A mi alrededor muchos dedican todo su tiempo a mirar, manosear, abrir, cerrar, teclear, escuchar,... pocos a hablar... Todos centrados en su móvil. Echo de menos los días que los objetos más habituales entre las manos de los viajeros eran libros, revistas, cuadernillos de crucigramas y otras cosas carentes de batería.
No me molesta que se utilicen estos teléfonos de bolsillo. Nos unen y reúnen con mayor facilidad que los de sobremesa. Lo que me preocupa es la patente dependencia que de éste demuestran muchas personas. Me alarma ver a muchos llevándolo entre sus manos, pendientes de cualquier señal que pudiera provenir de él en cualquier momento. Necesitan tenerlo, sostenerlo. No se dedican a otras cosas. Sólo aguardan, esperan, velan.
Posibilidades de comunicación, todas. Comunicación efectiva, prácticamente nula. Es la dependencia que no invita a las palabras. Ésa que mantiene todas las puertas abiertas pero no anima a atravesar ninguna de ellas. Tal vez podrían guardarlo y olvidarlo hasta que algún sonido les recordase que está en algún lugar. Pero ahí siguen, aguardando expectantes a que la posible llamada llegue. O el mensaje. O decidiendo si llamar o no. O repasando los mensajes recibidos. Tal vez los enviados. Y así mantienen caliente el móvil, el objeto en sí mismo, que no el contacto.
Ahí, a su recaudo, se asemejan a una piedra mágica que el brujo debe guardar prieta entre sus dedos, entregándole la energía que mana de sus palmas. Son los escarabajos sagrados que duermen su sueño arropados. El corazón entre las manos. Son las gemas dadoras de fortuna. Hay que acariciarlas bien recogidas y el mimo despertará sus cualidades latentes. Como la luz de la perla atesorada por algún bivalvo. Esa es la luz que todos esperan ver encenderse. Y comenzar a ver en sus sonidos, empezar a oir en su claridad.
Y la espera se llena de ansiedad.
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