Tengo la increíble fortuna de poder recorrer uno de los callejones rescatados para mi ciudad. Quiero gozar mientras camino por él y pisar con sentido, refrescado por sus guijarros mojados tras un chubasco de primavera. Después del chaparrón llega un baño de luz.
Siento que todo se ha dispuesto para que lo disfrute a solas. Me dispongo a pasear con los ojos bien abiertos y mi piel tendida al sol. Quiero recoger sus rayos, que saltan por encima de los aleros de los tejados y se lanzan al suelo retozando.
Y avanzo.
Admiro los muros que enmarcan el trazado de la calleja, otros días enmascarados o hurtados a cualquier ojeada. Son las tapias laterales de edificios del pasado, hechas de piedra y paños de ladrillo. Sólidos tabiques que separan el aire de fuera, que fluye y no se detiene, del de dentro, suspendido entre paredes.
Adivino una silueta lejana al fondo. Aparece y desaparece sin que pueda describir ningún detalle. Ha sido una sombra a contraluz que se marcha e ignora que paseo transportado. Me reanima una palmada en el hombro del viento, que encuentra en este angostillo su camino para alborotarse. Levanto la vista y, buscando el cielo, trepo con los ojos por las paredes, aferrado a sus piedras hasta encaramarme a las tejas. Y desde arriba me veo abajo, casi al final de mi travesía.
Oigo una voz cuyo eco reverbera a mi espalda y corretea entre las paredes centenarias. He llegado al final del camino habiendo conquistado un nuevo espacio. O un viejo territorio. Dentro de un instante quien deja escapar su voz detrás de mí va a tener la suerte de hacerlo suyo también.
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