Es de noche. Atravieso Madrid por debajo. Por donde nadie en la superficie puede ver los faros encendidos de mi coche ni oír la ronca monotonía de su motor. Es el territorio de los insectos y de otros muchos seres que perforan el suelo en un punto y parten desde él horadando la tierra, abriendo galerías que les llevan a otro espacio distinto. Ignoro qué hacen por el camino y si ese trayecto hacia un punto final tiene algún sentido más que el propio fin que intentan alcanzar. En definitiva, eso son cosas de bichos.
El caso es que me siento uno más de ellos, oxigenando la tierra o moviendo, al menos, el aire en sus entrañas. Encuentro semejantes por el camino. Seres noctámbulos como yo que habitan en tránsito estas galerías. Me dan su compañía por un momento, marchando parejos hasta que su rumbo deja de ser como el mío. Me pregunto si desean llegar a su destino tanto como yo. Son individuos que se saben anónimos, que no conocen a quien deambula junto a ellos. Pero en ese estrato, por debajo de la realidad, tienen la certeza de estar conectados entre sí. Ellos y yo tenemos mucho en común: un mucho que es todo lo que cabe en ese espacio que vamos salvando en paralelo. Una conexión temporal que se rompe en cuanto cada cual se dirige hacia su salida. Yo también encuentro la mía y me olvido, como todos ellos, de ese cosmos cavernoso que permanecerá ahí. Pero para otros.
Recorremos el Madrid subterráneo buscando salir de él. No queremos estar ahí porque no es Madrid.
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