Esta tarde, tras aguardar durante una hora en una cola para formalizar su matrícula de la Escuela Oficial de Idiomas, Salvia se pregunta por qué le toca siempre esperar colas eternas, de esas que no avanzan jamás. Es como si con todo el mundo que ha llegado antes que tú invirtiesen un buen rato y a ti, que has ido a hacer el mismo trámite, te despachasen en un pispás. Después de todo el día trabajando sienta fatal ponerse a la cola de los lentos y, para colmo, quedarse sin saber si el mérito de la brevedad del papeleo propio es de uno o del funcionario -que, por otra parte, ya podría haberse dado la misma prisa con los demás-.
Colas para matricularse en un centro de enseñanza, para sacar dinero de un cajero, para hacer la declaración de la renta, para subir al autobús o al avión, incluso para pagar (¡!).
Si compramos en un supermercado de los más económicos deberemos pensar que hacer cola ante la caja es lo que está mandado. Se supone que no debe importarnos esperar un rato si el ahorro va a ser importante. En cambio, no me queda tan claro cuál es la ventaja que uno obtiene por aguardar en una cola similar de un lugar en el que uno está pagando más por cada producto que compra. Precios superiores y... ¿largas colas? No me cuadra. Pero ocurre.
Hace muchos años, cuando no existía este tipo de grandes superficies comerciales, venía bien esperar a que a uno le tocase su turno en la pequeña tienda del barrio. Daba tiempo a pensar qué se iba a pedir al tendero. Ahora, en cambio, tras recorrer todos los pasillos del almacén empujando un carro y tratando de que no se nos vaya para el lado de siempre, cuando llegamos a la caja los deberes ya están más que hechos. La espera acaba siendo sólo eso y el tiempo está perdido de antemano.
Por fortuna sigue habiendo mercados de abastos y podemos hacer la lista de la compra mentalmente mientras esperamos a que el frutero, el carnicero o el pescadero se dirija a nosotros. No me gusta que cuando me llega el turno me pillen distraido, así que en vez de abstraerme pensando en cualquier cosa mientras observo y disfruto de lo que sucede a mi alrededor, ahí me quedo, vigilando que nadie se me cuele y repasando qué es lo que voy a pedir en cuanto me toque. Lo malo es que siempre se me olvida algo. Todavía está por llegar La compra perfecta. Me explico: sin un solo olvido y, por supuesto, sin colas.
Colas para matricularse en un centro de enseñanza, para sacar dinero de un cajero, para hacer la declaración de la renta, para subir al autobús o al avión, incluso para pagar (¡!).
Si compramos en un supermercado de los más económicos deberemos pensar que hacer cola ante la caja es lo que está mandado. Se supone que no debe importarnos esperar un rato si el ahorro va a ser importante. En cambio, no me queda tan claro cuál es la ventaja que uno obtiene por aguardar en una cola similar de un lugar en el que uno está pagando más por cada producto que compra. Precios superiores y... ¿largas colas? No me cuadra. Pero ocurre.
Hace muchos años, cuando no existía este tipo de grandes superficies comerciales, venía bien esperar a que a uno le tocase su turno en la pequeña tienda del barrio. Daba tiempo a pensar qué se iba a pedir al tendero. Ahora, en cambio, tras recorrer todos los pasillos del almacén empujando un carro y tratando de que no se nos vaya para el lado de siempre, cuando llegamos a la caja los deberes ya están más que hechos. La espera acaba siendo sólo eso y el tiempo está perdido de antemano.
Por fortuna sigue habiendo mercados de abastos y podemos hacer la lista de la compra mentalmente mientras esperamos a que el frutero, el carnicero o el pescadero se dirija a nosotros. No me gusta que cuando me llega el turno me pillen distraido, así que en vez de abstraerme pensando en cualquier cosa mientras observo y disfruto de lo que sucede a mi alrededor, ahí me quedo, vigilando que nadie se me cuele y repasando qué es lo que voy a pedir en cuanto me toque. Lo malo es que siempre se me olvida algo. Todavía está por llegar La compra perfecta. Me explico: sin un solo olvido y, por supuesto, sin colas.
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