jueves, 31 de julio de 2008

Des-seguridad

Nunca podemos dar nada por seguro. Ni siquiera cuando ya ha pasado, cuando ya ha sido. Eso tampoco.

La calma ha llegado tras el temporal y lo que veo es: que la tormenta ya se ha ido. Me relajo y salgo a descubierto con total despreocupación porque nada me acecha ya. Y le entrego mi confianza a ese claro que cada vez se abre más y más. No esconde nada, tan diáfano como es. Eso me tranquiliza.

Pero lo que no sé es que tiene otra cara que nunca me muestra. Tampoco en esta ocasión. Su bondad aparente me tiene encantado, alejado de la sospecha. ¿No debería plantearme que una buena faceta puede tener su lado turbio? Me temo que sí. Pero ya es tarde y, nuevamente, la vida vuelve a jugármela con sus cartas marcadas.

Lo que veo no es todo lo que hay. Por desgracia. Por fortuna. Así que no puedo dejarme en paz; tengo que renunciar a la sensación de seguridad dada por tanta quietud.

martes, 29 de julio de 2008

Sjón

Bailar en la oscuridad fue la estremecedora revelación de Björk en el terreno de la interpretación. La acompañaba Catherine Deneuve, pero ni siquiera su belleza lograba restar destellos a la estrella de la islandesa.

Lars von Trier quiso que las letras de las canciones de esta película fuesen de Sjón, un autor compatriota de Björk que ya destacaba dentro de la vanguardia de las letras nórdicas.

Ayer ocupé mis ratos de lectura con una novelita de Sjón -cuyo nombre completo es Sigurjón Birgir Sigurðsson- que me llevó a los hielos glaciares de Islandia y me tuvo encantado, envuelto por su calidez.

Calidez y calidad la de El zorro ártico, una breve joyita que me lleva a vivir una historia de cazadores cazados llena de la sensibilidad y la poesía que destilan su concisión y, podría decirse, necesaria parquedad.

Cuatro capítulos que acaban entrelazándose y revelando un misterio, empleando elementos mitológicos y del folclore de aquel país para acabar haciendo justicia y poner al malvado en su lugar. Es la Islandia de mediados del siglo XIX, en su aislamiento esencial; donde todo, lo bueno y también lo malo, provenía del mar.

jueves, 24 de julio de 2008

Vide cor meum

Una noche, hace ya unos años, se produjo un curioso cruce de "Dantes". Yo leía en el magnífico blog de Ana Alcolea un post sobre La Divina Comedia a la vez que escuchaba el Vide Cor Meum, una pieza musical compuesta por un irlandés, Patrick Cassidy, que se basa en un soneto de La Vita Nuova, también de Dante.

Sé muy poco sobre la obra literaria, salvo que habla en ella de sus primeras incursiones en la poesía. Es, seguramente, un trabajo menor, aunque para mí es algo extraordinariamente grande que inspiró uno de los hitos musicales en mi vida. Se trata de una ópera de la que sólo existe un dúo y coro, este Vide Cor Meum. Cassidy lo compuso para Hannibal, de Ridley Scott, quien después lo volvió a incluir en El reino de los cielos. Es toda una delicia.

Fue una casualidad que quise comentar en el blog de Ana y hoy también en este. Dejo el enlace de Youtube. Hay muchos vídeos colgados, pero el más neutro es este con la única imagen de su autor. También se pueden encontrar algunos más con imágenes de las secuencias en las que aparece en la películas que menciono. En esos casos no se incluyó la pieza completa.

Posteriormente ha aparecido en un disco de Katherine Jenkins, que se hizo acompañar por Rhys Meirion. Esta es la primera grabación, la que se hizo para el cine, con voces de Danielle de Niese y Bruno Lazzaretti que interpretan en una escena de Hannibal a Beatrice y Dante, respectivamente. Es, a mi juicio, la mejor.

A disfrutar:

http://es.youtube.com/watch?v=j2Wv5AvqzfE&feature=related

Ahí va el texto.

Coro: E pensando di lei
Mi sopragiunse uno soave sonno

Ego dominus tuus
Vide cor tuum
E d'esto core ardendo
Cor tuum
(Coro: Lei paventosa)
Umilmente pascea.
Appreso gir lo ne vedea piangendo.

