Hace ya casi quince años que, por prescripción del doctor -que no médico-, unos cuantos universitarios leímos Estatua con palomas, de Luis Goytisolo. No recuerdo mucho de la novela, salvo que había en ella algo de autobiográfico y que remitía al imperio romano en una comparación entre el mundo actual y aquél. Y poco más. Una mañana le comentamos al profesor que el libro nos estaba aburriendo. "Es que lees, y lees, y lees, y no pasa nada", alguien dijo. Dado que las lecturas también eran materia de examen y acabaríamos teniendo que prepararlo junto al resto de los temas de la asignatura, parece que quiso evitarnos el trance. "Bueno. Acabad de leerlo si os apetece, aunque no entrará en el próximo parcial". Con los años supe que aquella novela era Premio Nacional de Narrativa y pensé que, quizás, la habíamos menospreciado. Tal vez no era el momento de leer una historia así y nos costó mucho adoptar el tono y el ritmo propuestos por el autor.
Nunca he sabido distinguir una torcaz de una tórtola. Las dos son palomas, pero debe de haber sus diferencias. De niño salía con mi padre al campo, donde me enseñaba muchos de los secretos que guarda la naturaleza. Gracias a él hoy reconozco cuatro cosillas -pocas, para todas las que me contaba- y puedo disfrutar de mis escapadas poniendo mayor interés por lo que me rodea. En su afán didáctico, siempre avisaba: "Mira, una torcaz". Y, cuando miraba, ésta ya se había ido lejos o yo seguía sin ser capaz de distinguirla de cualquier paloma común.
Okupo un piso frente al cual el alero de un tejado da albergue a muchas, muchísimas de estas aves. Han hecho su vivar de un holgado canalón. Unos cuantos metros de vivienda donde criar a sus pollos durante todo el año. Se las ve entrar y salir, salir y entrar. Aletean sonoramente, con zumbidos amplificados, anunciando que ya se van o que están de vuelta, con el buche lleno tal vez. Dentro de su refugio arrullan, turnándose unas con otras, y los vecinos se dan por enterados de su presencia en casa. Me asomo a la ventana y, como en una de esas colmenas que los científicos han cortado en sección para el estudio de su actividad interior, puedo ver el trasiego repleto de espasmos de todas ellas.
Y su plumón, pegado al aluminio desde el que observo, blanco como un copo de nieve, suave como la nata, vibra con el viento queriendo volar.
Nunca he sabido distinguir una torcaz de una tórtola. Las dos son palomas, pero debe de haber sus diferencias. De niño salía con mi padre al campo, donde me enseñaba muchos de los secretos que guarda la naturaleza. Gracias a él hoy reconozco cuatro cosillas -pocas, para todas las que me contaba- y puedo disfrutar de mis escapadas poniendo mayor interés por lo que me rodea. En su afán didáctico, siempre avisaba: "Mira, una torcaz". Y, cuando miraba, ésta ya se había ido lejos o yo seguía sin ser capaz de distinguirla de cualquier paloma común.
Okupo un piso frente al cual el alero de un tejado da albergue a muchas, muchísimas de estas aves. Han hecho su vivar de un holgado canalón. Unos cuantos metros de vivienda donde criar a sus pollos durante todo el año. Se las ve entrar y salir, salir y entrar. Aletean sonoramente, con zumbidos amplificados, anunciando que ya se van o que están de vuelta, con el buche lleno tal vez. Dentro de su refugio arrullan, turnándose unas con otras, y los vecinos se dan por enterados de su presencia en casa. Me asomo a la ventana y, como en una de esas colmenas que los científicos han cortado en sección para el estudio de su actividad interior, puedo ver el trasiego repleto de espasmos de todas ellas.
Y su plumón, pegado al aluminio desde el que observo, blanco como un copo de nieve, suave como la nata, vibra con el viento queriendo volar.
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