Busco el punto exacto desde el que el cigarrillo despide el genio. Entre la ceniza y el cilindro de papel una franja fronteriza pasa del rojo encendido al negro carbón. En ese territorio está el lugar de partida de la estela que me sigue y me envuelve. La recorro primero en un sentido y después viajo en sentido de vuelta y me encuentro. El haz se abre... me alumbra. ¿Debería pensar que soy el genio?
Le doy unas cuantas vueltas a tan disparatada idea. Consigo enredarme en mis pensamientos y, como volutas de humo, acabo trenzado, rodeado con mi propio cordel que acaba deshecho, disperso en el aire. Vuelvo a respirar. Compruebo que sigo atado al humo de ese cigarrillo que sigue consumiéndose y mi idea descabellada deja de serlo para concretarse.
Debería plantearme cómo escapar: el objetivo de todo genio se centra en obtener la libertad, desatarse del yugo de su amo y de su voluntad caprichosa.
Vine hasta aquí transportado por este libro, viviendo sólo en la dimensión de estas páginas que ahora me atrapan el dedo como un cepo. No vivía sobre este suelo que piso, sino sobre el de esta novela que está a punto de terminarse. Y ahora, fruto de la combustión de un cigarrillo, he llegado a este banco, a esta calle de esta ciudad. Mi recobrada conciencia ha nacido del humo que me une a una madre, pues este aire me reúne con el mundo y nazco de él.
Ya que vuelvo aquí convertido en el genio del humo, deberé seguir el ritual con sus pasos establecidos. No me marcharé por las buenas, pues rompería lo que me une a esta vida. ¿Y seguir respirando este aire? Eso tal vez sea lo más duro.
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