La letizia si convertia
In amarissimo pianto

Io sono in pace
Cor meum
Io sono in pace
Vide cor meum

miércoles, 23 de julio de 2008

Vida de una mosca

¡Hay que joderse!, si no tuviera esta cabeza gorda podría meterme por ese agujero y acabar mis días entre toda esa comida, poniéndome ciega. El caso es que... parece estar en buenas condiciones, aunque ya me encargaría yo de echarla a perder. Pero... ajhhh... zffgff... nada, que no hay manera de colarse. ¡Quién me mandaría a mí entrar por esa ventana! Ahora está cerrada y, por más que busco, no hay forma de salir de aquí. ¡Jo-der!, estoy atrapada en un puñetero piso. Hace días, antes de marcharse, lo dejaron todo limpísssimo. Y, claro, ahora no hay nada que chupar por ninguna parte... y ya parece que me empiezan a faltar las fuerzas. Ayer podría haber volado entre la gente, dando el coñazo bien a gusto y haber escapado de cualquier manotazo, incluso del más rápido. Hoy me cazarían a la primera. Estoy en las últimas. Y toda esa comida... para la que pueda entrar ahí, que yo ya...

¡Ay qué leche! En mi próxima vida, cuando vuelva a ser una larva, saldré de una buena boñiga seca y viviré a cuerpo de zángano en una cuadra. Eso es. Seré una mosca del estiércol. Y para la siguiente... uhmmm, ¿qué tal sería darle a este cuerpazo un poco de color? Sí, ese tono verde metálico y glamuroso de las moscardas más petardas. Y me pasaría el día por ahí, entre el pienso en descomposición y los huevos putrefactos... ¡Y a vivir, que son dos días... como mucho!

viernes, 18 de julio de 2008

De embarazos y jardineros

Hace unos días, sesión doble de cine en casa. Cuando no se saben aprovechar las oportunidades que la cartelera brinda en pantalla grande, no queda más remedio que esperar a rescatarlo en deuvedé.

Por un lado, Juno y esa visión práctica y optimista de un embarazo no deseado con resultado feliz en dos direcciones. El mérito está en convertir este drama en una comedia pasándolo en todo momento por la acidez y la mala lengua de su protagonista, una adolescente que decide tener la criatura y darla en adopción.

El guión es el fuerte de la historia y sospecho que el personaje protagonista, encarnado por Ellen Page, podría haber sido la mismísima Diablo Cody, su autora. Quitémosle unos quince años y mantengamos sus valores sólidos y su personalidad que hace de los problemas una nimiedad. Así me imagino a la guionista, cuyo pasado salvaje está en la tinta de su pluma.

¡Ah!, y ese toque de cuento que se despega de lo cotidiano y le da empaque y valores literarios a la ficción. Esta película trae frescor a este verano que empieza a ponerse calentito. Al igual que Conversaciones con mi jardinero, una historia francesa hecha desde el cariño y el profundo conocimiento de la esencia de la amistad.

Dupinceau et Dujardin, o lo que es lo mismo: Del Pincel y Del Jardín, los dos hombres cuya relación nace y se enriquece a lo largo de la película. Un pintor que huye del gran París en busca del sosiego del campo en su pueblo natal y un ferroviario jubilado al que éste contrata para que le haga un huerto y se lo cuide.

Pinceladas largas que van dibujando los retratos de los dos. Daniel Auteuil y Jean-Pierre Darroussin dan carne a estas dos visiones del mundo que se encuentran y combinan, dándose alimento la una a la otra.

Hermosa historia de diálogos sencillos en la que admiro cómo se pinta y se cultiva la amistad entre dos hombres.

miércoles, 16 de julio de 2008

La cena

El joyero ofreció a su clienta un medallón con forma de corazón. Era exactamente lo que ella buscaba: una lámina de oro que representaba un corazón listo para quebrarse en dos.

-Fíjese. Cuando usted proceda, cada trozo tendrá su propia anilla para poder colgarlo de una cadena. Él deberá llevar su mitad y usted la de él, claro.

