Esta tarde he asistido a varias escenas de guerra. No he visto luchas, ni armas, ni sangre, ni nada de lo habitual en estas situaciones. No había nada ante mí. Tampoco una pantalla de cine o televisión en la que hubiera podido verlo todo sin estar en el lugar de los hechos. Pero estaba. No veía pero oía.
Mediante el oído he podido despertarme una mañana hace doscientos años, salir a la calle y recorrerla entre el sonido de los carros, los animales y los ecos de voces lejanas y cercanas. La cotidianeidad de un día en el Madrid de 1808 y la calma tensa que se rompe sin remedio. He escuchado los pasos de los soldados franceses a pie y los de los cascos de los caballos. Gritos valerosos de quienes se enfrentan a ellos. Otros aterrorizados de quienes les combaten sin posibilidad de salir con vida de las refriegas. El choque de hojas de espada contra navajas y otros hierros no ideados para pelear. Y más gritos y alaridos acallados por cañonazos y disparos.
En mis oídos todo un día de combates sangrientos en los que muchos madrileños no sólo han perdido sus vidas. Y también una noche en la que la justicia del invasor, rotunda y brutal, ha sido aplicada.
Los últimos tiros ejecutores resuenan aún, mezclados con el canto de grillos y chicharras. A partir de entonces dejo de oír, de auscultar la noche, y veo el sol. Ha llegado el día, pero la luz no trae felicidad.
(Para los que queráis vivir algo parecido, basta con que os acerquéis al Cuartel del Conde Duque, en Madrid, y entréis en una pirámide negra que encontraréis en uno de sus patios).
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