Terminan los Juegos y sigo sin sentir el gusanillo. ¿Ese bicho lo lleva uno dentro, como de serie? ¿Le entra a uno por algún lado? Si es así, ese lado yo lo debo tener bien cerradito. En fin, sea cual sea ese lugar, creo que le va a costar colarse por él.
Aunque he hecho un poco de todo -sin pasarse, claro-, nunca me he visto practicando un deporte y disfrutando con ello. Mucho mucho, no. Será que de pequeños sólo jugábamos al fútbol y algún otro juego con una pelota en el que yo no era de los mejores. Digamos que más bien mediocre, sin entrar en detalles que me pongan en una evidencia aún mayor -no me gusta sacarme los colores-. Quizás eso me desanimó a la hora de lanzarme a practicar otras cosas con las que haberme sentido bien. Podría poner algún ejemplo, pero no se me ocurre.
Sin embargo, me gusta ver las competiciones en las que encuentro algún estímulo. Puede ser estético, como en la gimnasia o en la natación sincronizada. Puede tener que ver con el sacrificio o el espíritu de superación, como cualquier prueba de atletismo. Tener un componente de precisión y concentración máximas, como el tiro con arco. Incluso tener toda la carga de la tensión de un momento clave, como el final de un partido de baloncesto muy reñido.
El lema olímpico, Citius, Altius, Fortius, afortunadamente, puede aplicarse a muchos aspectos de la vida. El olimpismo, a pesar de haber degenerado en algo adulterado por todo tipo de intereses, sigue teniendo muchísimas virtudes. Aunque ver todo ese derroche de energía y esfuerzo no me va a despertar las ganas de salir brincando por ahí, al menos sí que induce corrientes positivas que me alientan. Y eso está bien.
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