Durante toda la tarde, mientras preparaba una cena deliciosa y vaciaba todo su armario sobre la cama hasta decidir qué ponerse, miró a ratos la cajita envuelta con un papel negro brillante y una cinta blanca irisada.

Tenía ganas de abrir el paquete para contemplar otra vez su corazón junto al de él. Llegaría el momento esperado, le pediría que hiciera los honores y su amor separaría las dos partes. Cada uno tomaría la suya para entregársela al otro. Se llevarían el uno al otro para siempre.


La cena con velas resultó aburrida. Ella estaba muy nerviosa y no conseguía sacar conversación. Todo lo que se le pasaba por la cabeza le resultaba una tontería que estropearía lo que estaba por venir. Prefirió callar, esperando a que él rompiese el hielo.

Pero él no habló. Se limitó a engullir con rapidez el contenido exquisito de los platos que ella había preparado con tanto esmero. Llegaron al postre y a ella le costó mucho partir el pastel de trufa con el que sabía que no podía fallar. El cuchillo se atascaba. Su filo no sólo debía cortar el tierno bizcocho, sino también la tensión.

Por fin él dijo algo. Fue breve, claro y solemne. Que ya no la quería y que su corazón ya no le pertenecía a nadie. Eso dijo.

Ella permaneció muda. En unos pocos segundos dio un repaso completo a sus días con él mientras serenaba sus ganas de llorar. Sacó el paquete que reservaba con tanta ilusión, le quitó la cinta blanca irisada, retiró el papel negro brillante y abrió la cajita en la que el joyero había puesto el medallón. No le pidió que hiciera los honores. Los hizo ella misma. Tomó la pieza de oro y, con ambas manos, en ritual eucarístico, la partió en dos. Entonces salió de su silencio:

-Te equivocas. Tu corazón le pertenece a alguien. Es todo tuyo. Toma, quédatelo.

Después le hizo ver cómo se guardaba el suyo.

miércoles, 9 de julio de 2008

Lo que fue

La casa de mis abuelos aún se alza en mi recuerdo. Hace muchos años que se transformó en tres casitas adosadas, propiedad posterior de mi padre y sus dos hermanas. El abuelo no llegó a conocer aquel producto de su herencia, aunque se ilusionó con quizás poder ver la obra terminada cuando se mejorase de su enfermedad.

De haber ocurrido así, habría reconocido su lila, conservada a un lado del patio, junto a la tapia sur. Hoy sigue dando hermosos racimos de florecillas de belleza y olor intensos. También el abuelo habría identificado parte de los suelos de su casa, que mi padre salvó de acabar entre escombros y formó con ellos un gracioso mosaico en el centro de la porción de patio que a él le tocó.

Esas porciones se hicieron mediante muros bajos y celosía en bloques blancos. Así se acababa con el espacio diáfano que nos permitía a mis primos y a mí rodearlo en bicicleta. Incluso montar una piscina en la que cabíamos todos cuando éramos pequeños. La llenábamos con agua del pozo que sacábamos con una manguera. Nos fascinaba observar cómo su contenido se llenaba poco a poco hasta llegar a un nivel compatible con el volumen de los cuerpos que iba a alojar y todo ese rollo de Arquímedes.

¿El pozo? Me temo que dejó de parecerse al que fue. La obra redujo su brocal y lo condenó a quedar adosado a una fachada interior de una de las casas. Por fortuna su parte subterránea perduró y el agua sigue estando ahí.

Del resto de la vieja casa no quedó casi nada, salvo algunos objetos que también se repartieron, pasando a formar parte de otros entornos y decorados. Como los serijos que el abuelo hizo con el esparto que tanto le gustó trabajar. Llevan mucho tiempo instalados en un contexto algo más urbano y me gusta admirarlos como memoria duradera de su maña artesana.

El abuelo. Fue labrador, aunque yo le recuerdo como un hombre sabio; un gran lector. Cómo me habría gustado conocerle más y mejor.

martes, 8 de julio de 2008

De vuelta

Vuelvo del pueblo con la sensación de haber recuperado algo. De haberlo rescatado si acaso.

Veo que ha crecido y que, lejos de envejecer, se ha cuidado y renovado. Un paseo por el centro me devuelve imágenes que ya conocía y me regala otras tantas que me alegra descubrir.

