipses, aunque con matices. El caso es que todos los tubos esconden la suya, agazapada mientras aguarda a salir por sorpresa empujada por la presión de unos dedos que nunca esperan que surja.
Hoy ha sido el día pero, en vez de sentirme estafado cuando el tubo ha expelido su traicionero pedo de flúor, he preferido pensar que se trataba del aire fresco de la buena suerte, que hoy ha querido soplar sólo para mí.
El caso es que algunas veces he sentido que ese vacío surgido del envase se transformaba en mi propio vacío. Una oquedad que se abría bajo el desencanto de la expectativa frustrada. Al verme defraudado, podría haberme lanzado a la búsqueda de pistas concluyentes. Habría forzado la vista para leer la minúscula leyenda impresa en el plástico serigrafiado hasta hacerme con la dirección de la empresa que envasa mi dentífrico. Podría después haberme dirigido a ellos exigiendo una explicación: el porqué de esa bolsa de gas acción “blanqueante” estratégicamente situada en mitad de mi elixir. Y así, como en algunas películas americanas que van de abogados y juicios, solicitar una reparación que me compensase por tantas ilusiones de cepillado deshechas cada vez que la pompa revienta.
Pero opto por felicitarme y pensar que esta vez me ha tocado a mí y sólo a mí. Es una vez por cada tubo y si a uno le toca, será buena señal. Ese frescor del polo podría haber sido respirado por la que duerme a mi lado -Mecano dixit-, pero esta vez ha sido la mía.
Hoy ha sido el día pero, en vez de sentirme estafado cuando el tubo ha expelido su traicionero pedo de flúor, he preferido pensar que se trataba del aire fresco de la buena suerte, que hoy ha querido soplar sólo para mí.
El caso es que algunas veces he sentido que ese vacío surgido del envase se transformaba en mi propio vacío. Una oquedad que se abría bajo el desencanto de la expectativa frustrada. Al verme defraudado, podría haberme lanzado a la búsqueda de pistas concluyentes. Habría forzado la vista para leer la minúscula leyenda impresa en el plástico serigrafiado hasta hacerme con la dirección de la empresa que envasa mi dentífrico. Podría después haberme dirigido a ellos exigiendo una explicación: el porqué de esa bolsa de gas acción “blanqueante” estratégicamente situada en mitad de mi elixir. Y así, como en algunas películas americanas que van de abogados y juicios, solicitar una reparación que me compensase por tantas ilusiones de cepillado deshechas cada vez que la pompa revienta.
Pero opto por felicitarme y pensar que esta vez me ha tocado a mí y sólo a mí. Es una vez por cada tubo y si a uno le toca, será buena señal. Ese frescor del polo podría haber sido respirado por la que duerme a mi lado -Mecano dixit-, pero esta vez ha sido la mía.
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