Un energúmeno de cabeza pelada, cuerpo doble y músculos inventados corta cabezas con artes de segador. Su hoja, de precisión quirúrgica, rebana y desmembra sin el apoyo de una piedra de carnicero. El barbero de la calle Fleet la querría para sí.
El asesino mata frenéticamente, con la mirada perdida y la expresión dibujada a rayajos. Los cuerpos de sus oponentes caen y quedan diseminados a su alrededor. Algunos han logrado, en defensa o en ataque, herir con dagas y navajas al impertérrito fenómeno. Heridas rojas de arma blanca.
Las mellas no le detienen y, aunque ha perdido su espada, sigue armado con sus puños de forja. Lanzados con tino son tan demoledores como el hierro, y el animal derriba con ellos a otro buen número de rivales. Los desarma y después los desalma. Y así ve crecer el saldo de su barbarie.
La gesta sangrienta progresa hasta que un descuido le hace fallar. Otro guerrero le ha batido y el héroe cae fulminado. Todo se detiene. Su cuerpo, inerte, parpadea durante unos instantes hasta desaparecer.
Una maldición y un manotazo al aire sacan al jugador de su trance. Se incorpora y vuelve a sentarse, removiéndose incómodo. Golpea contra sus rodillas el instrumento con el que manejaba el poder del bruto y relaja sus pulgares, todavía palpitantes tras pulsar tanto y tan rápido. Para que otro salvaje surja de la nada y luche a merced de dos dedos imparables, sólo debe apretar un botón.
No se lo piensa y vuelve a la carga.
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