Echo de menos el adoquinado de la calle Real, que quedó sepultado por el asfalto hace ya años. Eran adoquines negros, trabajados en la piedra procedente de los volcanes dormidos de las montañas que rodean el pueblo. Quién sabe si algún día sus conos despertarán y, tras echarlos en falta también, arrojarán de sus entrañas nuevos bloques que formen otra vez aquel sólido pavimento.

Encuentro, además, algunas viejas tiendas cerradas o sustituidas por comercios modernos. Ahora tendría que pasar al autoservicio Telesforo para obtener la misma compra que, hace años, habría hecho "en ca Ramiro". Son el mismo lugar, pero el cambio es sustancial.

Veo, a cambio, alguna calle renovada con muy buen gusto y conozco el nuevo teatro, un auditorio al aire libre, un centro de enseñanza secundaria, un centro cultural, la ampliación del ayuntamiento...

Las cosas se han movido, como el agua del río, que me parece más bonito que nunca. El baño en la Tabla la Yedra es ahora inmejorable y una estupenda atracción para muchos que llegan de los alrededores.

Lo que no se mueve es el castillo, que sigue impertérrito en lo alto de su loma. Más erosionado tal vez y con algunas piedras que han dejado de alzarse en sus muros, formando ya parte de un montón a sus pies.

Y subir a la Sierra de la Cruz se ha convertido en una delicia, perfumada en pleno julio por los romeros y tomillos que crecen entre las jaras y los chaparros de su monte bajo. Veo atardecer desde las cimas, contemplando todo el pueblo tendido allá lejos y doy al sol por desaparecido en cuestión de segundos.

Por la noche todo el mundo sale a la calle, algo aliviada ya de tanto calor. Encuentro muchas caras que me son familiares y que los años no han cambiado del todo. Hablo con algunas personas y me parece que el tiempo no ha transcurrido desde la última vez.

Todo cambia y, a la vez, permanece.

viernes, 4 de julio de 2008

El pueblo

Vuelvo este fin de semana a mi pueblo paterno, Piedrabuena, en Ciudad Real. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez. Y mucho más sin haberlo pisado en verano.

De niño, parte de las largas vacaciones transcurría allí. Recuerdo con detalle la casa de mis abuelos, sus grandes puertas falsas pintadas de verde y el patio al que se abrían.

Añoro las horas a la sombra de un toldo de lona blanca, resguardados del sol, aunque no tanto del calor. Las paredes de adobe y piedra que el abuelo encalaba cada año daban paso al frescor del portal que distribuía las alcobas a izquierda y derecha. No lo conocí aún sin sus coloristas suelos de cerámica, cuando por él pasaban los perros, la mula y alguna gallina que picoteaba llevada por su búsqueda mecánica de comida en el suelo.

Aquel portal era un refugio placentero en las horas de fuego intenso.

Devuelvo a mis manos la fricción de la cuerda atada al pozo. Esa pita de hilachos firmes que dejaba correr entre mis palmas tirada por el peso del cubo metálico. Y los tropiezos de éste contra las paredes interiores del pozo. Primero rozando con el cemento de la cara interna del brocal y después, más abajo, chocando contra las piedras que rodeaban la oquedad formando un cilindro que acababa sumergido en el agua del fondo. El ruido brillante de su camino de bajada se hacía opaco y sólido a medida que subía lleno, derramando parte de su contenido al ser izado desde arriba.

Agua fresca. Un poco más que la del río Bullaque, al que nos llevaban a bañarnos muchas tardes. Nos calzábamos con zapatillas gomeras y entrábamos en su quietud hasta la zona donde cubría sin alejarnos demasiado de la orilla, poblada de zarzas y juncos.

Eran veranos con bicicleta y algún que otro desollón. Veranos de juegos a indios y vaqueros en los corrales de los vecinos. Veranos de partidas de cartas y partidillos de fútbol, en los que pronto me cansaba de estar, algo desanimado por mi escasa pericia.

Entonces las preocupaciones eran como esa, del tamaño de un niño. Ese niño sigue ahí, y mañana me lo llevo de la mano, otra vez al pueblo.

jueves, 3 de julio de 2008

Maquillaje

Es fascinante ver cómo una mujer improvisa un tocador en cualquier parte. Como en otras ocasiones, el tren es el lugar en el que asisto a todo tipo de escenas. Algunas de ellas acaban repitiéndose tarde o temprano. Esta en concreto me gusta seguirla con interés.

