La casa de mis abuelos aún se alza en mi recuerdo. Hace muchos años que se transformó en tres casitas adosadas, propiedad posterior de mi padre y sus dos hermanas. El abuelo no llegó a conocer aquel producto de su herencia, aunque se ilusionó con quizás poder ver la obra terminada cuando se mejorase de su enfermedad.
De haber ocurrido así, habría reconocido su lila, conservada a un lado del patio, junto a la tapia sur. Hoy sigue dando hermosos racimos de florecillas de belleza y olor intensos. También el abuelo habría identificado parte de los suelos de su casa, que mi padre salvó de acabar entre escombros y formó con ellos un gracioso mosaico en el centro de la porción de patio que a él le tocó.
Esas porciones se hicieron mediante muros bajos y celosía en bloques blancos. Así se acababa con el espacio diáfano que nos permitía a mis primos y a mí rodearlo en bicicleta. Incluso montar una piscina en la que cabíamos todos cuando éramos pequeños. La llenábamos con agua del pozo que sacábamos con una manguera. Nos fascinaba observar cómo su contenido se llenaba poco a poco hasta llegar a un nivel compatible con el volumen de los cuerpos que iba a alojar y todo ese rollo de Arquímedes.
¿El pozo? Me temo que dejó de parecerse al que fue. La obra redujo su brocal y lo condenó a quedar adosado a una fachada interior de una de las casas. Por fortuna su parte subterránea perduró y el agua sigue estando ahí.
Del resto de la vieja casa no quedó casi nada, salvo algunos objetos que también se repartieron, pasando a formar parte de otros entornos y decorados. Como los serijos que el abuelo hizo con el esparto que tanto le gustó trabajar. Llevan mucho tiempo instalados en un contexto algo más urbano y me gusta admirarlos como memoria duradera de su maña artesana.
El abuelo. Fue labrador, aunque yo le recuerdo como un hombre sabio; un gran lector. Cómo me habría gustado conocerle más y mejor.
1 comentario:
Preciosas evocaciones, Dani.
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