Un enorme insecto de chapa alza el vuelo y mientras toma altura, lubrica y ejercita los músculos de un ojo que cuelga de su vientre. Una hélice gira concéntrica sobre su dorso y lo mantiene elevado y avanzando hacia el lugar objeto de su misión.
Se diría que se gobierna a sí mismo, que su ánimo le lleva donde quiere ir. La necesidad y el instinto son eficaces motores.
Hoy el calor se inventa espejismos, la bruma tensa un velo sobre lo visible y quienes miran hacia el techo de esta tarde que les abrasa, ven pasar al bicho acompañado de su ruidosa carraspera.
Comienzo a mirar por su ojo y contemplo en pleno vuelo los primeros rincones de una aldea. Y al instante, tras ver en una sola estampa toda su extensión, sus últimos recodos han quedado ya lejos.
La misma secuencia se repite de nuevo, y así otras cuantas veces. Y a golpe de vistazo rápido: otras sucesiones de campos en colcha de un patchwork de combinación esmerada.
Después de la alternancia, que parece estudiada, el ojo que pende del cielo me muestra una gran ciudad. El insecto hace virar todo su metal y, siguiendo el hilo tensado de una de las vías principales de la urbe, se sitúa colgado sobre una zona rojiza.
Es un campo de amapolas que llenan una plaza.
Aparecen agitadas por el viento.
En realidad no es un movimiento de agitación. Más bien una vibración. Se mueven a voluntad, formando un oleaje que no se atiene a ninguna marea ni corriente natural.
Quiero que el visor por el que observo me dé el detalle de los seres plantados ahí abajo. La agudeza de su lente me sitúa muy cerca. Tanto como para comprobar que no son flores rojas, de las que otro insecto más orgánico que este podría haber extraído su polen.
Son otros seres, hoy vestidos de rojo para demostrar que algo les pone en común y les iguala sobre todas las cosas. Apiñados porque se sienten unidos, vibran con una fuerza que se eleva y me alcanza.
Me impresiona esta imagen, que retengo incluso después de haber abandonado este bicho de hélices cortantes. Acallado ya su ronco rumor. Cerrado ya el párpado sobre su córnea eléctrica, el ojo por el que miré guarda en su retina los ecos rojos de un atardecer muy encendido.
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