Veo que ha crecido y que, lejos de envejecer, se ha cuidado y renovado. Un paseo por el centro me devuelve imágenes que ya conocía y me regala otras tantas que me alegra descubrir.
Echo de menos el adoquinado de la calle Real, que quedó sepultado por el asfalto hace ya años. Eran adoquines negros, trabajados en la piedra procedente de los volcanes dormidos de las montañas que rodean el pueblo. Quién sabe si algún día sus conos despertarán y, tras echarlos en falta también, arrojarán de sus entrañas nuevos bloques que formen otra vez aquel sólido pavimento.
Encuentro, además, algunas viejas tiendas cerradas o sustituidas por comercios modernos. Ahora tendría que pasar al autoservicio Telesforo para obtener la misma compra que, hace años, habría hecho "en ca Ramiro". Son el mismo lugar, pero el cambio es sustancial.
Veo, a cambio, alguna calle renovada con muy buen gusto y conozco el nuevo teatro, un auditorio al aire libre, un centro de enseñanza secundaria, un centro cultural, la ampliación del ayuntamiento...
Las cosas se han movido, como el agua del río, que me parece más bonito que nunca. El baño en la Tabla la Yedra es ahora inmejorable y una estupenda atracción para muchos que llegan de los alrededores.
Lo que no se mueve es el castillo, que sigue impertérrito en lo alto de su loma. Más erosionado tal vez y con algunas piedras que han dejado de alzarse en sus muros, formando ya parte de un montón a sus pies.
Y subir a la Sierra de la Cruz se ha convertido en una delicia, perfumada en pleno julio por los romeros y tomillos que crecen entre las jaras y los chaparros de su monte bajo. Veo atardecer desde las cimas, contemplando todo el pueblo tendido allá lejos y doy al sol por desaparecido en cuestión de segundos.
Por la noche todo el mundo sale a la calle, algo aliviada ya de tanto calor. Encuentro muchas caras que me son familiares y que los años no han cambiado del todo. Hablo con algunas personas y me parece que el tiempo no ha transcurrido desde la última vez.
Todo cambia y, a la vez, permanece.
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