Estoy descubriendo mi enorme interés por la recuperación urbana. No me atrae tanto la proyección de entornos habitables en los que las calles nos llevan de unas casas a otras. Ni tampoco el delineado de planos que esbozan ciudades. Prefiero la recreación de éstas a partir de lo que ya existía y, aunque no lo supiéramos, aún sigue ahí. Podría llamarlo arqueología de superficie.
Tómese una zona en la que hace siglos existieron varios edificios y algunas calles entre ellos. Con el paso de los años esas construcciones se han envuelto y revestido, incluso han cambiado de uso o dejado de tenerlo. Tal vez también por el desuso las calles que las separaban y unían se han cerrado. Puertas y tapias han celado la luz que antes las hacía visibles y, durante mucho tiempo, hemos rozado al pasar sus accesos ocultos.
Muchos calendarios después un nuevo plan urbano o la regeneración puntual de una manzana hace que un par de calles vuelva a abrirse. Y muchos de los que ignorábamos que algún día del pasado a alguien le sirvieron para atajar de un punto a otro quedamos fascinados. Nos ocurre lo mismo al comprobar que una fachada que solo escondía ruinas ha pasado a ser la delantera de una edificación viva otra vez.
Construcciones que regresan a la vida y calles que vuelven a verla pasar. Me abstraigo y sueño despierto que me adentro en uno de esos nuevos accesos y piso su empedrado con zapatos de suela delgada. Un nuevo acceso que, por su antigüedad, no se llamará así. Por fuerza deberá tomar el nombre de travesía, o corredera, o pasaje, o calleja, o incluso angostillo. Como debe ser.
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