En mi vieja radio, la de bolsillo comprada durante mi primer curso universitario, aparecen sonidos que echo de menos en otras radios. En una nueva, mucho más pequeña, con pantalla LCD y memoria suficiente para grabar la emisión completa de Radio Nacional, sólo encuentro tecnología, pero nada de encanto.
Mi radio de siempre, aunque ahora parezca un cacharro, ya era muy pequeña en su momento. Tenía tanta o más tecnología, pero de la de hace años, claro. Tiene una carcasa plateada que ha perdido todo su brillo con el tiempo y el uso. Cuenta con las marcas de la batalla diaria y con los golpes de innumerables caídas involuntarias. Ella no las quería, ni yo tampoco. Pero sigue dándome las alegrías de siempre. Sólo me pide pilas. Nada más. Y le cunden mucho. Ya lo creo. Qué buena es.
Tiene una rueda con la que siempre he encontrado en el dial todas las emisiones que me han interesado. Todo un placer dar con algo nuevo, que se sale de la rutina, de lo más trillado a diario, y de esos lugares comunes entre todos los oyentes. Comunes, incluso, conmigo mismo.
Girar esa rueda es casi darle a la fortuna un motor y ponerla a rodar. Un milímetro en el dial es un trecho largo en el mundo. A mí siempre me ha gustado ir haciendo paradas y detenerme a husmear entre los sonidos que voy encontrando a lo largo de esa regla de centímetros desiguales. Puedo saltar de un punto a otro trazando siempre una linea recta, y así me dirijo directamente al grano, sin dar rodeos.
Me muevo en un espacio de ruido de nieve, la nieve de las frecuencias en blanco por las que debo transitar hasta dar con alguna válida. Y cuando la encuentro está llena de sonidos que acaban dando sentido a mi travesía casi esteparia. Me quedo admirando las vistas y permanezco, o decido marcharme a otro sitio. Salto de una canción a otra, de una voz a otra, o de todas ellas al silencio.
Y todo ello sólo con mi ruedecita.
Por eso me gusta más mi vieja radio.
Mi radio de siempre, aunque ahora parezca un cacharro, ya era muy pequeña en su momento. Tenía tanta o más tecnología, pero de la de hace años, claro. Tiene una carcasa plateada que ha perdido todo su brillo con el tiempo y el uso. Cuenta con las marcas de la batalla diaria y con los golpes de innumerables caídas involuntarias. Ella no las quería, ni yo tampoco. Pero sigue dándome las alegrías de siempre. Sólo me pide pilas. Nada más. Y le cunden mucho. Ya lo creo. Qué buena es.
Tiene una rueda con la que siempre he encontrado en el dial todas las emisiones que me han interesado. Todo un placer dar con algo nuevo, que se sale de la rutina, de lo más trillado a diario, y de esos lugares comunes entre todos los oyentes. Comunes, incluso, conmigo mismo.
Girar esa rueda es casi darle a la fortuna un motor y ponerla a rodar. Un milímetro en el dial es un trecho largo en el mundo. A mí siempre me ha gustado ir haciendo paradas y detenerme a husmear entre los sonidos que voy encontrando a lo largo de esa regla de centímetros desiguales. Puedo saltar de un punto a otro trazando siempre una linea recta, y así me dirijo directamente al grano, sin dar rodeos.
Me muevo en un espacio de ruido de nieve, la nieve de las frecuencias en blanco por las que debo transitar hasta dar con alguna válida. Y cuando la encuentro está llena de sonidos que acaban dando sentido a mi travesía casi esteparia. Me quedo admirando las vistas y permanezco, o decido marcharme a otro sitio. Salto de una canción a otra, de una voz a otra, o de todas ellas al silencio.
Y todo ello sólo con mi ruedecita.
Por eso me gusta más mi vieja radio.
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