Sentada frente a mí, esta anónima me regala una entrada para contemplar el ritual con que completa toda la operación.

Veo cómo rebusca en su bolso tamaño maxi. Oigo el cacharreo que desencadena su mano en el interior a medida que va encontrando y extrayendo todo lo necesario. Es ágil y lo tiene todo dispuesto con brevedad.

El proceso comienza y utiliza sus instrumentos con precisión. Su espejo: la luna de la ventana que tiene al lado, cuyo laminado y la luz interior del tren obran el milagro de entregarle su propio reflejo.

Un lápiz para marcar la línea de ojos, un líquido espeso que extrae de un botecito y extiende sobre sus párpados, un cepillito que sumerge en una solución de un negro intenso y que sale impregnado para ser aplicado sobre las pestañas.

Sus ojos verdes han quedado bien enmarcados y su mirada parece otra. No me la dirige, pero percibo su expresión cambiada.

El esperado momento en que tiñe sus labios ha llegado. Identifiqué su lápiz desde el principio entre sus cosas, y aguardaba el instante en que lo destaparía y, con un delicado giro, haría surgir la barra que alberga.

Rosa brillante. Unos toques a un lado y al otro. Y el retoque personal, apretando los labios entre sí. Besándoselos de fuera hacia adentro.

No emplea una brocha para sonrojar sus mejillas ni ningún otro paso añadido al proceso. Se gusta así, sin más. Ni menos.

Ha llegado a su destino y, tras devolver al interior de su bolso todo lo que sacó de él, lo cierra, se lo cuelga y abandona su asiento.

La función ha terminado.

Me llega el aire perfumado que va dejando tras de sí.

miércoles, 2 de julio de 2008

Helicóptero sobre rojo

Un enorme insecto de chapa alza el vuelo y mientras toma altura, lubrica y ejercita los músculos de un ojo que cuelga de su vientre. Una hélice gira concéntrica sobre su dorso y lo mantiene elevado y avanzando hacia el lugar objeto de su misión.

Se diría que se gobierna a sí mismo, que su ánimo le lleva donde quiere ir. La necesidad y el instinto son eficaces motores.

Hoy el calor se inventa espejismos, la bruma tensa un velo sobre lo visible y quienes miran hacia el techo de esta tarde que les abrasa, ven pasar al bicho acompañado de su ruidosa carraspera.

Comienzo a mirar por su ojo y contemplo en pleno vuelo los primeros rincones de una aldea. Y al instante, tras ver en una sola estampa toda su extensión, sus últimos recodos han quedado ya lejos.

La misma secuencia se repite de nuevo, y así otras cuantas veces. Y a golpe de vistazo rápido: otras sucesiones de campos en colcha de un patchwork de combinación esmerada.

Después de la alternancia, que parece estudiada, el ojo que pende del cielo me muestra una gran ciudad. El insecto hace virar todo su metal y, siguiendo el hilo tensado de una de las vías principales de la urbe, se sitúa colgado sobre una zona rojiza.

Es un campo de amapolas que llenan una plaza.

Aparecen agitadas por el viento.

En realidad no es un movimiento de agitación. Más bien una vibración. Se mueven a voluntad, formando un oleaje que no se atiene a ninguna marea ni corriente natural.

Quiero que el visor por el que observo me dé el detalle de los seres plantados ahí abajo. La agudeza de su lente me sitúa muy cerca. Tanto como para comprobar que no son flores rojas, de las que otro insecto más orgánico que este podría haber extraído su polen.

Son otros seres, hoy vestidos de rojo para demostrar que algo les pone en común y les iguala sobre todas las cosas. Apiñados porque se sienten unidos, vibran con una fuerza que se eleva y me alcanza.

Me impresiona esta imagen, que retengo incluso después de haber abandonado este bicho de hélices cortantes. Acallado ya su ronco rumor. Cerrado ya el párpado sobre su córnea eléctrica, el ojo por el que miré guarda en su retina los ecos rojos de un atardecer muy encendido.