Hoy la estación de Atocha vive su hora punta sin serlo. Son casi las doce de la noche y hay muchos más viajeros de lo acostumbrado. Les observo sentado en uno de los bancos de metal rojo calado.
La mayoría de ellos esperan solos. Como yo. A mi lado un joven sudamericano oye en sus auriculares música electrónica mientras lee la Biblia. Abierta concretamente por el libro de Daniel. ¿Coincidencia?
Si levanto la vista de las páginas de la Biblia de mi vecino me topo con un kamikaze que bordea el andén ignorando el peligro que corre. Seguramente confía más en el agarre de sus suelas a ese filo de piedra que cualquiera de los que asistimos a su improvisado espectáculo de funambulismo. La banda sonora la pone la música que sigue llegándome alta y clara desde los cascos de mi compañero. Le va como un guante a la escena.
Distrae mi atención el desagradable ruido que produce un elemento que escupe contra el suelo. Viste traje y corbata. Eso, lleva corbata. Sólo espero ver cómo se limpia con ella tras lanzar un par de escupitajos más. Los ha enviado con soltura a viajar sobre raíles. ¡Qué virtuoso!
Me desentiendo de él cuando el aire movido por unos papeles me da en la cara. Huele a tinta seca. La que llena las páginas de unos cuantos ejemplares de prensa gratuita que una señora sacude con intención de plancharles las arrugas. Se sienta entre el chico que lee la Biblia y yo. Es muy tarde para hacer el esfuerzo de leer de reojo los titulares de alguno de esos periódicos. Se imprimieron hace más de veinticuatro horas y ya los llenan noticias del pasado.
El tren llega puntual, con sus dos plantas habitadas con poco orden. Es el último del día y el andén, en ese preciso momento, despide a la vez a los que salen y de él a los que nos subimos.
La mayoría de ellos esperan solos. Como yo. A mi lado un joven sudamericano oye en sus auriculares música electrónica mientras lee la Biblia. Abierta concretamente por el libro de Daniel. ¿Coincidencia?
Si levanto la vista de las páginas de la Biblia de mi vecino me topo con un kamikaze que bordea el andén ignorando el peligro que corre. Seguramente confía más en el agarre de sus suelas a ese filo de piedra que cualquiera de los que asistimos a su improvisado espectáculo de funambulismo. La banda sonora la pone la música que sigue llegándome alta y clara desde los cascos de mi compañero. Le va como un guante a la escena.
Distrae mi atención el desagradable ruido que produce un elemento que escupe contra el suelo. Viste traje y corbata. Eso, lleva corbata. Sólo espero ver cómo se limpia con ella tras lanzar un par de escupitajos más. Los ha enviado con soltura a viajar sobre raíles. ¡Qué virtuoso!
Me desentiendo de él cuando el aire movido por unos papeles me da en la cara. Huele a tinta seca. La que llena las páginas de unos cuantos ejemplares de prensa gratuita que una señora sacude con intención de plancharles las arrugas. Se sienta entre el chico que lee la Biblia y yo. Es muy tarde para hacer el esfuerzo de leer de reojo los titulares de alguno de esos periódicos. Se imprimieron hace más de veinticuatro horas y ya los llenan noticias del pasado.
El tren llega puntual, con sus dos plantas habitadas con poco orden. Es el último del día y el andén, en ese preciso momento, despide a la vez a los que salen y de él a los que nos subimos.
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